domingo, 9 de marzo de 2014

Miedo a la libertad

Miedo a volar


Todos anhelamos con todas nuestras fuerzas la libertad. Sin ella los sueños no se pueden alcanzar. La libertad es una perla preciosa que quisiéramos disfrutar y tener en nuestras manos. Se ha convertido en un talismán. ¿Por qué la deseamos tanto? Hablamos mucho de ella, pero nunca se acaba de disfrutar. Corremos hacia ella pero se nos escapa. ¿Qué frena ese deseo vinculado a lo más íntimo de nuestro ser?

¿Y si, en el fondo, tenemos miedo a volar? Nos da vértigo deslizarnos por las corrientes internas de nuestra existencia. Nos da miedo no solo a caer en el abismo, sino también a alcanzar las alturas.

El ser humano está constituido para ser libre. La experiencia de planear en el cielo de su existencia lo llevará a la plenitud. Solo cuando aprende a hacer piruetas en las alturas, sin miedo a caer, comienza a paladear el sabor de la auténtica libertad. Porque ya se ha liberado del miedo y aprende a reinventarse a cada momento. Para llegar a esta etapa, ¿qué tenemos que hacer?

Desencadenarse del yugo


Primero, reconocer nuestra propia vulnerabilidad, nuestras limitaciones, miedos e inseguridades. Una vez reconozcamos nuestra contingencia, podremos asumirla con paz. Nadie se convierte en un hombre completo hasta que no consigue liberarse de las ataduras que le impiden proyectarse y crear. Necesita vencerlas para lanzarse a la conquista de su propia libertad.

Una vez descubiertos nuestros nudos más íntimos, podemos desplegar las alas. Estamos tan acostumbrados a la inercia paralizante y estéril del miedo que vivimos casi sin darnos cuenta en un mundo interior, cerrado, justificando siempre nuestra situación y cayendo en el victimismo. Esta inercia nos lleva a instalarnos, por un lado, en la fragilidad psicológica. Y, por otro, en el fatalismo. Todo esfuerzo nos parece inútil y preferimos caer en el narcisismo autocomplaciente para evitar retarnos a nosotros mismos.  Decimos: soy así, y las circunstancias no me permiten cambiar. Así es como nos convertimos en esclavos de nuestros miedos.

Cuando uno es capaz de desencadenarse del yugo del pánico empieza rehacer su vida. El miedo puede ser un concepto psicológico, pero no existencial ni espiritual. El miedo puede estar provocado por etapas emocionales que van cambiando según la situación. Cuando nos situamos en el plano del ser es cuando comenzamos a ser libres. Para esto hemos sido creados, para sobrevolar las alturas, para hacer posibles todos nuestros sueños, todos nuestros deseos.

Volverse hacia la luz


Alcanzada la libertad, el miedo ya no es obstáculo. No quiere decir esto que no se tenga miedo, porque así es la naturaleza del hombre, pero los problemas ya no se convierten en cadenas, sino en grandes oportunidades. Es verdad que en cada uno hay sombras, pero la luz es más fuerte y llega hasta el último rincón de nuestro interior. Podemos tener cataratas en los ojos, pequeñas sombras que nos molestan en la visión, pero no nos impiden ver la luz, ni sentir el calor del sol. Así ocurre también con nuestra alma.

La vida seguirá siendo tal como es. Si nos concentramos en la penumbra, veremos la realidad segmentada y estaremos hipotecando nuestra fuerza interior y nuestra libertad. Los miedos nos hacen ver sombras, a veces ficticias, que empañan nuestra visión de la realidad y nos impiden ver con claridad. El hombre alcanza la libertad cuando sabe aceptar sus límites sin que esto le impida soñar y hacer lo que le dicta su corazón.

El hombre será libre cuando ni las dudas, ni el qué dirán, ni el miedo al fracaso le impidan seguir mirando al cielo sin que nadie le quite el coraje de afrontar sus desafíos.

Genes de libertad


Llevamos en nuestro interior genes de libertad. La libertad, el amor y la felicidad son los anhelos más genuinos de toda persona que quiere convertir su vida en una fascinante aventura interior. Renunciar a ellos significa quedarnos fuera de la vida, al margen, empequeñecidos, convertidos en sombras grises.

Sin libertad uno se muere por dentro. La libertad es el impulso intrépido que nos hace señores de nuestra vida, del tiempo, del presente y del futuro. El que vive libre ya en el presente, aquí y ahora, vive el futuro que está construyendo. Porque la libertad tiende una línea invisible, pero real, que une el pasado con el presente y el futuro. La persona libre vive más allá del tiempo porque aprende a trascender. Su visión del futuro es la meta del presente y el sueño del pasado. Sueños, metas y acción son la columna vertebral de la libertad y la arquitectura de la felicidad.

El sueño de Dios es la libertad de su criatura, llamada a vivir la vocación del amor, del servicio, de la generosidad. La fuerza del amor es tan potente que desintegra los efectos negativos del miedo. Transforma los estados emocionales pesimistas en sentimientos y experiencias de plenitud.

Solo cuando el hombre es capaz de amar es enteramente libre, y esto ocurre cuando sale de sí mismo y se vuelve a mirar al otro. Como para las aves volar, para el pez nadar en el océano y para el caballo trotar en las pampas, la libertad para el hombre es amar. 

domingo, 2 de marzo de 2014

Julita, una vida desbordante

Eran las tres y media de la tarde. Sonó el teléfono y al otro lado de la línea, con voz balbuciente, conteniendo el sollozo y el dolor, Pilar, hija de Julita, me comunicaba el fallecimiento de su madre. Miré al cielo y pensé: ya estás en el cielo, tu nuevo hogar, aquel que tanto deseabas, donde ya no te faltará más el aire, porque Dios es brisa que oxigena no solo tus pulmones, sino toda tu existencia.

