domingo, 30 de diciembre de 2018

Lágrimas de una adolescente


La noche del 24 de diciembre, vi cómo las lágrimas brotaban de los ojos de una bella adolescente. Empezábamos la celebración de la misa del Gallo, teniendo en mis manos al pequeño Jesús. Entraba en procesión hacia el interior del templo, mientras sonaba una delicada música de guitarra y una feligresa leía un texto titulado La Navidad, la grandeza de lo pequeño, en un tono sereno y profundo. La comunidad se disponía a celebrar una de las liturgias más hermosas del año: el nacimiento de Jesús. En este entorno lleno de poesía y belleza, aquella joven lloraba desconsoladamente. En una noche tan luminosa, su corazón estaba apagado y triste. En una misa festiva y alegre, esa niña, entrando en la adolescencia, lloraba amargamente. Mientras la comunidad celebraba el gran acontecimiento de la encarnación del hijo de Dios, ella estaba allí, apartada, en el último banco, sola en medio de la fiesta. Encogida y aislada, parecía ajena a todo.

¿Qué le estaba pasando? ¿Estaba o no estaba allí? Por sus mejillas no paraban de deslizarse unas lágrimas vertidas como respuesta, quizás, a una mala experiencia, alguna discusión con su familia, a una ruptura con su amigo, o tal vez por motivos más existenciales. ¿Sufría por su identidad? Un adolescente, en su camino hacia la madurez, muchas veces siente una profunda soledad. ¿O tal vez era simplemente la emoción, escuchando el texto que se leía, o la alegría vibrante de la comunidad, la música y los villancicos del coro parroquial? ¿Fue la imagen tierna de aquel niño Jesús, que evoca tanta dulzura?

En los tres momentos en que la pude ver de cerca, cuando le di la paz, cuando vino a comulgar y finalmente, cuando vino a besar al niño Jesús, vi cómo las lágrimas seguían saliendo de sus negros ojos. Pero más que unos ojos tristes, vi un rostro emocionado. Me dio la paz con una mirada preciosa, muy limpia. En la comunión se acercó con una unción y una profundidad inusual en un adolescente. Y el beso al niño fue de una ternura deliciosa, casi maternal. Pero sus ojos no dejaban de llorar.

¿Era un corazón roto? Aquella joven alma, en esa noche tan especial, sentía algo que la conmovía de tal manera que no podía contener el llanto. Quizás el mundo de los adultos le hacía daño. Crecer y dejar de ser niña duele. Pero quizás en esa misteriosa noche pudo liberar tanto dolor; la noche del nacimiento de un niño que, encarnándose, asume el dolor de todos; un niño que, más tarde, hecho hombre, también lloraría ante su pueblo, por la muerte de Lázaro, y ante sus hermanas. Finalmente, Jesús lloraría lágrimas de sangre en Getsemaní ante su muerte inminente.

Jesús sabe muy bien lo que es el dolor. De pequeñito sus padres, José y María, tuvieron que huir a Egipto, ante la amenaza del rey Herodes. La Iglesia siente el dolor de todos aquellos que sufren, como María ante el frágil niño que tiene en sus manos, aunque sea el mismo Dios, débil e indefenso.
Recé por ella al final de la celebración. La busqué para despedirme y darle unas palabras de consuelo, pero no la vi. Quizás el niño de Belén la consoló y se fue más serena. Si creemos de verdad que ese niño es el hijo de Dios, él ya no sólo irradiará su luz sobre nuestros corazones, sino que enjugará todo dolor y toda lágrima, toda pena que tengamos en lo más profundo de nuestra alma.

