Es domingo. El cielo es gris y el ambiente fresco, pese a estar en mayo, mes en que suele lucir el sol. Estamos acabando una primavera casi bipolar: con tiempo inestable, alternando nubes y sol con fuertes rachas de viento y algunos días casi fríos.
Pienso en tantos indigentes que viven en las periferias de
su existencia, solos y descartados, aquejados de una fuerte inestabilidad
emocional, tan variable como el clima. Aún y así, sobreviven en medio de la
incerteza, porque la vida, aunque con carencias, se abre camino como sea. El
impulso vital es tan fuerte que reclama el derecho a vivir con dignidad.
En otra reflexión, recordaba a un indigente llamado
Constantin, que tras los barrotes de la puerta metálica reclamaba a gritos
acogida y atención. Él y yo, frente a frente, él con expresión angustiada. Lo
titulé «El emperador caído», porque después de nuestro encuentro, él se dejó
caer en el suelo y yació mucho tiempo allí, hasta que la noche lo engulló en
sus profundidades y se durmió, en soledad. El sueño siempre es una dulce anestesia
para tanto sufrimiento acumulado, pero la humedad y la inseguridad de la calle
le harían despertar de nuevo, al amanecer quizás, para volver a la cruda
realidad de su vida. Soledad, marginación, hambre.
Hoy ha vuelto, y lo he visto sobrio, relajado y bien
vestido, con una mirada serena y limpia. ¿Qué ha ocurrido? Recio y fuerte, con
tono muy amable, se me acerca y me dice: Tengo hambre, con voz casi susurrante,
mostrándome sus manos, anchas y fuertes, donde veo algunas monedas de céntimos.
Esta vez no hay gritos ni desesperación. Lo veo en calma y espera con humildad
que pueda darle alguna ayuda para saciar su estómago vacío. Se la doy.
De golpe, de manera espontánea, el corpulento Constantin
abre sus largas extremidades y me abraza durante unos segundos interminables.
Con toda su fuerza, como agradeciendo mi apoyo. Si para él es una forma de
gratitud, para mí ayudarle es un deber moral. Yo quizás no necesito su abrazo
en ese momento, pero él sí necesita el alimento de una respuesta cálida y
acogedora. También tiene hambre de dulzura.
La pobreza es cosa de todos
Siempre he tenido una fuerte sensibilidad hacia los más
vulnerables, que reclaman su derecho a vivir, interpelando a nuestra
generosidad. Nunca me ha gustado juzgar a ningún indigente. Desconocemos su
historia, la realidad que los ha llevado a esa situación, quizás sin quererlo.
No tenemos derecho a emitir ningún juicio sin saber el motivo de por qué se encuentran viviendo así esos momentos de su vida. cuando alguien
pasa por estas terribles circunstancias y te pide ayuda, no es un número, ni un
dato estadístico. Tampoco sirve pensar que ya hay instituciones que se ocupan
de personas como él. Siendo verdad esto, hay que reconocer que no siempre se
llegan a cubrir todas las necesidades de estos grupos excluidos socialmente. No
hemos de caer en la trampa de la desidia y pensar que esto sólo se arregla con
organizaciones sociales o con una intervención del gobierno. El drama de la
pobreza es una cuestión que nos toca a todos, a las familias, a las
instituciones educativas y a cada uno de nosotros, como persona.
Hay días y franjas horarias en que los albergues no pueden
llegar a acoger a todos. Es aquí cuando un corazón generoso puede atender,
acoger y responder a la demanda de alguien que no tiene nada, ni siquiera
cuatro paredes para su intimidad y su descanso.
No podemos mirar hacia otro lado. Su indigencia no les quita
el vestido de su dignidad humana, pese a que socialmente se vean solos y sin
nada, ni siquiera el calor de unas manos que les abracen. Hay una desnudez que
va más allá de la ropa: es la terrible desnudez de estar siempre en la
intemperie, recibiendo el azote de la indiferencia. Siempre hay que ayudar a
los demás, siempre que podamos y tengamos la posibilidad.
El abrazo de Constantin, bajo las acacias del patio parroquial,
ha sido para mí una gran lección. Ellos, los pobres, me enseñan que no sólo hay
que dar lo que tienes, sino lo que eres. Aprender a dar algo de nosotros va más
allá de lo material. Lo mejor que podemos hacer con un indigente es conseguir
que, poco a poco, vaya recuperando su dignidad y su confianza. Esto sólo se
puede hacer abrazando a la persona y la historia que hay detrás de su
indigencia.