Antes de morir, necesitabas oxígeno a borbotones y sufrías. Ahora, ya no sentirás más la angustia en el pecho. Esa tarde, en la hora tercia, cogida de la mano de tu querida hija, te fuiste dulcemente, con el calor de alguien que te cuidaba y te protegía, que siempre estuvo a tu lado. Firme y delicada, Pilar te atendió a tiempo y a destiempo, siempre corriendo y solícita. En los últimos días, hasta caer en la extenuación. Ha sido ejemplar, ¡cuánta entrega y cuánto amor!

Como me decía Pilar, tú ya presentías que poco a poco tu vida se iba apagando. Todos notaban el contraste entre la Julita activa y dinámica de antes y la que ahora perdía fuerzas, paulatinamente, hasta que varias crisis, cada vez más fuertes, la fueron consumiendo. Todos veíamos que, poco a poco, se acercaba el final.

Hace tres años que conocí a Julita. Cuando llegué a esta parroquia la vi con su cara pilla, un gesto juvenil y dos ojos chispeantes y alegres. Vivaz, menudita, inquieta, simpática y acogedora, la comunicación con ella fue fácil. Pese a su dificultad respiratoria, era una mujer expresiva que vibraba, desbordante de vida. Vi en ella un corazón transparente que vivía con intensidad. La parroquia era su segundo hogar. La sentía muy suya. Devota y profundamente religiosa, la eucaristía era central en su vida, así como el rezo del Rosario. Seguía con respeto las procesiones y la liturgia. Tenía una piedad profunda y auténtica, y a la vez era expansiva. Amaba los encuentros, las comidas de hermandad. Para ella eran ocasiones festivas, espacios donde se encontraba bien y participaba y dialogaba con todos, feliz de vivir la amistad con los demás feligreses.

Además de ser una mujer religiosa y comunicativa, era generosa y hospitalaria. Se ofrecía para todo y se implicaba, abriendo las puertas de su casa a los peregrinos que vienen cada año desde Polonia y Bielorrusia. Sin conocer su idioma, esto no era ninguna barrera para ella. La caridad era suficiente para poder entenderse: ella se comunicaba desde el corazón y todos la adoraban por su simpatía y generosidad. No necesitaba entender ni hablar; el lenguaje del corazón siempre va más allá del intelecto.

Julita siempre se sintió parte intrínseca de la comunidad, y me decía que para ella acoger a los peregrinos era un deber, tanto que se hacía una con ellos, participando de sus actividades. Era la abuela joven del grupo. ¡Cuánto bien hacía, sin entender sus palabras! Con la mirada y la sonrisa hablaba y comprendía lo más importante.

Este verano las fuerzas le empezaron a fallar. En los paseos y reuniones se le notaba el cansancio. Se agotaba fácilmente pero, así y todo, acogía y acompañaba. Julita ha sido la imagen de una Iglesia alegre, acogedora, entregada. Un testimonio vivo y misionero, la Iglesia que siempre camina, que siempre abre sus puertas, solícita.

En septiembre y octubre, cuando el sol declinaba, venía caminando lentamente, buscando el calor para sus pulmones y el aire fresco del patio. Yo la observaba, sentada junto a César, al sol, en largos ratos de silencio. Ambos callados, uno al lado del otro, simplemente respirando la calidez de la mutua presencia. En esos momentos me di cuenta de que el ritmo pausado delataba su progresivo agotamiento. Le fallaban los pulmones. Las crisis asmáticas comenzaron a sucederse con más frecuencia, hasta que dejó de venir al patio. Su ausencia se hizo notar…

―――

Quince días antes de morir hablé con Pilar y vimos que era el momento de prepararte para el final de tu etapa. Recibiste con mucha devoción el óleo santo, el bálsamo amoroso de Dios, la caricia divina de la Santa Unción. Yacías en la cama, plácida y serena, recibiendo el sacramento en la compañía delicada de tu hija. Aquella mañana lucía el sol, con toda su belleza. Los ángeles debían estar preparando sitio para ti en el cielo.

Montse te dijo que por la ventana se veía la montaña de enfrente, y que allí, en la cima, había una hermosa cruz de piedra. Que la mirases. Esa cruz, desde lo alto del monte, velaba por ti.

Dos días antes de morir le dijiste a tu hija que ya estabas preparada. Sí, Julita, te faltaba muy poco para el gran salto hacia los brazos de Dios y de María, a quien tanto rezabas y amabas. El día 19 de febrero, a las tres de la tarde, te fuiste a la casa del Padre.

Agarrada a tu hija, ella se acercó para sentir tu último aliento. Así moriste, acompañada. Dios te ha concedido el don de abandonar esta vida de las manos de tu hija, que te estrechaban con amor.  Para ti, que tanto rezabas por los sacerdotes, que abrías las puertas de tu casa y de tu corazón, las puertas del cielo se debieron abrir de par en par.

El día de la Santa Unción te dije que te quería ver en la celebración de mi aniversario sacerdotal, el 9 de marzo. Tenía ganas de volverte a ver aquí, con la comunidad. Pero sé que estarás presente desde un lugar privilegiado: desde el cielo. Ese día, los ángeles te vestirán con el mejor traje, lleno de luz, para poder estar conmigo. Para poder estar con todos.