domingo, 10 de diciembre de 2017

Educar en libertad

La educación es un servicio


Nuestra comprensión de la realidad y de la persona marca un talante a la hora de educar. Esta tarea tan necesaria y tan sumamente delicada ha de suponer una renuncia al poder. Educar implica un profundo respeto a la libertad de la otra persona y evitar todo intento de clonarla o modelarla según nuestras propias ideas.

Educar es una tarea compleja y difícil. De entrada, todos estamos siendo constantemente educados unos por otros, porque la persona no se completa sin un proceso progresivo que la ayuda a crecer y a madurar en su trato con los demás. Hemos de tener en cuenta que podemos estar educando sabiendo que también nosotros necesitamos ser educados y, por tanto, hemos de vigilar de no ponernos en una posición de autosuficiencia ante el educando. Para educar se requiere ser humilde y respetuoso, y es necesario conocer al otro y descubrir sus valores para poder potenciarlos. A veces, cuando se educa, nos fijamos más en las lagunas y en los defectos que en sus talentos y capacidades. No se trata de corregir al otro según mis criterios, sino de hacerlo crecer según sus inquietudes, talentos, experiencias y opciones. Educar es ayudar a sacar de adentro afuera lo que define a cada persona, que nace con el deseo vital de realizarse. Su identidad única e irrepetible la hace ser digna de todo respeto.

Riesgos del que educa


Educar conlleva riesgos, algunos son muy grandes y conviene evitarlos para no caer en lo contrario de lo que significa la educación.

Educar no es manipular, utilizar, doblegar, adoctrinar ideológicamente ni modelar a la otra persona según unas ideas. El concepto educar a veces se puede confundir con ese celo desmesurado por “salvar” al otro, ya que podemos considerar que, según nuestra convicción, está errado o “perdido”. Es muy fácil resbalar por ese sentimiento de exigencia salvífica. Aquí es donde hay que ser muy honesto, porque el que sea diferente o tenga otros códigos para captar la realidad no significa que tengamos que cambiarlo para que vuelva “al redil”, según los paradigmas culturales que se han impuesto en la sociedad y en las familias. Especialmente tienen un mayor riesgo las instituciones en las que ponemos nuestra confianza. De entrada, suponemos que no tienen otra razón de ser que servir a la sociedad. El problema es cuando las instituciones de todo tipo, políticas, sociales, cívicas, deportivas, incluso religiosas, utilizan el instrumento del poder para imponer ideas, criterios y formas de hacer. Para ello pueden valerse de la coacción y el miedo al castigo. Pero hoy, la forma más frecuente de manipulación es el uso de resortes psicológicos y emocionales que manipulan a la persona e influyen en ella de forma inconsciente, condicionando el ejercicio de su libertad.

Cualquier persona que se sienta por encima de los demás, ya sea por su formación intelectual o moral, por su experiencia o por su autoridad; cualquier persona que se convierta en un referente moral, educativo o religioso debe ir con especial cuidado. No puede aprovecharse de su rango y reconocimiento para saltarse una ley básica de la educación: la libertad. Influenciar al otro según nuestra cosmovisión es manipularlo sutilmente y someterlo a nuestro arbitrio. En el fondo, estamos aniquilando su yo más profundo, convirtiéndolo en un sujeto a merced del supuesto educador, que alega que todo lo hace por su bien.

Libertad y bondad, imprescindibles


Bondad y libertad van unidas, igual que la maldad va unida a la esclavitud. El sometimiento y la influencia, por tanto, nunca pueden ser buenos, aunque se disfracen de humanitarismo.

Educar significa sanear nuestros sentimientos e intenciones. Cuando el alumno brilla o destaca por algún motivo, existe otro riesgo, que es la aparición de los celos por parte del maestro. Compararse o sentirse menos que el otro puede disparar un mecanismo de sumisión y manipulación para conservar la superioridad sobre él. De este modo, el enseñante se ve atrapado en un bucle de sentimientos paradójicos: el deseo de servir y el deseo de mantener su estatus superior. Si no lo resuelve, puede proyectar su frustración en el otro e impedirle crecer. Esto suele traducirse en una exigencia rayando la violencia. Cuando el educando propone algo distinto, muestra iniciativa propia o incluso discute al maestro, este puede reaccionar perdiendo su autodominio y llegando a la ira o a la humillación del otro porque no puede controlar la situación.

Para educar tenemos que situarnos entre una exigencia razonable y la ternura; entre la autoridad y la libertad. Es necesario respetar la frontera entre el tú y el yo. Educar no es moldear, como se hace con una obra escultórica; es dejar florecer al otro según su música interior. No podemos interferir ni hacer injerencia en su conciencia. Hay que potenciar su yo más genuino. Educar es mostrar, indicar, señalar, acompañar al otro para que sea lo que quiere ser. Este acompañamiento respetuoso le enseñará a compartir lo que ha aprendido y su riqueza interior con las personas que le rodean: familia, amigos, entorno, sociedad… Porque uno no crece ni se realiza si no es para los demás y con los demás.

Cuántos conflictos se evitarían, cuántos recelos y problemas en las familias, en las escuelas, en las universidades y en las comunidades religiosas y movimientos, si aprendiésemos a aceptar al otro y a alegrarnos por su manera de ser. La educación tiene que partir de aquí: abrazar al otro tal como es y su realidad. Sólo así le ayudaremos a volar hacia el destino que anhela.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Comprar el paraíso

La búsqueda del sentido de la vida es un anhelo genuino que está en lo más hondo de nuestro corazón. Esto es algo profundo y legítimo, pero no siempre se acierta en la forma de conseguirlo. Todos deseamos la felicidad, encontrar respuesta a nuestras inquietudes y preguntas esenciales: quién soy, de dónde vengo, hacia dónde voy. Buscamos todo aquello que responda a la búsqueda de nuestra identidad. Queremos saber quiénes somos, qué sentido tiene la vida. Deseamos descubrir todo aquello que sacie nuestro anhelo de felicidad. Es decir, buscamos vivir en un paraíso, un estado permanente de plenitud.

Buscando atajos para encontrar el camino


Cuando esta sana inquietud no se culmina por medios naturales, se buscan atajos, que pueden alejarnos de las inquietudes más primigenias y llenarnos con un sucedáneo alternativo que permite sobrevivir a la constante frustración de no conseguir lo que queremos.

Así es como muchas personas se lanzan a probar terapias, técnicas mentales e incluso se inician en el consumo de sustancias para encontrarse a sí mismas y su camino.

Estos medios se convierten en paliativos y, como proporcionan un bienestar y una sensación de plenitud efímera, la persona acaba necesitándolos y se hace dependiente de algo que está fuera de ella. En la búsqueda incesante de mayor bienestar y felicidad, se intensifica la prueba y la variedad, ya sea de terapias o de sustancias que generan un estado mental alterado. En esta situación, la persona crea un mundo virtual que alivia su inquietud, pero que no responde a la realidad.

El riesgo de la manipulación


Cuando se trata del consumo de sustancias ―drogas de cualquier tipo, ya sean hierbas o preparados sintéticos― estas alteran la química cerebral, proyectando en la mente imágenes, visiones y estados anímicos que se viven como una gran experiencia mística y reveladora. Hacen salir a la persona de sí misma y muchos creen tocar el Edén. Pero en realidad están bajo los efectos de unos químicos y pueden ser manipulados muy fácilmente por los expertos que controlan esta situación. Muchos gurús son maestros en técnicas psicológicas que aprovechan la debilidad de la persona y la seducen sin que se sienta incómoda ni obligada. Se convierten en los mesías que van a arrojar luz en su caos vital. Así podrán solucionar todo tipo de problemas: sicológicos, emocionales, económicos y espirituales. Estos redentores generan una dependencia del gurú o maestro y vuelven a la persona todavía más vulnerable para sacarle su dinero y generar una total dependencia, hasta dominar su consciencia, su voluntad y su libertad.

Todo esto siempre se hace utilizando un lenguaje humanitario, religioso y metafísico que apela a la liberación e incluso a la bondad. Es constante en los líderes religiosos utilizar frases fetiches, dardos que van adormeciendo a la víctima creando en ella tal estado de fragilidad que va a necesitar “chutarse” continuamente de esa sustancia, o practicando ese ritual, para salir de su oscuro laberinto. En realidad, viven atrapadas en la burbuja de esta pseudofelicidad completamente artificial, y además a un coste elevado, tanto económico como de salud. Podríamos decir que estas personas han sido abducidas, convertidas en esclavas de otros que manejan los hilos de su existencia. Gente brillante, exitosa en su profesión y con un nivel intelectual, flirtea con estos mundos que, en principio, ofrecen experiencias fabulosas, pero terminan necesitando urgente ayuda médica y psicológica para salir de la trampa y recuperar su salud.

