domingo, 31 de mayo de 2015

Vértigo a crecer

Muchas veces me pregunto ¿por qué hay tanta gente paralizada y sin rumbo? ¿Qué les pasa? ¿Acaso tienen pánico al futuro?

Cuántas gentes sin horizontes deambulan sin meta, sin norte, llenando su tiempo de cosas que las alejan de sí mismas y las distraen de los desafíos propios del mismo hecho de existir.

Nos da vértigo pensar que vamos en dirección contraria porque no queremos enfrentarnos a nosotros mismos. Buscamos, nos llenamos de actividades y de cosas, de trabajos y ocupaciones porque nos aterra mirarnos al espejo y descubrir que nuestros ojos ya no brillan y nuestro rostro revela desconcierto.

¿Qué hay en el fondo? ¿Y si es un temor a crecer, a entregarnos, a madurar y trascender? Quizás lo que vemos no nos gusta, y buscamos mil excusas: patrones de conducta, familiares estrictos, una educación rígida… ¿Y si descubrimos que detrás de tantas quejas lo único que hay es un deseo de buscar culpables de lo que somos y hacemos? Culpamos a los padres, a la sociedad, a la cultura imperante, a la rigidez moral, a la religión o a una experiencia personal traumática. Lo cierto es que vamos echando balones fuera de campo porque no queremos asumir que los dueños de nuestra vida somos nosotros y que nos toca llevar las riendas de nuestra existencia. 

No somos víctimas


¡Cuántas gentes tetrapléjicas de corazón! Han preferido ir de víctimas por la vida, dando lástima, buscando falsas complicidades. Cuántas gentes rehúyen enfrentarse a su propio abismo porque les da miedo saltar y prefieren la autocomplacencia que les permite sobrevivir. El horizonte que tienen delante se desvanece porque, en el fondo, les cuesta conquistar su libertad.

Errantes, buscan excusas en un pasado oscuro, incluso en los ancestros, cuando todo es mucho más sencillo. No digo que el pasado no haya contribuido a que seamos lo que somos, pero el pasado no nos quita lo esencial, lo genuino del ser: nuestra libertad, nuestra voluntad y nuestra capacidad de reflexionar y tomar decisiones.

Ningún pasado y ninguna circunstancia, por más compleja que sea, nos quitará un ápice de nuestra libertad. No podemos caer en un culto al victimismo. Basta ya de culpar y de dejar que nuestras riendas las lleven otros. No hagamos dejación de nuestra responsabilidad hacia nosotros mismos.

Riadas de personas prefieren meterse en su burbujita porque la vida afuera, en la intemperie, es dura. Duele reconocer que dentro de la cápsula de la autocomplacencia están viviendo una realidad virtual, fruto de la falta de coraje. Así, van creando su mundo paralelo y artificial, encajándolo en sus propios miedos, y prefieren fabular, dando rienda suelta a la imaginación. En los niños esto es normal dentro de su proceso evolutivo psicológico y emocional, pero en un adulto este mundo ficticio puede aislarlo de la realidad. Cuando se tope con ella, el golpe será traumático.

Llamados a ser libres


La vida real nos pide estar despiertos y afrontar el día a día sin aditivos psicológicos ni emocionales. Solo cuando seamos capaces de mirar fuera de nosotros mismos y emprender con valentía un cambio, sin hipotecas ni condiciones, podremos empezar a madurar. Y esto es algo innato en la persona, aunque le cueste asumir riesgos y dificultades. Creo que lo inherente a la naturaleza humana no es la ambivalencia, sino la claridad. Todos anhelamos tener un proyecto, un propósito en la vida. Es entonces cuando el vértigo se convierte en lucha y en pasión, el abismo se transforma en luz, la duda en atrevimiento y coraje, la tiniebla en confianza, fuerza, ilusión.

Cuando salimos de la burbuja nos damos cuenta de que podemos volar. Ascenderemos a la cima de nuestra libertad y recuperaremos la esencia de nuestro ser, que es evolucionar hacia la trascendencia. Nuestros pies correrán más ligeros que nunca, nuestro corazón y nuestra mente irán de la mano.

Crecer es la dinámica del ser humano, llamado a vivir la vocación del amor. La libertad tiene una meta: servir a los demás. Quien encuentra esto no necesitará huir, porque irá descubriendo que el servicio es lo que completa al hombre, lo que le hace ser persona. El precio del crecimiento es la entrega, y esta es el mejor antídoto para conjurar el miedo. Si queremos desplegar todo nuestro potencial humano nos atreveremos a vivir la existencia con gozo, una aventura que nos dará alas para volar alto. 

domingo, 3 de mayo de 2015

Huir hacia ninguna parte

Estirar el tiempo

Cuántas veces corremos porque queremos llegar a todo y hacer de todo. Nos apresuramos porque queremos hacer más y más cosas. Llegamos a creer que, a mayor velocidad, más aprovecharemos el tiempo y más cosas podremos meter en la agenda. Quisiéramos estirar el tiempo hasta hacerlo eterno porque las horas se nos quedan cortas. Queremos más velocidad: en el coche, en Internet, en el avión. Organizamos nuestra vida minuto a minuto y corremos sin parar, pero ¿adónde vamos? En el fondo estamos dando vueltas sobre nosotros mismos.