Unas lágrimas vertidas con amor son lágrimas que sanan y curan. Quizás aquella noche la niña que comenzaba a ser adulta se sintió sana y liberada. Dios entró en su tierno corazón para quedarse.

domingo, 21 de octubre de 2018

Como animales heridos


Vivir es un reto apasionante. El ser humano no sólo existe como otros tantos seres en la naturaleza. La consciencia de nuestro yo nos hace dar un paso más allá: no somos algo, somos alguien especial e irrepetible. Ese plus de la consciencia nos hace ser personas muy diferentes, con un potencial enorme capaz de crear, amar, soñar y arriesgarnos por algo o alguien a quien queremos. Tenemos la información genética para convertirnos en auténticos héroes de nuestra existencia. Somos capaces de vivir la vida con auténtica pasión. Todo lo que nos rodea puede llegar a ser una experiencia intensa, desde la belleza de un paisaje hasta un nuevo propósito o una nueva relación. Si sabemos extraer el jugo a lo que vivimos, todo será crecimiento, aprendizaje y descubrimiento que nos llevará a un mayor gozo y alegría.

Para ello es necesario integrar la realidad cotidiana: desde fracasos, rupturas, sufrimiento hasta logros, éxitos y errores. Es decir, hemos de asumir que somos vulnerables, pero también con la capacidad de mirar muy alto, más allá de nosotros mismos. Si sabemos trascender nuestros propios límites y nuestros condicionamientos e hipotecas, llegaremos a fortalecer la esencia pura de nuestra existencia.

Tenemos dentro una capacidad racional, de autoanálisis, para no dejarnos atrapar por emociones o sentimientos que nos quitan la lucidez para actuar según lo que somos: hombres y mujeres protagonistas de nuestra historia. Sí, con límites y agujeros, pero también artífices de auténticas hazañas: llegaremos tan lejos como queramos llegar.

Tenemos un potencial sagrado capaz de convertir nuestra vida en un milagro. Estamos llamados a recrear y ajardinar el mundo, embelleciéndolo. Somos parte de una historia que va más allá de nosotros mismos. Somos fruto del amor y esa realidad espiritual y energética nos hace ser constructores de algo nuevo. Surcamos los cielos de nuestra existencia en busca de nuevas aventuras.

Heridas que destruyen


Pero ¿qué ocurre cuando nos quedamos encallados, atrapados en situaciones que ahogan ese anhelo de vivir con pasión nuestra existencia? ¿Qué ocurre cuando pasamos de la fe a la destrucción? ¿Por qué a veces pasamos de una vida plena a una vida mediocre, del amor al odio y al resentimiento, de la cordialidad a la crítica destructiva, de un sano realismo a un pesimismo enfermizo? Del coraje pasamos al miedo, de la ternura a la agresión, de la paz interior a la violencia verbal y a un enfado permanente. Y, sobre todo, dejamos de tener un propósito vital y caemos en el vacío más profundo que lentamente va desintegrando la esencia de nuestro ser. La rabia acumulada se convierte en un arma letal que nos volatiliza por dentro. Somos como animales heridos que necesitamos desgarrar y aplastar, volcanes en erupción siempre escupiendo fuego; potros salvajes pegando coces…

Un animal herido sangra hasta debilitarse, pero se nutre de la fuerza del resentimiento, que le hace mantenerse. ¡Cuánta energía desperdiciada en dañar y autodañarse!

Las personas así heridas emprenden una huida hacia adelante, hasta llegar a la pérdida de su identidad, hasta la propia locura. Como los animales heridos, son incapaces de mirar, de discernir, de rezar y reflexionar. ¿Qué hacer cuando esta actitud existencial y psicológica se convierte en una patología? ¿Qué hacer con estas personas tan heridas, tan rotas, tan descoyuntadas? ¿Quién las hirió de esta manera?

La importancia de abrirse


Todos sufrimos golpes en la vida, pero no todos reaccionamos igual. Ante una misma circunstancia dolorosa, hay quienes se hunden y hay quienes se sobreponen y salen adelante. Otros tardan más en reaccionar, o necesitan tiempo para ir asimilando la experiencia y extraer de ella una enseñanza, o más fortaleza. No hay dos personas iguales. Pero ciertas actitudes contribuyen a ahondar la herida, mientras que otras ayudan a sanarla.

Sanar a una persona herida no es fácil, porque muchas veces se cierra en sí misma y rechaza ayuda. Se resiste a cambiar y no quiere arriesgarse. Aunque pida ayuda, en realidad lo que quiere es reafirmarse en su posición y que los demás le presten atención y la escuchen. Pero no quiere salir del hoyo. Y busca mil razones para justificar su actitud y su forma de ser.