Como toda droga, el daño neurológico producido por el consumo de ciertas sustancias, hace muy difícil que el cerebro se normalice. Será necesaria una intervención muy seria y eficaz para que los circuitos neuronales se restablezcan y la persona pueda liberarse de la adicción.

Algunos consejos


A quienes se acercan o han probado estas terapias químicas de fuerte impacto, les aconsejaría algunas cosas.

Primero, vigila los costes excesivos. Cuando hay mucho dinero de por medio, hay un gran negocio detrás.

Segundo, atención a los retiros o encuentros en un entorno aislado, con atmósfera casi mágica. Apartados de la realidad cotidiana es más fácil caer seducidos y olvidar toda racionalidad.

Si cada vez más necesitas de este medio o esta terapia, es posible que estés cayendo en una dependencia o adicción sin darte cuenta.

Si de manera progresiva te van introduciendo un discurso filosófico sobre el mundo, tu realidad y tus emociones, que vas haciendo progresivamente tuyo y repites a los demás, pregúntate si no te estarán modelando la conciencia para que te conviertas en un “apóstol” de esas ideas. Tu concepción de la realidad puede estar cambiando totalmente y, de nuevo, no eres consciente de ello.

Si crees que tú eres el creador absoluto de tu realidad, vivirás una doble vida: el mundo que tú crees real —tu paraíso artificial— y la realidad que está ahí afuera.

Alerta si te alejan de tus círculos habituales: familia, amigos, para entrar a formar parte del clan del maestro.

Atención al discurso “divinizante”: si te hacen creer que tú eres dios, que tú eres el único artífice de tu vida y que puedes conseguir lo que quieras.

Atención también al discurso nihilista: cuando te hablan de la disolución del yo en el todo (o en la nada), y de que todos somos una misma cosa, y que nada de lo que parece real es cierto. Es curioso ver cómo se da esta paradoja: por un lado eres dios, por otro lado eres nada, y mucha gente la acepta sin cuestionarse.

Mucho cuidado: si cada vez necesitas tomar más sustancia o recibir impactos más fuertes, y con mayor frecuencia, para sentirte bien.

Acabarás dejando de ser tú mismo para convertirte en una sombra que irá resbalando hacia la oscuridad. Perderás la salud y la alegría, quizás por no atreverte a afrontar tu realidad sin “muletas”, tal como es. Las respuestas que buscas están en ti mismo, si eres sincero y te atreves a preguntar. Pero afrontar la propia realidad da miedo y hay muchos falsos profetas vendiendo paraísos que acaban convirtiéndose en profundos infiernos.

Necesitas una decidida voluntad de encararte contigo mismo, buscando ayudas sanas que te dirán quizás lo que no quieres oír, sin cobrarte dinero por ello. El camino hacia la cumbre de la vida siempre es cuesta arriba y a veces doloroso. Atravesarás tormentas y días de sol y aridez… pero al final, en la cima, te espera una auténtica y lúcida alegría, que arraigará en lo más hondo de tu ser.

domingo, 19 de noviembre de 2017

La historia de Carmela

Hace unos años tuve una relación muy estrecha con Carmela, una viuda que se dedicaba a recoger trastos por los contenedores y luego los vendía como podía en mercadillos de segunda mano. Sorprendía verla siempre tan amable, tan bondadosa y alegre, de modo que me invitaba a entablar conversación con ella. Era tan detallista que cuando encontraba algo nuevo o de valor, con lo que hubiera podido sacar más dinero, siempre me lo ofrecía como obsequio.

Había belleza en su corazón y un torrente de bondad en su mirada. Lo poco que tenía lo sabía dar. Lo que no vendía lo llevaba a su casa, donde atendía y cuidaba a un hijo aquejado de un trastorno neurológico incurable, la enfermedad de Huntington. Cuidar de él era su máxima preocupación. Incluso en invierno y de noche, buscaba y rebuscaba para encontrar algo que le diera ingresos. Algunas tardes, cansada y con el frío en los huesos, se refugiaba en la parroquia. Me llamaba a la rectoría, pidiéndome algo caliente. Yo bajaba y siempre la invitaba a tomar un cafetito y algo más. Ella comía poco. Siempre pedía un café con leche y tomaba la taza con sus manos enrojecidas por el frío. A través del vapor del café me miraba con sus pequeños ojos, vivos y pillos, la respiración entrecortada. Gracias, hijo, me decía. Y luego me contaba historias de su familia, de su trabajo y sus sufrimientos. Le costaba irse y siempre se nos hacía tarde, así que al final, muy entrada la noche, la acompañaba hasta su casa.

Acumuló tantos cacharros que los vecinos la denunciaron y vinieron varias veces a vaciarle la casa. Tenía el llamado síndrome de Diógenes: con los objetos llenaba el vacío que se había apoderado de ella, quizás por eso siempre estaba buscando. Pese a los golpes de la vida, su bondad natural le dio una fortaleza a prueba del dolor.

Carmela fue una niña maltratada por sus padres y después por su marido. Con su hijo enfermo, descuidada por el resto de la familia, sobrevivía en los últimos años de su vida. Pero su mirada no perdió el brillo especial de los que aman y saben ser generosos. Era una bella pobre, que se mantenía firme en medio de los vaivenes de la vida y nunca se rindió. Lo poco que sacaba de sus ventas era un empuje que la alentaba a tirar adelante. El frío, la edad, su carencia extrema y una escasa y mala alimentación fueron minando su salud. Contrajo una demencia progresiva que la hacía perderse en el limbo de la existencia. Pero nunca olvidó mi nombre; no olvidó dónde estaba la parroquia y a qué puerta podía llamar cada noche.

Yo tampoco olvido a Carmela y la tengo muy presente en mis oraciones. Ella me enseñó a valorar que, aunque no tengas nada, o tengas muy poco, siempre puedes compartir algo con los demás. Era como la viuda del evangelio, que echó su óbolo en el cepillo del templo: “todo cuanto tenía para vivir”. Muchas veces, cuando descienden las temperaturas en las tardes de invierno, pienso en ella, en el regalo de su confianza, en su delicadeza y en su cariño. Se dio ella misma, el valor más grande, un corazón abierto y rasgado porque supo amar mucho. Esta es su historia: pobre materialmente, pero con un tesoro espléndido en el alma.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Volar alto

Todos anhelamos alcanzar cumbres en nuestra vida. Deseamos hacer realidad nuestros sueños. Queremos desafiar lo imposible y llegar a hacer posible lo que más deseamos en nuestro corazón. En definitiva, queremos conquistar la felicidad, levantar la bandera de nuestros éxitos y sentirnos casi inmortales.

Deseamos acariciar el cielo y jugar con las estrellas, danzando ante el inmenso cosmos envuelto de misterio. Queremos rozar la inmensidad y surcar, como un ave, el horizonte de nuestra historia. Sabemos que tenemos un enorme potencial y llegar lo más lejos posible es un reto que nos empuja a lanzarnos al vacío como los parapentes que vuelan sobre el abismo, con la certeza de que podrán elevarse aprovechando el aire que los impulsa hacia arriba.

Pero ¿qué se necesita para volar alto en la vida? ¿Qué podemos hacer para evitar que el miedo nos paralice? ¿Qué osadía necesitamos para atrevernos?

Los grandes atletas, para ganar fuerza en la carrera, necesitan coger impulso. Cuando se trata de correr la maratón de tu vida también necesitas tomar impulso desde lo más interior de ti mismo. Necesitas explorar los recovecos más profundos de tu alma y atreverte a encontrar el núcleo esencial de tu vida: tus propósitos, tus esperanzas. Sólo puedes volar muy alto cuando sabes bucear hasta lo más hondo de tu océano interior, viajando a través de tus propias sombras con serenidad, para familiarizarte con tus límites, miedos y penumbras. Pero allí adentro también encontrarás a tu niño interior, con el peso de una historia personal que necesitas aceptar si no quieres empequeñecer tu realidad.

Cuanto más te introduzcas en tu castillo interior, más te acercarás a la profundidad de tu corazón, donde ya no llega la luz del exterior. Será aquí cuando tendrás que librar tu gran lucha. La proeza será no detenerse ante el miedo a la oscuridad más terrible.

Cuando llegues al núcleo de tu ser y experimentes esa desnudez y esa total tiniebla, estarás preparado para iniciar el camino de retorno hacia la superficie de tu vida, hacia a la luz, hacia la inmensidad del firmamento de tus sueños.