¿Qué le pasa al ser humano que va tan acelerado? Lo peor es que cuanto más hacemos, más creemos que somos nosotros mismos y que nos realizamos. Una vida serena se considera una frivolidad o carente de metas.

Estirar el tiempo y su capacidad material es una forma de sentirnos semidioses, como si tuviéramos la habilidad natural de acortar o alargar las horas. Así caemos en la terrible espiral de la hiperactividad. Corremos y corremos, pero no avanzamos ni un milímetro en nuestro proceso de crecimiento interior. Podemos dar la impresión de que estamos haciendo muchas cosas, pero en realidad no están añadiendo un valor a nuestra vida. Es un girar incesante sobre el propio ego. ¿Sabemos hacia dónde vamos, qué queremos, cuáles son nuestras metas? Muchas veces lo único que conseguimos es huir de la realidad porque se nos hace demasiado dura. Pero aún podríamos preguntarnos: ¿y si corremos porque en el fondo estamos huyendo de nosotros mismos?

Jugar a ser dioses

Nos llenamos de tantas cosas porque así tapamos nuestras lagunas, inseguridades y miedos. ¿Y si en el fondo nos asusta nuestra propia realidad, vacía, temerosa, dubitativa, y necesitamos aparentar que no pasa nada? Preferimos vivir en un sueño irreal porque asumir nuestras carencias y agujeros nos da miedo. Necesitamos vivir con una careta y nos instalamos en la ambivalencia existencial. Huimos de las enfermedades del ser, emocionales y espirituales. Y así se produce un desdoblamiento de la personalidad: la profunda, herida y asustada, y la superficial, que se disfraza aparentando seguridad.
Cuanto más corremos sin rumbo hacia ninguna parte más nos precipitamos hacia el abismo. Vamos perdiendo la esencia de nuestro ser por el camino, hasta llegar al agotamiento y la enfermedad. Y nos deslizamos hacia la nada. ¿Estamos hechos para esto?

¿Es propio de nuestra naturaleza vivir continuamente estresados, angustiados, acelerados y forzando el ritmo vital? Nos cuesta aceptar los límites. La peor idolatría es la de uno mismo. Estamos tan inmersos en la cultura del superhombre que jugamos a ser dioses y no nos damos cuenta de que somos débiles, necesitamos parar y saborear la vida sin prisas.

De la fragilidad a la plenitud

Nuestra naturaleza está hecha de carne y hueso. Hemos de aceptar que somos cuerpo, blando, sensible, que necesitamos respirar, cuidarnos, mimarnos. Somos tan frágiles que necesitamos ternura, delicadeza, descanso. No estamos hechos para correr sino para deslizarnos como bailarines sobre el escenario. La sensibilidad de nuestro tacto y la suavidad de nuestra piel nos hablan de cómo es nuestra naturaleza. No tenemos patas de gacela, ni zarpas de leopardo, ni la musculatura de un tigre. El hombre es un ser frágil, hecho para caminar, para danzar, para saborear, respetando el ritmo natural del universo, con tiempo para jugar y vivir el ocio, para ajardinar la creación con creatividad y con amor. En definitiva, estamos llamados a vivir la vida con plenitud, saboreándola despacio, aunque esto suponga hacer menos.

El silencio, la suavidad, el ir despacio, son los grandes antídotos para la enfermedad de la prisa. Solo cuando nos dejamos llevar por la brisa del silencio es cuando realmente llegamos a donde queremos ir, sin correr, sin angustias, porque descubrimos que la meta no es tanto hacer mucho, sino ser, cada vez más, lo que queremos ser. Y para llegar a esta meta de crecimiento espiritual es necesario estar quieto e iniciar otra andadura, hacia ese castillo interior donde se oculta el gran tesoro de la existencia, el alma. Allí habita lo más sagrado, Dios.

Cuando atravesamos los muros del alma descubrimos una nueva dimensión. Nos hará ver que la realización personal no es tan importante. Descubriremos que la auténtica vocación del ser humano es amar, y entonces ya no necesitaremos demostrar a nadie nuestras habilidades ni aparentar lo que no somos. Habremos descubierto el valor que tiene aspirar el perfume de una flor, recibir con emoción una mirada llena de complicidad, sentir unas manos amorosas o contemplar el nacimiento de un nuevo día. Descubrir nuestra infinita pequeñez no nos impedirá maravillarnos de lo infinitamente grande y hermoso que es el mundo que nos rodea. Nos sentiremos más vivos que nunca. Cerrando los ojos, respirando, oliendo, sintiendo el susurro del viento, nos convertiremos en parte de ese milagro que contemplamos.

Para llegar tan lejos simplemente tienes que llegar a lo que tienes más cerca de ti: tu propio corazón.