El primer paso para la sanación, creo, lo ha de dar la misma persona dañada. Es importante que vea la necesidad de abrirse a los demás —y de abrirse a Dios—. No para que se limiten a regalarle el oído, sino para que puedan ayudarla a salir de una situación que no la hace feliz y le impide crecer. La persona herida ha de tener el valor para curarse, y las curas duelen. Deberá renunciar a algunas seguridades e ideas, quizás. Deberá salir de su zona de confort, porque a veces el dolor y la oscuridad también son guaridas confortables. Si se ha instalado en la rabia o en la tristeza, necesitará coraje para salir de ellas.

Cuando una persona se abre, igual que una casa oscura y cerrada, la luz poco a poco va penetrando en su interior e iluminando todos los rincones. Quizás se asuste al ver tanto caos, tanto miedo… pero es el primer paso para sanarse y dejar que su vida cambie.

¿Qué podemos hacer?


¿Qué podemos hacer los demás? Generar ese ambiente de confianza, de acogida y de respeto, necesario para que la otra persona pueda abrirse. Quizás al principio no podremos hacer mucho; simplemente estar ahí, respetarla y amarla aunque sea a distancia. Tratarla con extrema suavidad y mucho tacto. Los que tratan animales heridos saben cuánto cuesta acercarse a ellos, y cuánta delicadeza hace falta para que recuperen la confianza. También hace falta paciencia y tiempo.

Y lo que siempre podemos hacer por estas personas heridas es rezar. La oración es mucho más eficaz de lo que creemos. Quizás no veamos resultados inmediatos, pero si aquella persona ocupa un lugar en nuestro corazón, ofrezcámosla a Dios. Pidamos al Padre amoroso que cuide de ella, que la proteja. Santa Mónica nunca se cansó de rezar por su hijo, que andaba perdido entre filosofías y vanidades intelectuales… Finalmente Agustín se convirtió al cristianismo, ¡y qué gran cristiano fue!

Cuando estemos ante una persona iracunda, enfadada existencialmente, amargada o conflictiva, mirémosla con ternura y comprensión. Mirémosla con ojos de Dios, como una madre. Quizás descubramos las claves de su enojo o de su postura. Y podremos atisbar cómo tratarla para ayudarla, si está en nuestras manos. También hemos de ser humildes y aceptar que no siempre podremos ayudar. Cada alma encierra misterios enormes, que sólo conoce Dios, y hemos de respetarlos. Pero, como decía san Juan de la Cruz, hay un remedio que pocas veces falla: «Donde falte amor, por amor… y sacarás amor». Amar, y saber cómo amar, es la mejor terapia.

sábado, 29 de septiembre de 2018

Abrazos en la cárcel


Hoy he tenido la ocasión de visitar a un buen amigo recluido en el centro penitenciario de Brians 2. Puede parecer un contrasentido, pero en esta visita a la cárcel, después de dos horas de charla, he descubierto un mar de bondad inesperada. Quiero explicar las sensaciones que he vivido en medio de más de mil quinientos reclusos que sobreviven como pueden en un entorno aparentemente normal. Pero cada preso conoce muy bien la tormenta interior en la que está sumergido. La dureza de unas leyes muy rígidas, tanto como el pavimento que pisan tus pies y los barrotes de las puertas que atraviesas, es el rostro visible de la autoridad en un centro penitenciario.

Pasé cinco controles antes de llegar a la sala de visitas. Cinco puertas de acero se abrieron y cerraron a mi paso, con un fuerte chasquido. Todo era duro y frío, y los rostros de los controladores con quienes me crucé para mostrarles mi carnet desprendían severidad.

Pude hacer esta visita gracias a un sacerdote amigo responsable del centro de Wad Ras, la cárcel de mujeres del Poblenou. Él me puso en contacto con otro sacerdote, que ejerce la pastoral penitenciaria en la prisión de Brians. Muy amablemente, me acompañó durante la visita, facilitando todos los trámites. Sin él hubiera sido muy difícil poder visitar y conversar cara a cara con mi amigo.