Cuántas personas se han quedado atrapadas, anquilosadas en su pasado, sin poder desencadenarse de sus lastres, retorciéndose en un relato victimista. Les da vértigo asumir y aceptar su realidad, y quedan encapsuladas en su vacío interior, sin luz y sin esperanza, sin metas. Pero aquel que sea capaz de lidiar con sus fantasmas íntimos y desafiar sus miedos dará lo mejor de sí, porque se habrá liberado de su autocondena. Rotas las cadenas de la culpa y de la tiranía de uno mismo, ya no necesitará un parapente para cruzar los abismos y lanzarse hacia el vacío. Ya no tendrá miedo. Sabrá atrapar los cometas y llegará a descubrir paisajes maravillosos. Sentirá que los límites humanos y la fuerza de la gravedad, que tira hacia abajo, no lo van a detener, porque habrá conseguido su gran hazaña: salir de sí mismo para ir al encuentro de los demás. Nada le detendrá, porque el impulso que surge de lo más hondo de su ser le hará reconocer que es mortal, pero con aspiraciones trascendentes. La pequeñez y la basura que pueda tener adentro no le impedirán reconocer su grandeza.

No tengas miedo a llegar a lo más hondo de tu océano interior. Sólo desde esa profundidad podrás alzar el vuelo como nunca lo has hecho y alcanzar parajes desconocidos. Descubrirás que lo más importante no es lo que ves ni lo que tienes, ni siquiera tus logros. Lo más importante eres tú, un ser extraordinario que ha tenido la gallardía de vivir experiencias antagónicas que forman parte de tu vida. Abrazarás la luz y la claridad, el miedo y la alegría, el desconsuelo y la esperanza, el nudo de tu existencia, tu fragilidad que se vuelve fuerte cuando integras toda tu realidad.

Somos capaces de volar sin alas, sin el temor de caer hacia el abismo. Somos poquita cosa, pero nuestros anhelos son grandes y esta es la riqueza del ser humano, poseedor de una energía vital que lo hace capaz de ir más allá de sí mismo.

domingo, 15 de octubre de 2017

Corazones agrietados

La función del corazón es dar vida, llevando la sangre a nuestros tejidos y órganos vitales. Sin el bombeo del corazón a todas las zonas de nuestro cuerpo, por muy minúsculas que sean, no tendríamos vida. Cuando falta oxígeno y riego sanguíneo en una zona esta se va necrotizando hasta el punto que el daño es irreparable y entonces debe amputarse, como un mal menor.

El corazón es este músculo recio que tiene que superar en su empuje la fuerza de la gravedad. A lo largo de nuestro cuerpo tenemos más de noventa mil kilómetros de ramificaciones entre venas, arterias y capilares. Imaginemos lo fuerte que ha de ser el corazón para bombear la sangre desde los vasos grandes, como la aorta, hasta los pequeños capilares de la retina. Es impresionante. Cada día, las 24 horas, y durante todos los años de nuestra vida, el corazón no para de latir jamás.

Esta es la asombrosa parte física del funcionamiento del corazón. Sin él no podríamos movernos, caminar, ver, oír, oler. El cerebro no podría pensar ni realizar sus conexiones sinápticas. Por todas partes debe pasar el fluido vital que nos mantiene vivos.

En literatura y en poesía el corazón recoge y expresa las ansias humanas de amor. Es el hogar de las pasiones, así se manifiesta en tantas películas románticas. Cuántas páginas escritas, cuánta tinta vertida para expresar el anhelo más profundo de la persona. El corazón se siente empobrecido si no ama. En cambio, el ser humano se expande cuando su corazón late por otra persona.

El corazón de piedra


Ya en el plano emocional y psicológico, a menudo decimos que tal persona tiene el corazón duro, o de piedra. Suena muy mal, porque es como una contradicción. ¿Cómo puede ser duro un corazón, cuando está concebido para dar vida y amar? Esta expresión puede ir acompañada de otras: albergar odio en el corazón, tener el corazón resentido, o un puñal clavado en el corazón. Son expresiones que oímos cada día. ¿Qué le ha pasado a ese corazón?

Quizás no ha sabido asumir las dificultades de cada día, o algún trauma del pasado, y esto le ha provocado un profundo resentimiento que le ha hecho endurecerse. La autodefensa ante el dolor puede llegar a convertir el corazón en una piedra.

¿Por qué hay tantos corazones heridos? ¿Dónde puede estar la explicación? ¿Por qué dos personas que se han querido se distancian y llegan a no poder verse, acumulando tanto resentimiento? ¿Es posible que el corazón, cuya función es dar vida y ayudar al crecimiento armónico con los demás, deje de realizar su cometido? ¿Dónde está la solución?

Cuando no aceptamos al otro


De la misma manera que hay que educar la mente, también hay que educar los sentimientos. Hablamos de una terapia del corazón.

¿En qué consistiría? Primero, en aceptar que los demás son diferentes. En segundo lugar, es necesario aprender a ser respetuoso, comedido y ecuánime con ellos. Cuántas veces nos enfadamos porque no piensan o actúan como nosotros. Queremos clonarlos y modelarlos según nuestras ideas; queremos que se sometan a la dictadura de nuestro ego. Y si no es así, lanzamos una lluvia de críticas y despropósitos hacia ellos. Como siempre, somos incapaces de racionalizar y empezamos a intoxicar el ambiente, difamando al otro y buscando complicidades en el entorno. Sobre todo, con aquellos que sabemos que tienen alguna dificultad o reparo con esa persona. Como un gas letal, vamos esparciendo críticas para causar el mayor daño posible. Y para ello necesitamos a más gente, para manipularla y jugar con sus sentimientos. Así alimentamos la confusión y bombardeamos la dignidad de aquella persona, llegando al punto de montar historias ficticias que acabamos creyéndonos para justificar nuestros ataques permanentes.

El otro se convierte en enemigo. Todo está en la mente, que distorsiona la realidad y alimenta el odio. Con todo esto, el corazón va languideciendo. Su fuerza se va minando. Los malos pensamientos que se han ido incubando en la mente acaban enfermando el corazón. No sólo hablo del corazón emocional, sino también del corazón biológico.

Estas personas no han aprendido la gran lección de la vida, que es la humildad. Nadie debería ser enemigo sólo porque piensa diferente o hace las cosas de manera diferente. Cuando las ideas e incluso las creencias religiosas pasan por encima de la persona, somos capaces de matar la dignidad del otro. Porque, en realidad, lo que hemos antepuesto a la persona somos nosotros mismos, nuestro criterio y nuestra opinión por encima de todo, incluso por encima de Dios. Lo que no me cuadra, lo que no encaja en mis esquemas, lo desprecio y quiero aniquilarlo.

Terapia del corazón


Muchas veces me pregunto cómo es posible que el corazón, tierno y concebido para el amor, pueda hacer tanto daño. ¿Ha sido un corazón no querido en su infancia? ¿No se le ha educado bien? ¿Se le ha inculcado un deseo enloquecido de ser el centro de todo y el que domina a los demás? Alguien me ha cuestionado la razón última de lo que hago. Me ha molestado, me siento menos… ¿Es esto lo que dispara el odio, como reacción defensiva?

Lo cierto es que tantos sentimientos acumulados pueden amargar la existencia y llenar el corazón de ira, rabia, celos, vanidad y orgullo. Son los ingredientes para reventar este músculo, bello instrumento de la vida y la alegría. Hay corrientes filosóficas y psicológicas que justifican esta pulsión de muerte en la persona. Pero otras afirman lo contrario. El hombre se convierte en un ser pleno cuando se abre y se da a los demás. Cuando descubre que más allá de sus limitaciones es capaz de hacer grandes cosas, de sacar lo mejor que tiene. Porque el deseo más genuino del corazón es abrirse, florecer, darse, amar. Esto es lo que da sentido a la vida del ser humano. Pese a todo, siempre creerá que hay algo dentro de sí mismo, una esperanza infinita que le permitirá aguardar un nuevo amanecer. Podemos pasar noches muy oscuras, pero habrá una energía vital que nos hará creer que la poesía seguirá brotando de nuestro corazón, porque está hecho para emocionarse y maravillarse de la belleza escondida que hay en cada persona. Estamos concebidos para que nuestros corazones latan juntos y puedan componer la mejor sinfonía: la que nos haga sentir que no somos sin los otros.

domingo, 1 de octubre de 2017

Lenguas que hieren

En el proceso evolutivo de la especie humana, cuando aparece el lenguaje articulado el Homo sapiens da un salto cuántico en el desarrollo cerebral. Del ruido brusco al sonido y de los gestos en el rostro y el cuerpo pasamos al ser capaz de comunicarse de una manera fluida, clara, sutil y precisa. De la mímica pasa a una comunicación compleja, capaz de crear obras literarias, filosofar, hacer poesía o expresar conceptos abstractos y matemáticos. El código del lenguaje nos abre a una infinidad de recursos y supone un tremendo avance intelectual. El hombre aprende a expresar y a preguntarse a sí mismo sobre el sentido de la vida. La capacidad de hablar posibilita una mayor comunicación interpersonal y social, generando vínculos más fuertes. El lenguaje sofisticado lanza al hombre a superar la barrera de su estadio primigenio y le hace dar un salto definitivo en su evolución.

