domingo, 30 de mayo de 2021

Un abrazo bajo las acacias


Es domingo. El cielo es gris y el ambiente fresco, pese a estar en mayo, mes en que suele lucir el sol. Estamos acabando una primavera casi bipolar: con tiempo inestable, alternando nubes y sol con fuertes rachas de viento y algunos días casi fríos.

Pienso en tantos indigentes que viven en las periferias de su existencia, solos y descartados, aquejados de una fuerte inestabilidad emocional, tan variable como el clima. Aún y así, sobreviven en medio de la incerteza, porque la vida, aunque con carencias, se abre camino como sea. El impulso vital es tan fuerte que reclama el derecho a vivir con dignidad.

En otra reflexión, recordaba a un indigente llamado Constantin, que tras los barrotes de la puerta metálica reclamaba a gritos acogida y atención. Él y yo, frente a frente, él con expresión angustiada. Lo titulé «El emperador caído», porque después de nuestro encuentro, él se dejó caer en el suelo y yació mucho tiempo allí, hasta que la noche lo engulló en sus profundidades y se durmió, en soledad. El sueño siempre es una dulce anestesia para tanto sufrimiento acumulado, pero la humedad y la inseguridad de la calle le harían despertar de nuevo, al amanecer quizás, para volver a la cruda realidad de su vida. Soledad, marginación, hambre.

Hoy ha vuelto, y lo he visto sobrio, relajado y bien vestido, con una mirada serena y limpia. ¿Qué ha ocurrido? Recio y fuerte, con tono muy amable, se me acerca y me dice: Tengo hambre, con voz casi susurrante, mostrándome sus manos, anchas y fuertes, donde veo algunas monedas de céntimos. Esta vez no hay gritos ni desesperación. Lo veo en calma y espera con humildad que pueda darle alguna ayuda para saciar su estómago vacío. Se la doy.

De golpe, de manera espontánea, el corpulento Constantin abre sus largas extremidades y me abraza durante unos segundos interminables. Con toda su fuerza, como agradeciendo mi apoyo. Si para él es una forma de gratitud, para mí ayudarle es un deber moral. Yo quizás no necesito su abrazo en ese momento, pero él sí necesita el alimento de una respuesta cálida y acogedora. También tiene hambre de dulzura.

La pobreza es cosa de todos

Siempre he tenido una fuerte sensibilidad hacia los más vulnerables, que reclaman su derecho a vivir, interpelando a nuestra generosidad. Nunca me ha gustado juzgar a ningún indigente. Desconocemos su historia, la realidad que los ha llevado a esa situación, quizás sin quererlo. No tenemos derecho a emitir ningún juicio sin saber el motivo de por qué se encuentran viviendo así esos momentos de su vida. cuando alguien pasa por estas terribles circunstancias y te pide ayuda, no es un número, ni un dato estadístico. Tampoco sirve pensar que ya hay instituciones que se ocupan de personas como él. Siendo verdad esto, hay que reconocer que no siempre se llegan a cubrir todas las necesidades de estos grupos excluidos socialmente. No hemos de caer en la trampa de la desidia y pensar que esto sólo se arregla con organizaciones sociales o con una intervención del gobierno. El drama de la pobreza es una cuestión que nos toca a todos, a las familias, a las instituciones educativas y a cada uno de nosotros, como persona.

Hay días y franjas horarias en que los albergues no pueden llegar a acoger a todos. Es aquí cuando un corazón generoso puede atender, acoger y responder a la demanda de alguien que no tiene nada, ni siquiera cuatro paredes para su intimidad y su descanso.

No podemos mirar hacia otro lado. Su indigencia no les quita el vestido de su dignidad humana, pese a que socialmente se vean solos y sin nada, ni siquiera el calor de unas manos que les abracen. Hay una desnudez que va más allá de la ropa: es la terrible desnudez de estar siempre en la intemperie, recibiendo el azote de la indiferencia. Siempre hay que ayudar a los demás, siempre que podamos y tengamos la posibilidad.

