Ver la luz del día
Tras varios días postrado en la cama del hospital, entre
tubos y sueros, por fin puedo incorporarme. Empiezo a ingerir alimentos sólidos
y recupero lentamente el movimiento.
Durante tres días he permanecido encamado, apenas sin poder
moverme ni ver la luz del sol. En el box de urgencias, donde la luz artificial
no distinguía el día de la noche y el sueño se veía interrumpido por el ir y
venir constante de médicos y enfermeros, descansar era una tarea imposible.
Me han sometido a múltiples pruebas y analíticas en busca
del origen del cólico que me trajo hasta aquí, sin resultados concluyentes. Sin
embargo, he comenzado a mejorar. Mis constantes vitales son buenas, el dolor ha
remitido, y cada día me siento un poco más fuerte.
La noche del tercer día me trasladan a planta, y todo
cambia.
Salir del encierro de las cuatro paredes del box es un
alivio indescriptible. Incluso mi ánimo da un vuelco. Me instalan en una
habitación de la nueva ala recién construida, con luz natural y vistas al mar.
Anhelaba profundamente volver a contemplar la claridad del sol derramándose
generosamente sobre calles y edificios.
Cada mañana, al amanecer, me gusta caminar hasta el mar para
ver salir el sol. Ahora, en el hospital, me desplazo hasta una sala con un
amplio ventanal desde donde puedo contemplar ese espectáculo que tanto me
nutre.
Mis ojos se pierden en el cielo, que va dejando atrás la
oscuridad de la noche para vestirse de aurora. Las siluetas de las palmeras se
recortan sobre el mar en calma, teñido de un azul pálido. El silencio me
envuelve; ningún paciente se ha levantado todavía.
A medida que la luz crece, el suave celeste se transforma en
rosa, iluminándose con mil matices. Un pintor disfrutaría retratando esta
sinfonía cromática con sus acuarelas; un fotógrafo querría eternizarla en su
cámara. Este carrusel de colores es un canto grandioso al Creador, el mejor
preludio para un nuevo día. Un gozo para los sentidos… y para el alma.
Son las ocho de la mañana, aunque con el reciente cambio de
hora, apenas han dado las siete solares. Embelesado ante tanta belleza, puedo
pasar una hora entera contemplando el mar.
Cuando el sol asoma sobre el horizonte, todo estalla: sus
rayos disipan la oscuridad, y también mi alma se llena de claridad. Doy gracias
a Dios por este regalo luminoso.
Es una experiencia estética y espiritual que me colma y me
renueva. Aunque siga en el hospital, me siento vivo, con el deseo intacto de
seguir descubriendo maravillas.
Belleza terapéutica
En un escrito anterior afirmaba que una dieta casera y
esmerada favorecía buenos niveles de azúcar y tensión arterial. Hoy añado que
esta vivencia matinal también es terapéutica. Cuando mejora el ánimo, mejora
todo el ser. Desde que llegué a esta habitación, mis constantes vitales han
mejorado tanto que han decidido darme el alta… sin haber hallado aún el origen
de mis cólicos.
Contemplar, respirar con conciencia, y sentirme unido a
Alguien que me trasciende ha sido decisivo en este tiempo de fragilidad y
dolor. Todo lo vivido ha contribuido a armonizar mi estado físico, anímico y
espiritual.
Somos un todo: con los demás, con la naturaleza y con Dios,
la fuente que da sentido a nuestro caminar.
Así como contemplar la belleza de un nuevo día nos sostiene,
también lo hace el recogimiento al atardecer. Si por la mañana la luz vence a
la oscuridad, al anochecer su declinar deja un poso de serenidad. El cielo, al
volverse malva, invita a recogerse. La intensa claridad da paso a una luz tenue
y envolvente. Cuando cae la noche, me invade una paz profunda: el día termina y
me dispongo a saborear la tregua del descanso.
Necesitamos aprender que nuestro ritmo vital está
íntimamente ligado al ritmo de la naturaleza. El anochecer nos ofrece otra
tonalidad, otra mirada: invita al silencio, a la oración, al abandono. El
cuerpo y el tiempo nos ponen límites, como lo hacen las estaciones. Comprender
este ritmo es también comprendernos a nosotros mismos. Solo si habitamos cada
momento con plena presencia, aprendemos a estar realmente, ante nosotros y ante
los demás.
La grandeza del ser humano
Aprender a detenerse y seguir el compás de la vida es parte
del crecimiento humano. Somos parte de la naturaleza, y nuestra ecología humana
se cultiva con el cuidado que todos necesitamos.
Todos aspiramos a estar sanos y a vivir con plenitud y
sentido. Pero todo comienza con la salud integral: no solo la del cuerpo, sino
también la de nuestras emociones, sentimientos y relaciones. Debemos cuidar lo
que sentimos, lo que hacemos, lo que comemos, lo que vivimos. También hemos de
atender nuestra psique, nuestra vida social y, sobre todo, nuestra dimensión
espiritual. Así, todo nuestro ser se regenera y florece, aunando salud, belleza
y armonía.
Si la contemplación de un amanecer o un crepúsculo nos
sobrecoge ante la inmensidad del cosmos, cuánto más debería asombrarnos la
criatura humana, capaz de amar, de sentir, de entregarse… incluso de morir por
amor. La belleza suprema es tomar conciencia de la riqueza que llevamos dentro.
El ser humano, cumbre de todo lo querido y soñado por Dios,
puede imitar a su Creador. Si el universo estalla en belleza, un solo ser
humano encierra un misterio aún mayor. Porque, además de vivir y actuar, somos
semejantes a la fuerza divina que nos creó. En lo profundo de nuestro castillo
interior descubrimos la grandeza y el sentido de nuestra vida.
Tener plena consciencia de lo que nos distingue del reino
mineral, vegetal y animal debería llenarnos de asombro: somos imagen de Dios,
llamados a una experiencia sublime con Aquel que es nuestro origen.
Ahí radica la verdadera salud, con mayúsculas. No solo en
estar bien, sino en ser, y ser para los demás. La vida enferma
cuando pierde su sentido. Cuando falta el propósito, el sistema inmunológico se
desploma. Y no solo enferma el cuerpo, también el alma.
Cuidar es amar, y amar es ser libre. Y solo quien es libre
puede gozar de una vida plena.