Un arma de doble filo


Siendo una herramienta fundamental para su desarrollo, el lenguaje es también un arma de doble filo. Podemos expresar los más bellos deseos y dar una conferencia elocuente, interpelando al otro y provocando emociones de todo tipo. Pero también somos capaces de las peores palabras, insultos cargados de desprecio que pueden aturdir al interlocutor y convertir este medio de comunicación en una máquina demoledora que destruye al otro sin piedad.

Un pequeño músculo como la lengua es capaz de las mayores atrocidades. ¡Cuánto dolor puede provocar! Cuántas palabras vanas salen de nuestras bocas. Cuando dejamos salir lo peor que hay dentro de nosotros, atacamos y manchamos la dignidad de los demás. Incluso somos capaces de construir falsas historias para desvirtuar la realidad o falsear los hechos, para herir más o romper emocionalmente. Las palabras pueden causar daños irreparables…

Pero lo más terrible es que hay quienes parecen disfrutar haciendo daño. Si el lenguaje tiene la función de establecer lazos y una conciencia grupal, cuando lo apartamos del respeto al otro y a sus valores se vuelve loco; es como un gas tóxico que se va liberando para causar el mayor daño posible. Las palabras heridoras pueden matar la dignidad y la alegría del otro. Cuando el lenguaje se separa del amor, de su sentido más genuino, que es construir puentes, estamos aniquilando una parte esencial de nuestra naturaleza humana.

Cómo sanar el lenguaje


Lenguaje y corazón están íntimamente unidos. Lo que decimos siempre tiene que ver con lo que sentimos y vivimos. De lo que está lleno el corazón habla la boca. ¿Cómo recuperar el valor de la palabra que construye? Quizás haciendo una terapia del corazón. Si la persona aprende a aceptar su realidad y la del otro sin caer en resentimientos inútiles; si aprende a perdonar e intentar ver lo mejor del otro, sin enjuiciar ni compararse, estaremos ayudando a que el lenguaje se reeduque y volveremos a crecer juntos. Una cura de humildad y reconocer que no somos mejor ni peor que los demás nos ayudará a establecer una relación donde trabajaremos más en lo que nos une que en lo que nos separa. La diferencia es enriquecedora. Sólo así cada cual podrá aportar lo mejor de sí mismo a los demás.

sábado, 23 de septiembre de 2017

Respirando con Dios

La noche es gélida y oscura. El frío invita a recogerse antes. El silencio reina a esta hora, el frenesí del día queda muy lejos y el corazón se abre a la calma y al sosiego. Es un clima adecuado para entrar en oración, deslizándose por las entrañas de Dios. 

Entrar en su órbita es abandonarse. La jornada terminó y viene un tiempo largo y denso para volver a la raíz más genuina de la existencia, la fuente que da sentido a lo que eres y haces, la que ensancha el horizonte de tus esperanzas. Un deseo ardiente sale de mi corazón: llegar a la cita a la que él me ha convocado sin demora y allí, desde el silencio más absoluto, iniciar un diálogo que es más que palabras. 

El silencio hace más intensos estos momentos de encuentro trascendido, en la soledad más soledosa. Todo se detiene y sólo él, Dios, resuena en mi alma con fuerza. Una energía divina me envuelve. El Dios sin rostro y callado se vuelve más cercano, está dentro, tan dentro de mí que se hace uno conmigo. Y yo soy uno con él, y esa invisibilidad se vuelve visible en mí. Los dos latimos con un solo corazón, y él se hace tan humano que casi puedo tocarlo. Mis movimientos son los suyos, su silencio es el mío. 

Siento que mi alma se eleva y pasamos un largo rato, cara a cara, sin decirnos nada. El encuentro se hace más denso, como si fuera descubriendo el lenguaje de su presencia, discreta pero a la vez envolvente como si una mano cálida y amorosa me tomara y me subiera más allá y, una vez en su corazón, lo viera palpitante. Cada respiración es un acto de amor.

En ese momento vivo un gozo incesante, un derroche de amor inconmensurable. Él no puede dejar de amar. No es un verbo, es un sustantivo: el Amor es su nombre. Sobrecogido, me dejo mecer en su regazo. Rezar es estar con él, fundirme con él y dejar que él me quiera, acurrucado como un niño en brazos de su padre. Rezar es que su brisa acaricie mi rostro y su calor sea dulce bálsamo. 

Pasa el tiempo sin pasar. Con él no hay prisa, el reloj se detiene, pero no el corazón. Su aliento es música a mis oídos. Tan lejos en la distancia y tan cerca porque lo tengo dentro; tan silencioso y tan expresivo.

Hay más belleza en este encuentro que en un amanecer o en una noche estrellada. Fuego y suavidad, pasión y dulzura se unen. En esta fase de la oración siento que estoy pisando el cielo. Mi corazón late, se ensancha, vibra en sintonía con él. La comunión se hace más intensa; el silencio se vuelve sonoro en una hermosa melodía. Las palabras no salen de mí, no quiero romper ese momento álgido. Siento que le pertenezco: mi cuerpo, mi vida, todo es suyo. Su aliento hace posible mi existencia. Sólo cuando entro en oración con él me doy cuenta de que su mano se convierte en una peana que me sostiene con dulzura infinita. 

Soy porque él me regala la vida. Cada día, con sus 24 horas. Delante de él me expando como si estuviera fuera del tiempo, pero a la vez sigo aquí. Saboreo las delicias de sus manjares en este momento de intimidad personal. Cada vez que me adentro más en él mi corazón estalla y siento un oleaje lleno de gracia. Mi finitud se junta con su infinitud, como el mar con el horizonte. Sumergido en su infinitud, por un lado me siento desbordado y, por otro, deseo otear la cumbre de su corazón. Me siento como escalando el pico de una montaña. Estoy rozando la inmensidad de su ser. La claridad de su luz hace que esta noche que me rodea ya sea día, y que el frío se convierta en brisa cálida de primavera. Como en una atalaya en medio de la inmensidad de la naturaleza todo lo veo pequeño y grande a la vez; por un lado, me siento insignificante, pero por otro lado me siento formando parte de él, como si lo finito dejara de tener límites.

Saboreo la infinitud en mí mismo como si Dios me sacara del tiempo y del espacio, más allá de la materia y la energía, en un salto cuántico que me hace sentir y oler el perfume de la divinidad. Aspiro la fragancia de la eternidad.

Tras un tiempo en oración y calma sostenida, voy haciendo el camino de vuelta hacia mí mismo, hacia mi realidad humana, aquí y ahora. Noto la resistencia del retroceso, como si hubiera un desgaste al cruzar la atmósfera y ubicarme de nuevo en mis coordenadas. Aterrizo con la sensación de que he viajado por un agujero negro en medio del espacio. Pero en realidad la oración no es otra cosa que viajar hacia las constelaciones divinas, donde Dios no es materia inerte ni el conjunto de todo el espacio. Es más bien un enorme corazón, más grande que todo el universo con sus galaxias. Sus destellos son chispas de amor que iluminan el cosmos. Lo milagroso es que ese viaje se realiza sin moverse de lugar. Basta deslizarse hacia tu amado en un viaje infinito y corto a la vez, porque Dios no sólo está en las alturas, sino a tu lado, y en lo más interior de ti mismo.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Armonizar cuerpo y mente


El estrés mental, una pandemia


El fenómeno del estrés mental es cada vez más acuciante. Terapeutas y psicólogos ven cómo acuden a sus consultas pacientes aquejados por este problema que está llegando a considerarse una pandemia social. ¿Es realmente una patología? ¿Dónde se sostiene? ¿Cómo se genera y qué soluciones hay?

La verdad es que esta situación es preocupante, porque somete a la persona que la padece a un largo viacrucis lleno de sufrimiento, empujándola a situaciones límite y generándole enfermedades que pueden poner en riesgo su vida y, en casos extremos, la pueden llevar a la muerte.