El abrazo de Constantin, bajo las acacias del patio parroquial, ha sido para mí una gran lección. Ellos, los pobres, me enseñan que no sólo hay que dar lo que tienes, sino lo que eres. Aprender a dar algo de nosotros va más allá de lo material. Lo mejor que podemos hacer con un indigente es conseguir que, poco a poco, vaya recuperando su dignidad y su confianza. Esto sólo se puede hacer abrazando a la persona y la historia que hay detrás de su indigencia.

domingo, 23 de mayo de 2021

Vivir de la mentira


La mentira, cada vez más, forma parte de nuestra realidad cotidiana. En un mundo tan convulso, donde se constatan intereses ocultos e inconfesables, la mentira se utiliza indiscriminadamente como arma para tergiversar la verdad.

Lo peor es que socialmente está cada vez más aceptada y asumida, se da como algo normal e incluso se justifica para sobrevivir, dejando a un lado toda referencia ética y sin que importen las consecuencias nocivas que pueda provocar.

La lucha por tener recursos, controlar y crecer, social y económicamente, no da derecho a nadie para escalar posiciones sin tener en cuenta la honestidad y la verdad. No todo vale: hay unas líneas rojas que no se pueden pisar. Cuando la persona actúa ignorando estos límites, utiliza la mentira como herramienta para conseguir lo que quiere. Está contribuyendo a una sociedad cada vez más enferma y donde, al final, lo único que vale es triunfar y conseguir lo que quieras. Lo grave es que el recurso de la mentira forma parte de muchas relaciones humanas cuando no hay transparencia en la comunicación. Hay mentiras en las familias, entre amigos, en el ámbito laboral, en los medios de comunicación, en la vida social y política. Mentir es parte de la estrategia de la casta política para conseguir sus fines, poder y dinero. También en las instituciones y en las empresas se dan acaloradas luchas internas para no perder influencia ni poder.

Estamos en una sociedad donde mentir es casi como respirar. Es terrible vivir así, pues, cuando unos se mienten a otros, nace la desconfianza y se rompen las relaciones. Pero muchas personas prefieren vivir ocultando la verdad ante el pavor de revelar su propia identidad. Otras quieren medrar como sea, obsesionadas por una voraz bulimia consumista. Su avaricia llega a ser tan incontrolada que arrasan con todo a su paso, diezmando los valores de una cultura como la nuestra, donde la verdad, la bondad y la belleza han sido los ejes de nuestro crecimiento moral y social.

Estamos ante un declive de los valores esenciales que han permeado nuestra cultura occidental cristiana. Si seguimos así, huérfanos de estos grandes valores, la sociedad se irá desintegrando y perderá sus referencias básicas. Acabaremos perdiendo nuestra identidad como personas.

¿Por qué se miente?

Me pregunto, desde un punto de vista psicológico y moral: ¿qué explicación tiene este deterioro tan importante? ¿Por qué se pierde el amor a la verdad? La verdad ha dejado de ser un valor fundamental que forma parte de nuestra realidad intrínseca. El hombre no se entiende sin ese vínculo con la verdad. De no ser así, se irá destruyendo lentamente hasta perderse en el absurdo.

El amor a la verdad sostiene nuestro entramado social. Sin la verdad, vamos a la deriva y estamos perdidos. Basta detenerse en la lectura de la prensa, en los medios de comunicación, las redes sociales, las series televisivas, las películas… Repaso las noticias del mundo y me doy cuenta en la base de los conflictos está la mentira. Como el peor de los misiles, destruye la verdad con ráfagas permanentes. No hacen lo que dicen. Ocultan la realidad con medias verdades o con mentiras descaradas. Hacen correr bulos para desviar la atención y tapar la luz de la verdad. La mentira anestesia y la verdad despierta. Pero, evidentemente, es más exigente y nos coloca ante las cuestiones más fundamentales: la autenticidad de nuestra vida y de nuestros valores.

Me pregunto reiteradamente: ¿por qué se miente? ¿Por qué se distorsiona la realidad? Detrás de una mentira puede haber miedo, pánico a no ser capaz de conseguir lo que uno desea por sus propios medios, sin hacer trampa. Puede haber falta de valentía, inseguridad y poca fe en las capacidades propias. También puede haber una falta de honradez, un desear tomar atajos, conseguir resultados rápidos, saltándose los pasos necesarios.