Podríamos definir el estrés mental como la incapacidad de la persona de controlar su mente. Cada vez más, en los entornos laborales, encontramos personas que no pueden desconectar del trabajo y relajarse. Poco a poco se van distanciando de sí mismas, de su propia realidad social y emocional, olvidando incluso su propio cuerpo. Cuántas veces asistimos a conferencias de grandes eruditos con una cabeza brillante y bien amueblada, aparentemente, pero más tarde nos enteramos de que sufren graves problemas cardiovasculares, hipertensión, trastornos digestivos, colesterol o azúcar en sangre… o peor aún, un mal carácter capaz de amargar su existencia y la de las personas que los rodean. Cuando salen de su entorno académico o de su zona de confort, parecen otros.

Estas personas han cuidado mucho de su intelecto, necesario para su crecimiento profesional, pero han olvidado armonizar la mente con el cuerpo. He tenido grandes profesores, genios intelectuales con un brillo especial, que exponían sus tesis con pasión, investigaban e impartían clases haciendo alarde de una inteligencia prodigiosa. Los alumnos quedábamos deslumbrados y entusiasmados por su elocuencia y vibrábamos ante su cúmulo de conocimientos, que nos ofrecían un auténtico viaje por el saber. Años más tarde, me he enterado que a uno le dio un infarto, a otro un ictus, a otro se le manifestó un cáncer o una demencia senil… La enfermedad y los problemas neurológicos los han retirado de su brillante escenario y viven sus últimos años postrados en la depresión.

La tiranía de la mente


¿Qué ha ocurrido con estas mentes extraordinarias? A ellos, como a muchos otros, les ha ocurrido que la presión educativa los ha hecho ser quienes son. Ante la familia, los amigos, el entorno y la sociedad, tenían que ser alguien, saber mucho y hacerse un hueco en el mundo intelectual y académico. Temían la mediocridad intelectual. Lucharon y sacrificaron mucho tiempo y recursos para llegar donde llegaron. No querían quedarse al margen ni defraudar a los familiares que habían puesto expectativas muy altas en ellos. Llevaron al límite su autoexigencia, disparando un mecanismo de hiperactividad mental. El deseo de agradar y llegar más lejos los espoleaba.

Pero cuando esta carrera no tiene límites, uno llega a olvidarse de sí mismo y, lentamente, sin que se dé cuenta, empieza a perder su propia identidad. Será lo que otros quieran que sea y hará lo que los otros quieren que haga. Ha empezado su caída hacia el abismo. Y habrá acostumbrado tanto a la mente a trabajar sin detenerse que se convertirá en un tren sin freno.

Quieres y no puedes. Tu mente se convierte en la gran tirana de tu vida. En los medios de comunicación, este verano, los periodistas comentaban que cada vez es más alto el número de personas que no pueden desconectar de su trabajo. La gente no puede alejarse mentalmente de su entorno laboral y profesional. El estrés se da en ámbitos muy diferentes y en cada uno de ellos se manifiesta de forma distinta. También se da en el mundo religioso y político. 

Sus causas son diversas: puede tener su origen en motivos sociales, educativos, familiares o intelectuales. ¿Dónde encontrar respuestas?

Patrones impuestos


En el ámbito familiar, es importante aceptar al niño tal como es, y estimularlo a ser lo que él quiera. Una excesiva presión y la imposición de ciertos patrones puede llevarle a reprimir sus propias emociones y hasta su identidad, doblegándolo para hacer lo que complazca a sus padres. Se han de potenciar los talentos de cada niño y buscar la manera de darles cauce, aunque esto se aleje de los criterios familiares. Cada ser es único e irrepetible, y los adultos no tienen derecho a reproducir sus vidas y las de sus ancestros, como si quisieran clonarse en sus hijos. Cada cual es libre y como tal tiene que realizarse en la búsqueda de su propósito vital. Todos estamos llamados a ejercer nuestra vocación sin hipotecas de ninguna clase. En esto radica la felicidad del hombre.

Otras veces es el entorno social el que imprime su huella en los niños y quiere modelar un tipo de persona que acepte los dogmas de una educación ideologizada y arbitraria, al servicio de un cierto orden político. Una vez el adolescente empieza a descubrir su ser más profundo, también tiene que liberarse de los cánones sociales y educativos para no ser manipulado. Es a esta edad cuando la política quiere meterse en la vida de los jóvenes, empleando palabras talismán que los seduzcan.

Esfuerzo, sacrificio, valentía y tenacidad. La carrera por agradar a los tuyos y ser el mejor de todos debe continuar a cualquier precio. Hasta que el cuerpo ya no sigue a la mente y poco a poco va enfermando, somatizando su malestar. Así empiezan a surgir las enfermedades crónicas y aparentemente inexplicables en diferentes órganos del cuerpo. Extenuado, uno llega al límite de sus fuerzas, sin energía, enfermo, abatido y sin un horizonte claro. El cuerpo ha dicho no a la mente. No a ser Superman, no a la egolatría, no a sentirse semidiós. No a complacer a todos. No a negar la propia identidad.

El camino de retorno


Será entonces cuando se inicie un largo camino de retorno hacia el lugar que nunca teníamos que haber dejado: el ser íntimo. Pero este camino no se recorre sin un largo sufrimiento.

El reto es armonizar la mente con el cuerpo, abrazar la corporeidad, nuestros límites; descubrir la belleza del cuerpo, espacio sagrado donde se sostiene el alma. El desafío es reconciliar el intelecto con las emociones, el placer de una vida entregada y la alegría de aceptar nuestra frágil realidad. Somos mortales. El cuerpo nos enseña que tenemos que cuidarnos. Este maniqueísmo filosófico y moral que ignora las necesidades vitales debe ser superado con una visión más teológica e integradora. La auténtica visión cristiana asume la corporeidad como un elemento vital.

El cuerpo no está reñido con el alma y con la mente. Educar no es esculpir al otro en función de lo que se cree correcto, a base de golpes y ajustándolo a unos patrones ideales. Educar es dejar florecer al otro tal como es, no como queremos que sea. Sólo así la persona sacará lo mejor que tiene dentro, comprometiéndose con la sociedad. Cuando uno descubre quién es podrá iniciar el gran proyecto vocacional de su vida: abrirse y crecer con los demás.

domingo, 27 de agosto de 2017

Viajar, huida o encuentro

He tenido la oportunidad de viajar a mi pueblo natal, Montemolín. A lo largo del trayecto desde Barcelona, me he topado con mucha gente que también viajaba hacia el sur. Parando en diferentes estaciones de servicio, he podido observar la inmensa cantidad de gente que se desplaza, haciendo altos para tomar algo y estirar las piernas. Hasta aquí todo parece normal.

Viajar es mantener la mente abierta y aprender e integrar nuevas experiencias. Viajar es abrirse a lo nuevo de cada día, descubrir un paisaje o saborear el arte. Es conocer las peculiaridades de la gente, su cultura, su lengua, sus logros y su historia. Sobre todo, ese motor emprendedor que hace que los pueblos sean lo que son.

Pero, observando las riadas de viajeros, su forma de comer, de hablar, de moverse, me pregunto si viajar, para muchos, no se reducirá a ir un lugar a otro, deseando llegar a una estación de servicio para calmar la voracidad del hambre. Mirando con detenimiento a las personas que viajan en grupo veo que sus ojos no brillan y sus rostros no sonríen. ¿Van a llenar un vacío? ¿Es el viaje una huida porque toca ir de vacaciones? ¿Viajan porque les apetece? ¿Realmente servirá este viaje para fortalecer los vínculos entre ellos, para aprender y admirar al otro, para cultivar con más profundidad el sentido de sus vidas y las motivaciones que los impulsan? ¿Van a escapar de la rutina o a vivir con más intensidad sus relaciones humanas? ¿Van a ocupar su tiempo o van a saborear cada momento, convertidos en viajeros de la vida? ¿Van a recorrer kilómetros, arrastrando su matrimonio, su familia, el lastre de su hogar? ¿O serán capaces de convertir ese tiempo en un encuentro lúdico y una experiencia luminosa que los ayude a desplegarse ante el otro, para conocer juntos la realidad en la que viven? ¿Viajan con el corazón abierto, dispuesto a descubrir las maravillas de la naturaleza y de la creación humana, con un deseo bello y profundo por saber y conocer más? ¿Van dispuestos a empaparse de la esencia de esos lugares por donde van a pasar?

Viajar es bueno y necesario para crecer. Siempre que se sueñe junto con el otro, el viaje es una aventura por compartir. Pero cuando el viaje se convierte en una vía para escapar de uno mismo se hará insoportable y los otros serán un peso y un motivo constante de molestias y desazón.

¿A dónde vamos cuando viajamos? Ya no se trata de ver a dónde vamos ni con quién, sino de ver cómo estamos nosotros mismos.

Cuántas almas aplastadas ignoran a dónde van. No tienen claro el rumbo de su vida y van dando vueltas y vueltas, porque su brújula está orientada hacia sí mismos. Puertas afuera se producen peleas, agresiones o largos mutismos que convierten el viaje en una pesadilla.

Un viaje ha de servir para enriquecer el diálogo y estar atento y obsequioso a los demás, aprendiendo y compartiendo con ellos su riqueza humana. Esto constituye la esencia de las relaciones.

Un viaje es una gran oportunidad para vigorizar el alma, levantarse cada día y disponerse a encontrar nuevas razones para seguir juntos en la barca de la existencia.

domingo, 20 de agosto de 2017

Sonriendo hacia el cielo

En memoria de Enriqueta Roca, fallecida el 17 de agosto de 2017.

Cordial, amable, servicial. Así la percibí cuando llegué a mi nueva parroquia de San Félix, hace 7 años. Fiel a su parroquia desde hace mucho tiempo, siempre mantuvo un trato exquisito con todos. Para ella esta era su otra gran familia.

Cuando celebrábamos algún acontecimiento parroquial, siempre estaba dispuesta a ofrecerse. Buena cocinera, cuántas veces nos deleitó con su deliciosa repostería, que aportaba generosamente en los encuentros que se organizaban.

Su sonrisa, su mirada limpia y su talante le hacían fácil conectar con los demás y crear un ambiente agradable a su alrededor, tanto con su tono amable de voz como con la música del piano. Como organista fue generosa y entregada, amenizando las liturgias dominicales y las celebraciones, con un deseo de servir a la comunidad. Hasta en los momentos más difíciles de convivencia entre grupos y personas siempre se mantuvo prudente y discreta, facilitando una buena relación entre todos. Sabía estar con elegancia, sin caer en la hipocresía. No perdió este saber estar ni en los momentos en que su enfermedad se fue manifestando con leves indicios.

En verano le gustaba ir al mar. Nadaba y se expandía en el agua. Sentía que el mar la abrazaba y se adentraba lejos de la playa, sin miedo, dejando mecer su frágil cuerpo y jugando con las olas. Había una enorme complicidad entre ella y el mar. Esto me hace pensar que siempre fue una gran luchadora y nada la acobardó.

Cuando era joven fue emprendedora y creativa, capaz de volcarse en nuevos proyectos. Amaba su trabajo y su vida, sabía vender porque era una gran comunicadora y creía en lo que hacía. Fue todo un ejemplo de tenacidad. Nunca se achicó, siempre miraba al frente, sin rendirse ante las dificultades. Supo dar lo mejor que tenía con el hermoso deseo de servir a los demás y llevar adelante a su familia.
Enriqueta murió en el ocaso del día 17 de agosto, un día muy caluroso. Vivió con la máxima intensidad, hasta sacar el mejor jugo a la vida.

Esta tarde, viendo sus restos mortales, me ha impresionado la delicada sonrisa en su rostro. Parecía seguir viva, con sus manos cruzadas, vestida como una señora, con el traje rosa que pensaba estrenar para ir a la boda de su nieta. Pienso que murió como vivió, con exquisita elegancia, sonriendo. Tal como era ella.

Viéndola en mi mente se amontonaron muchos recuerdos: tanta generosidad, tanta entrega. Ni siquiera la muerte pudo apagar su luz.  En el féretro yacía una anciana bella hasta en el momento de su adiós definitivo. Su alma ya estaba preparada para la última aventura: surcar los cielos con elegancia, con delicadeza, para sus nupcias con Dios en la eternidad, como la esposa que espera el deleite de su amado.

Emocionado, recé a Dios para que le abriera las puertas del cielo de par en par. Fui testigo hasta el último momento de su bondad. Siempre que le daba la eucaristía, en las misas dominicales, ella sonreía con suavidad y recibía el sacramento con profunda unción.

He sentido mucho su pérdida, como persona y como miembro de nuestra comunidad. Pero sé que ella formará parte de este grupo de feligreses que nos han precedido y tengo la total certeza de que, desde el cielo, seguirá velando por su querida parroquia, a la que tanto tiempo dedicó.

Desde el cielo seguirá sonriendo, ella que descubrió que con sus labios podía penetrar el corazón de muchos y convertirse en dulce bálsamo para los que sufrían.

Enriqueta, ayúdanos a descubrir el tesoro de la sonrisa, que puede cambiar el rumbo de una vida y de una sociedad. Sólo la sonrisa bondadosa puede disolver el dolor más profundo y convertir un día oscuro en un bello amanecer; un corazón duro como una piedra en un vergel; una angustia en un gozo pleno. Enriqueta, enséñanos a sonreír. Gracias por ese leve gesto, que puede cambiar vidas. Gracias. 

Joaquín Iglesias
18 agosto 2017

sábado, 29 de julio de 2017

Un cántico envolvente

He pasado unos días de descanso en el Molí de Tartareu, en la comarca de la Noguera, en Lérida. Está en medio de un hermoso valle entre robles, encinas y bosque mediterráneo, bañado por el río Farfanya, que atraviesa aquella zona hasta Balaguer. El clima es rabiosamente seco y tórrido en verano, y el sol cae implacable sobre las lomas y las sierras, cubiertas de matorrales, tomillo y romero. En las cimas y laderas el paisaje es árido, pero junto a los ríos y fuentes adquiere un exuberante verdor bajo la sombra de los chopos, que se yerguen a más de treinta metros de altura. Entre la espesura, se oye el rumor del agua fresca y se siente la humedad del aire. Es fascinante contemplar cómo la vida palpita en estos parajes agrestes. Vivir en el campo, además, permite seguir los ritmos del día y sus cambios, desde el amanecer, cuando el sol naciente da fuerza y color al día con sus generosos rayos, hasta el anochecer, cuando la bóveda del cielo se convierte en un lienzo plateado. De noche, en la oscuridad, se puede disfrutar del estallido de miles de estrellas que salpican el cielo. Del frescor de la mañana se pasa al aire caliente del mediodía y a la brisa suave de la noche; la naturaleza se despliega con todo su esplendor invitando a conocerla.

Cada mañana, al amanecer, salgo a pasear. Me despierta el trinar de las golondrinas, que salen de sus nidos para alimentar a sus crías. Una sensación de bienestar me invade mientras camino a primera hora del día por silenciosos senderos. El sol sale como una perla tras los cerros, y poco a poco su luz baña los campos de trigo y centeno, ya segados, que contrastan su color oro con el azul del cielo. Todo despierta y la naturaleza inicia su gran sinfonía y su danza. El arroyo canta, los pájaros trinan y las golondrinas dibujan lazos en el cielo. Las hojas de los árboles dan la bienvenida al primer viento matinal con sus murmullos. No se oye ruido humano ni de máquinas. Tan sólo las voces de la naturaleza, armoniosas, que no estorban el silencio de aquellos parajes.

Me siento como san Francisco, envuelto de belleza, y mi silencio se convierte en otro canto a las criaturas, rebosante de gratitud. Mi corazón canta y me siento uno con la creación.

A lo largo del día camino durante varias horas, hermanándome con la naturaleza, moviéndome con ella, cantando con ella. La naturaleza es un libro que me habla de Dios. Toda ella está llena de su presencia, desde el estallido de color matinal hasta la suave penumbra de la noche, en que los colores desaparecen y se apaga la luz.

Caminando de noche mi retina descansa y los ojos se relajan, pero a la vez se agudiza la visión. Los campos, sin el brillo del día, se perfilan en tonos grises, moteados por las negras siluetas de los árboles, bajo el cielo transparente donde lucen las estrellas. Las montañas se vuelven tímidas sombras en la lejanía y, aunque alguna noche el cielo se ve cubierto de nubes, nunca hay una total oscuridad. La brisa refresca y la temperatura baja a partir de las once de la noche. Después del calor ardiente, el fresquito nocturno invita a acurrucarte en la cama, despidiendo el día. La naturaleza reza conmigo, ella también descansa, aunque los grillos no cesan de cantar y la vida nocturna, de pájaros y animales sigilosos, se despliega en las zonas de arbolado.

Cuando contemplo la naturaleza, que no deja de exhibir su belleza durante todo el día, mi corazón se llena de gratitud y surge un canto. ¡Cuántas poesías se han hecho a la creación! Pero el poeta sólo puede poner la letra; la música la pone el Creador. Atrapado entre tanta belleza que se desparrama, compone los mejores cánticos al Señor de la vida y de todo lo creado. Pienso que quizás un poeta custodiará la creación mejor que un grupo ecologista ideologizado. Sólo se puede amar y cuidar la naturaleza si antes has podido saborear el deleite de un paseo. Disfrutarla, sentirla, sumergirte en ella te hace más cómplice y sensible para el cuidado del medio ambiente.