Pero, aparte del miedo o la avidez de ganancias rápidas, ¿dónde está la raíz más profunda de la mentira? ¿Qué mecanismo se esconde detrás? ¿Por qué la verdad asusta?

Hemos normalizado la mentira incorporándola a la vida cotidiana, casi sin darnos cuenta. ¿De qué tenemos miedo? Nos da miedo, quizás, ser nosotros mismos, con nuestras imperfecciones o nuestro pasado, que no nos gusta, y queremos ocultar lo que somos porque creemos que no les agradará a los demás y tememos el rechazo. Hemos crecido viendo mentir a la sociedad, incluso quizás en nuestros hogares. Por un exagerado afán de protección, se tapa la realidad que no gusta. Hay quienes quizás tienen una tendencia compulsiva a mentir, que ya no dominan.

En esta carrera imparable donde competir no tiene límites éticos, y donde todo vale para llegar a la meta, utilizando cualquier artimaña para desbancar al otro, la mentira es un instrumento de poder. Quienes la utilizan no reparan en las consecuencias. La mentira es el gran autoengaño, que aleja de la propia dignidad y provoca daños irreparables en los demás. Cuando la frontera entre la irrealidad y la verdad, entre la bondad y la maldad, entre el amor y el odio, se diluye, desaparece la confianza.

La mentira va autodestruyendo a la persona, vaciándola de toda referencia moral. Decir lo que no se piensa y ser lo que no se es significa vivir constantemente fuera de uno mismo, porque se está renunciando a la propia identidad. La verdad forma parte de nuestro yo más profundo. Vivir en un montaje ficticio acaba rompiendo nuestra esencia.

Antídotos para luchar contra la mentira

Renuncia a ser lo que no eres.

No quieras ser más que los demás.

Acepta a los otros como son.

Acepta tu propia realidad.

Aprende a dar valor a lo que eres.

Renuncia a la competitividad social e intelectual.

Pero aléjate de la mediocridad y abraza la verdad como un valor absoluto.

Te darás cuenta de que todo lo que no sea verdad es pirotecnia mental y psicológica.

Alégrate de los talentos de los demás, y no sólo eso, sino poténcialos.

Conócete en profundidad, cada vez un poco más, para sacar lo mejor de ti.

Todos tenemos algo bueno que compartir: desde la cooperación y no desde el combate.

Asume los errores e incorpóralos como parte de tu crecimiento.

Mantén tu integridad como persona, sin sofisticación.

Vive de manera humilde, serena y gozosa.

Aquí está la clave: sólo podrás construir una vida sólida cuando ames y te entregues a los demás. Esta es la verdad fundamental que nos sostiene.

domingo, 16 de mayo de 2021

Liberar el alma


Tener la oportunidad de hablar y escuchar a tantas personas me permite conocer en profundidad al ser humano y conectar con aquellos que expresan su sentir más hondo, tanto cuando se sienten invencibles y han sido capaces de superar enormes dificultades como cuando perciben la derrota de una lucha que los ha llevado al límite de sus fuerzas. Hablando con los demás he llegado a tocar la fragilidad, la inseguridad, el miedo, el sentir que se va a la deriva.

En ese momento soy testigo de la vulnerabilidad que fragmenta todo el ser; es una experiencia que sobrecoge y hace surgir un torrente de preguntas en mi mente.

¿Qué es lo que lleva a tantas personas a situaciones límite? ¿Por qué unas las superan, saliendo airosas de ese combate? ¿Por qué otras viven rendidas ante la realidad, arrastrándose en la desesperación y la agonía, con su capacidad de razonar anulada? ¿Por qué unos pueden y otros no? ¿Qué explicación hay en esas brechas?

¿Por qué unos sí y otros no?