Hoy, en este rincón de la Noguera, he sentido aquella palabra de Dios cuando crea al hombre. Hoy he podido ver que el hombre está en la cúspide de la creación, y bajo el sol de esa cumbre, puede deleitarse con tanta belleza, cuidarla, custodiarla y amarla. Toda la creación tiene una única razón de ser: ha sido creada por amor a la criatura más excelsa, el hombre. Dios quería el mejor hábitat para el hombre, para su plenitud y su felicidad. Aprendamos a alabar a Dios por tanto derroche de amor.

domingo, 9 de julio de 2017

La cárcel del yo

Hablando con mucha gente he llegado a comprobar que la palabra que más se repite en sus conversaciones es “yo”. Yo, yo, yo, de manera insistente. El yo convertido en un Yo en mayúscula expresa el egocentrismo de tantas y tantas personas con las que he tenido ocasión de hablar. Son de diferentes extractos sociales, tanto cultural como intelectual y económico. Expresiones como “yo digo”, “yo pienso”, “yo hago”, “yo tengo” se repiten en su discurso. Adivino, en estas frases, la tiranía del yo que gobierna sus vidas.

Cuando el yo ocupa el centro del diálogo, de manera reiterativa, estamos hablando de idolatría: el culto a uno mismo. Cuando el tú y el nosotros escasean o no aparecen, estamos delante de una soledad enfermiza e individualista. Cuando el centro de la vida es uno mismo, se inicia un proceso de deterioro psíquico y espiritual.

Son personas que viven instaladas en el narcisismo y en la autocomplacencia, que lentamente van endureciendo su corazón. Viven para sí mismas, se convierten en su propio producto de consumo y viven todas las relaciones con su entorno en función de sus intereses. Poco a poco, se van desconectando de la realidad y de las personas que les rodean. Se convierten en monarcas de sí mismos, sólo importa su existencia y los demás son parte del paisaje, algo residual, un decorado, un banco o un árbol en la acera por donde pasan. Como inevitablemente necesitan de los demás, sus relaciones se reducen a la pura supervivencia, al trato mínimo que no pueden evitar. Pero son relaciones vacías, sin vínculos afectivos, interesadas y mercantilistas.

Cuando se llega aquí, la situación es cada vez más grave porque no se puede negar la dimensión social del ser humano. Ante las barreras psicológicas, la persona encerrada en sí misma buscará paliativos virtuales, gastronómicos o lúdicos para resolver de alguna manera su aislamiento y compensar las carencias emocionales y afectivas. Todo lo compra: autoimagen, personas, estatus, sexo. Vive una doble realidad: lo que es realmente y aquello en lo que se está convirtiendo. El grado de patología llega a ser tan alto que no soporta la vida tal como es.

Quien vive desconectado convierte su hogar o su vida en una cárcel de sí mismo, en una muralla infranqueable. Cuando los demás ya no significan nada para él, cuando los otros molestan, el núcleo de su existencia se va apagando. Porque, aunque no quiera salir de sí mismo, en el fondo de su alma llega a ser consciente de que la soledad como huida no es la solución.

La soledad, que podría ser un espacio de crecimiento, se convierte para estas personas en una vía de escape que las margina cada vez más del resto de la humanidad y que va deteriorando su personalidad.

Son muchas las personas que, quizás sin saberlo, han convertido su vida en una prisión de sí mismos. Viven entre los barrotes del yo porque no han sabido, quizás, digerir situaciones dolorosas, enfermedades, rupturas emocionales, pérdidas laborales o profesionales, crisis o fracasos. Algunas han comenzado ese encierro al fallecer un ser querido. Deciden entonces culpar a los demás, a la familia, a la sociedad, a la suerte… escondiendo la cabeza ante los hechos, porque respirar la realidad resulta demasiado exigente. Es más fácil encerrarse en su mundo que salir de uno mismo. Cuando miras a estas personas a los ojos descubres un terrible abismo. Aunque dicen que hacen lo que quieren, porque lo tienen todo y nadie les pone límites, se están enfrentando al peor de los fantasmas: el vacío. Su carácter se vuelve bipolar, inestable, colérico. Se sumen en constantes contradicciones, les falta armonía y esto se refleja en sus rostros. Pueden aparentar una momentánea satisfacción y tranquilidad, pero de pronto estallan y se convierten en un auténtico huracán. Es entonces cuando la pérdida de su identidad se manifiesta en toda su violencia.

Necesitan vivir en una burbuja, en una atmósfera de autocomplacencia. La brisa de la realidad las dispara y no pueden controlarse. Su aparente normalidad social es un disfraz para tapar su carencia, porque tienen que sobrevivir y aparentar que son alguien. Pero detrás esconden miedos, inseguridad e incapacidad para afrontar cara a cara lo que viven y lo que les ha pasado. En vez de reflexionar, meditar y buscar el silencio que les permitiría ver claro, prefieren una soledad vivida como aislamiento. Es una estrategia defensiva para proteger su fragilidad extrema.

¿Cómo es posible liberarse y salir de esta prisión del egocentrismo? Armándose de coraje y aceptando con humildad lo que ocurre.

El contacto con la realidad, aunque hiera y duela, ayuda a salir adelante. Aunque emocionalmente estés destrozado, aceptar las cosas como son te hace madurar como persona. El silencio y la soledad, cuando aprendes a aceptar tu vida y tus circunstancias, te ayudan a sacar lo mejor de ti mismo. Conviertes la experiencia en una gran lección y una oportunidad para crecer. Cuando uno es capaz de enfrentarse al fantasma más terrible, se da cuenta de que no puede luchar contra él, porque ese monstruo no existe, está sólo en su imaginación. Lo único que hay es uno mismo, simplemente, y una realidad que hay que abrazar tal y como es, aprendiendo de ella por doloroso que sea.

domingo, 25 de junio de 2017

Lluvia dorada

Estos días luminosos el sol baña todo el patio parroquial. El cielo es de un intenso azul y los rayos cenitales acarician las expansivas ramas de la morera. Enfrente de ella, en el otro lado del patio, las acacias alargan sus ramas. Como si la morera y las acacias quisieran unir sus manos para cubrir con su sombra todo el patio.

Pese al calor pegajoso, la brisa que corre bajo las ramas hace más refrescante este espacio y lo convierte en lugar para reposo y diálogo de muchas personas que pasan por el recinto. Si la morera había sido inspiradora, ahora es el conjunto de los árboles el que embellece este lugar de paz.

Suelo madrugar antes de que salga el sol. Durante esta semana, en el tibio silencio matinal, el patio ha amanecido cada día cubierto de una alfombra dorada. Mis pies pisan el oro caído de estos árboles africanos, miles de flores que visten el patio de un color otoñal. El verano y el otoño se abrazan en el patio. Las hojas verdes de la morera y el amarillo intenso de las flores de las acacias tiñen el espacio de un color festivo que hace maravilloso el arranque del nuevo día.

Y me pregunto. Así como la morera se queda completamente desnuda en invierno, dando una imagen de indigencia desolada con sus delgadas ramas a merced del frío y del viento, las acacias tienen otro ritmo. Nunca se quedan sin hojas. En la primavera se secan un poco y adquieren un color grisáceo, pero nunca llegan a quedarse desnudas. En sus ramas anidan las pegas, que me despiertan a las seis de la mañana con sus graznidos. Más tarde, el trinar melodioso del mirlo se convierte en música que me invita a levantarme agradeciendo el nuevo día. Cada día disfruto de un trozo de naturaleza y de un auténtico concierto para los sentidos. Así como al ocaso el ritmo vital desciende para adentrarse en la inmensidad de la noche, al amanecer el día despierta con brío. Ni la noche ni el día son jamás iguales. Danzan en el cielo la luna y las estrellas, y el rumor entre las hojas de los árboles canta diferente cada día. Esos cánticos son un regalo de la creación que, como decía el papa Francisco, todos hemos de custodiar.

Si en el reino vegetal ya se da tal variedad de formas y colores y cada árbol tiene sus ciclos, pienso que también cada persona tiene su ritmo, y este se da de una manera natural y en función de sus momentos vitales. No todos somos iguales. Cuando unos caen otros se levantan, y aunque pueda parecer un contrasentido, esto forma parte del crecimiento humano y de nuestro propósito vital. Hay vida en la desnudez invernal de la morera, aunque sea latente, en su fragilidad. Y hay vida en las acacias que se desprenden de sus flores, alfombrando el suelo de color. Mientras la morera crece en primavera, las acacias sueltan sus hojas. Cuando la morera reposa, las acacias crecen más hacia arriba, como si quisieran tocar el cielo con sus ramas. Toda realidad es bella. Sea cual sea, siempre nos está aleccionando y cada día nos dice algo nuevo si somos capaces de parar y escuchar.

La morera y las acacias están creando una bóveda natural sobre el patio. Sólo faltan unos pocos metros para que sus ramas se toquen y puedan cubrir todo el espacio con su sombra refrescante. Es algo mágico: brazos que se abren para acoger, con dulzura protectora, creando un hábitat donde las personas podemos encontrarnos, convivir y fortalecer nuestros vínculos con los demás.

domingo, 4 de junio de 2017

¿Espejismos o sueños?

Una vida con sentido


El ser humano alberga, en lo más profundo de su corazón, metas muy altas. No concibe su vida sin un sueño, una meta, algo que le haga sentirse vivo. Todo lo que hace gira entorno a aquello que constituye la esencia de su vida. Ha nacido para dar un sentido pleno a su existencia.

Este deseo le sobrepasa. En su lucha incesante por culminar su propósito llega a hacer lo imposible para alcanzarlo. La busca de nuevos horizontes forma parte de su identidad más genuina y no cejará hasta llegar a la cumbre de su vida. La creatividad se le dispara, los sueños son posibles, la esperanza no se apaga, sus fuerzas son inquebrantables. Su ilusión no se agota. Su deseo es saber, aprender, hacer; forma parte de esas ansias de infinitud. Ante la inmensidad del ser se desliza como un surfista bailando con las aguas del océano. La tenacidad lo lleva más allá: sentirse casi como un dios le ayuda a trascender sus propios límites. Tocar con los dedos la cima le hace libre y protagonista de su propia historia. Se siente plenamente realizado.

A todos aquellos que lo logran, ¡felicidades! Porque habéis ido más allá de vuestras capacidades y habéis sabido gestionar vuestro potencial. Nunca os habéis rendido ante ningún obstáculo, sabiendo que, aunque pueda producir desgaste, la lucha forma parte de las etapas de crecimiento hasta alcanzar la meta.

Sueños ajenos


Si llegar a la cumbre es una auténtica osadía, es una osadía aún mayor tener la humildad de retirarse cuando esa meta, por muy bella que parezca, se hace inalcanzable. Se requiere la misma gallardía para saber ganar que para saber perder. Estamos en una sociedad que nos ofrece grandes sueños, grandes objetivos, metas impresionantes. Y tenemos que plantearnos si realmente estas son nuestras metas o responden a una cuidada estrategia de marketing. Los vendedores de sueños abundan, y debemos preguntarnos si las grandes panaceas de la vida que nos quieren vender son realmente lo que tenemos que hacer y por lo que tenemos que luchar.

A diario hablo con muchas personas y me doy cuenta de que, en realidad, lo que persiguen no son sus sueños, sino los sueños de otras personas, grupos o empresas que les prometen la libertad. Lo hacen de tal modo que, vendiéndoles sueños las esclavizan y quedan como abducidas, poseídas y fagotizadas. Esos sueños las apartan de la realidad, pero ellas siguen fieles y pelean como jabatas por una causa ajena que hacen suya. Los sueños ajenos son adictivos y absorben la mente y la voluntad, hasta tal punto que las víctimas de esta atracción caen en un lento suicidio psicológico. Les falta tiempo, recursos, paz y descanso. Sus relaciones se ven condicionadas, dejan de ser sinceras y se vuelven interesadas. Se alimentan de las palabras talismán y las frases que las mantienen en su empeño: tú puedes, todo está en ti, el universo está de tu parte, eres como Dios, todo lo puedes alcanzar. El sobreestímulo emocional y psicológico, a través de toda clase de medios y mensajes, las envuelve como un gas tóxico y aletargante, con el fin de elevar su autoestima y provocar una euforia artificial.

Pero el precio de esta seducción, de esta venta de sueños, es muy alto. La persona arrastrada por sueños ajenos se violenta cuando alguien la hace reflexionar sobre su situación o la invita a cuestionarse estos sueños y su adicción psicológica. Se resiste a ver las cosas desde otra perspectiva. Como actúa en función de su visión subjetiva, los choques con la vida real son cada vez más frecuentes.

Hay una especie de talibanismo en el mundo comercial y mediático, también en algunos movimientos políticos y espirituales. Se trata de un fanatismo que disfraza la esclavitud empleando un lenguaje seudo-religioso e incluso haciendo referencia a textos bíblicos con el objetivo de lograr una mayor penetración psicológica. Grandes gurús utilizan un lenguaje místico para reforzar sus objetivos y seguir vendiendo sueños a costa de una riada de víctimas que no sólo no consiguen sus metas, sino que caen en las redes de una estrategia comercial tan bien montada que son incapaces de reflexionar, poner distancia y salir de la trampa.

El sueño las hace sentirse grandes y heroicas, la realidad es que son vidas desesperadas, perdidas en un laberinto de palabras bellas, pero huecas y vacías de sentido. Por eso hemos de distinguir entre espejismo y sueño real.

Cómo discernir


Se necesita clarividencia para distinguir entre lo real y la fabulación; se necesita fuerza para conseguir una meta real y alcanzable, pero también para saber cambiar y redescubrir una nueva meta.
Apuntaría varios aspectos para discernir si lo que estamos haciendo es lo correcto para nuestra vida.
Primero, ¿estoy totalmente convencido? ¿Lo he pensado bien? ¿He sopesado con calma y tiempo suficiente lo bueno y lo malo de esta opción?

En segundo lugar, ¿siento paz? No sólo alegría, que ya está bien pero que puede ser una emoción pasajera o la euforia de un momento. ¿Me siento sereno por dentro?

Mis relaciones, ¿se ven afectadas por lo que he decidido? ¿De qué manera? ¿Me acerca  a los demás o me aparta de ellos? ¿Me pide mucho tiempo, de modo que sólo vivo para esto? ¿No sé hablar de otra cosa que lo que estoy haciendo? ¿Repito una tras otra vez el mismo discurso, hasta agotar a los que me rodean? ¿Me molesto cuando los demás me critican y cuestionan mi manera de hacer? ¿Rompo alguna relación por este motivo? ¿Alejo de mí a los que no están “conmigo” o quiero convencerlos con mi discurso insistente?

Mi vida privada más allá del trabajo y del sueño, ¿cómo está? ¿Cómo vivo fuera del sueño? ¿Cuál es mi realidad personal, familiar, con mis amigos? ¿Cuánto tiempo estoy dedicando a trabajar por este sueño?

¿Me encallo en los objetivos que deseo alcanzar? ¿Soy capaz de poner distancia, sólo por unos instantes, y mirarme ante el espejo sin miedo?

¿Soy capaz de hacerme la gran pregunta que produce vértigo? ¿Es realmente esto lo que tengo que hacer?

Nos da pánico ahondar y detenernos ante nuestra mirada en el espejo. Sí, nos da un miedo terrible mirarnos al alma y preguntarnos: ¿es un sueño o es una fabulación? ¿Es mi sueño o es el sueño de otros, que han inoculado en mi corazón? ¿Es algo real o estoy viviendo una fantasía?

El coraje de cambiar


¡Cuánta soledad maquillada con sueños de colores! Si antes felicitaba a quienes consiguen lo que se proponen, también felicito a los que tienen el coraje, las agallas y la honestidad de salir de un camino que les promete un paraíso ficticio, de renunciar al brillo falso de un sueño que no es su sueño, sino un espejismo que los aparta de la realidad, de los demás y de sí mismos.

La adicción a los falsos sueños está muy extendida y refleja la desesperación y el vacío de muchas personas que se aferran a estas quimeras. La visión irreal se convierte en meta y da sentido a sus vidas, pero están corriendo sobre un terreno deslizante, hacia el abismo.

Se necesita humildad y coraje. Humildad para dejarse ayudar. Coraje para atreverse a cambiar de rumbo. Y para ello es necesario algo que nuestra sociedad y los vendedores de sueño no nos quieren permitir: tiempo y silencio.

El frenesí activista ahoga el pensamiento y mata el silencio. Quien nunca para no puede pensar. Y quien no puede pensar no es libre para discernir y decidir. Por eso la sociedad nos invade con mil ofertas que nos distraen y los vendedores de humo nos empujan a no parar jamás: hay que hacer, hacer, y hacer.

Buscar tiempo para hacer silencio, parar, reflexionar, sincerarse con uno mismo, es necesario. En el silencio encontraremos claridad, paz y humildad. Porque, de la misma manera que hay vendedores de sueños que te arrastran hacia el abismo, también hay manos amigas que quieren rescatarte o, al menos, sostenerte para que vuelvas a ser tú mismo y recuperes el camino hacia la realidad, hacia la vida, hacia ti.