Hay quienes perciben las experiencias como un gran aprendizaje, incorporando a su vida nuevos retos y venciendo la inercia, el miedo y la desorientación. Pero hay quienes, quizás por el resentimiento acumulado que les impide discernir con lucidez, quedan atrapados en su burbuja interior. No hay manera de que levanten cabeza, y su debilidad creciente los lleva a una peligrosa autocontemplación. Evitan hacer frente al gran deseo, a sus cuestiones existenciales más hondas.

Da vértigo enfrentarse con uno mismo. Podemos tener una capacidad para definir con agudeza lo que les pasa a los demás, convirtiéndonos en cirujanos del comportamiento ajeno. Pero somos incapaces de saber qué ocurre dentro de nosotros. Racionalizamos e investigamos sobre el cosmos y la inmensidad del universo, y no somos capaces de profundizar en el microcosmos de nuestro corazón.

Huimos por miedo de esas tormentas que arrecian en nuestro interior, pero acabamos naufragando en un mar de contradicciones, hasta perder el rumbo y dar vueltas por un laberinto, sin saber cómo salir.

¿De qué depende deslizarse como un surfista sobre la ola o ser tragado por ella?

Conocemos los entresijos de nuestra realidad, de los demás, del mundo. Todos venimos preparados para ganar batallas. Quizás el problema no sean las armas con las que podemos luchar, sino la ignorancia y la falta de propósito.

Conocerse

¿Sé quién soy? ¿Conozco el potencial que hay en mí? ¿He medido mi fuerza para saber si puedo mantener un equilibrio entre las fuerzas de adentro y las de afuera? ¿Y si el problema es que todavía no he descubierto el gran arsenal que poseo dentro, ese coraje desconocido que me ayudará a sortear las flechas enemigas y las propias?

Afírmate con toda rotundidad. Trabaja la voluntad, el entendimiento, el conocimiento. Aprende hasta dónde puedes flexionar tu arco para dar a diana en aquellas cuestiones que te inquietan. Apunta al núcleo de tu existencia.

A la hora de lanzar, es importante tener un buen arco y una buena flecha, pero más aún lo es la precisión, y más aún tener un buen blanco. Tener un propósito vital ayuda a sacar fuerzas y puntería para conseguir aquello que más anhela nuestro corazón. Saber quién eres, qué quieres, y tener en cuenta lo que necesitas te ayudará a conseguir la meta.

Pero cuando yo no sé quién soy, ni lo que quiero, y carezco de las herramientas para llevarlo a cabo, entraré en una fase de victimismo. Tendré motivos para quejarme de todo o de todos. Encontraré excusas de todo tipo para caer en la trampa de ser lo que no soy y terminar haciendo lo que no me gusta, distanciándome de mi propósito vital.

Y cuidado, porque muchas personas se esconden detrás de aquello que socialmente les sale rentable, porque con esto quedan bien y guardan a salvo su imagen. Temen revelarse tal como son y no soportan sentirse frágiles ante los demás, descubriendo su auténtico rostro y enfrentándose a su indigencia existencial.

Pero todos hemos de llegar a tocar fondo: cuando se es consciente de llegar al núcleo de la vida, es cuando hay que tener las agallas y la valentía suficiente para reiniciarse y renunciar al viejo paradigma de los miedos, las excusas, las justificaciones y los resentimientos. Hay que librarse del peso del pasado, de las mentiras y de echar culpas a otros por nuestra situación.

Creo que todos tenemos la capacidad innata de autoregenerarnos. Sólo se trata de querer, pedir ayuda y convencerse de que podemos salir adelante, siendo señores de nuestra vida y de nuestra historia.

Una vez llegamos aquí, no podemos imaginar el enorme potencial de bondad creativa que hay en el corazón humano. ¡Nos sorprenderemos a nosotros mismos! Entonces descubriremos que darse a los demás da sentido pleno a la vida y nos acerca a aquello que todos queremos y necesitamos: ser felices y contagiar felicidad.

Salir de este sendero es perder la brújula interior que todos llevamos dentro y que apunta hacia nuestra plenitud humana. Estar instalado en el pasado, quejándose del presente y temiendo el futuro es la aniquilación de la realidad. Hay que despertar de este letargo del pasado que se come el presente y el futuro. Valentía para ser, dar y amar: esta es la auténtica clave.