En este ambiente tan gélido mi asombro fue descubrir el cambio que se producía en los presos al ver llegar al sacerdote. El Padre Fabró los saludaba con extrema delicadeza y era capaz, con su talante acogedor, de romper el hielo y disipar la frialdad del ambiente, incluso del personal penitenciario. De él salían una calidez, un afecto y una amabilidad que lo convertían en un imán. Todos se acercaban y él, con gestos de cariño, escuchaba sin prisa a todos. Estas gentes, con el corazón dolorido y las vidas rotas, recibían con gratitud sus abrazos, sus besos y sus palabras de ánimo. Un torrente de ternura salía de su mirada, llena de amor y comprensión. Él, a su vez, se dejaba tocar y abrazar por los presos. ¡Qué palabras tan bellas salían de los labios de los reclusos al saludarle! Dentro de la oscuridad más densa la presencia de este padre iluminaba sus almas. Muchos ojos brillaban cuando se acercaban a este sacerdote que sólo venía a escuchar y a darles aliento, un soplo de oxígeno hasta la próxima visita.

Sí, en la cárcel, un lugar de dureza, de penitencia, he descubierto la ternura. Basta un hombre bueno, capaz de ver la humanidad en los otros. Para él no son convictos, son personas con su dignidad por encima de todo, que en algún momento han cometido un error y lo están pagando. La aplicación de la ley no siempre tiene en cuenta sus circunstancias personales y se encuentran recluidos, a veces de forma injusta, viendo cómo su vida queda partida en dos. Sufren la lejanía de sus familiares, en ocasiones también de sus lugares de origen. Los días transcurren tediosos y una soledad terrible se instala en sus almas.

Recientemente, el papa presidió un congreso sobre la teología de la ternura, en Asís. La resumió en dos aspectos clave: sentirnos amados por Dios y sentir que podemos amar en su nombre. Creo que el padre Fabró ha entendido muy bien en qué consiste esta teología, que no es otra cosa que derramar el amor de Dios, lleno de misericordia, a todas las personas, incluso a aquellas que creemos merecedoras de un castigo. Por muy grave que haya sido el delito cometido, para Dios todos son hijos.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Pasión y disciplina


Muchas personas poseen talento y energía. Pero esas mismas personas con frecuencia corren un riesgo: que su enorme capacidad creativa se desborde, se disperse y no llegue a realizarse como podría. A veces sucede que la persona es muy dotada, pero carece de disciplina y constancia. Otras veces no puede establecer límites razonables y el potencial creativo se desparrama como una riada sin cauce. Si no tomamos las riendas, nuestra vida se desborda.

Entre el control represivo y la absoluta falta de límites hay un punto medio de armonía que nos permite crecer. En el caso de las personas creativas y con empuje, el control ayuda. La disciplina puede encauzar nuestra energía y nuestro talento.

Los expertos en desarrollo personal y empresarial señalan que, incluso más que el talento, son el orden y la disciplina los que llevan al éxito. El orden y seguir un método canalizan el talento y lo hacen fructificar.

Talento y obligación


En la vida todos hemos de afrontar deberes y obligaciones. No son imposiciones, sino consecuencias de nuestra vida en sociedad, en una familia, en un grupo. Como seres sociales que somos no podemos vivir pensando sólo en nosotros y en nuestros deseos y necesidades. Somos con los demás, y una parte de nuestro tiempo debemos dedicarla a las otras personas, ya sea nuestro trabajo, ya sea una parte de nuestro ocio.

El tiempo es limitado, el día tiene veinticuatro horas y en ese espacio hemos de colocar nuestras obligaciones y también nuestras pasiones. Necesitamos tiempo para hacer lo que nos gusta y lo que nos toca hacer.

Las personas con capacidades artísticas y creativas necesitan compaginar ambas cosas: talento y obligación. Todo debe hacerse con talento: haz tan bien el encargo como aquello que te deleita. Lo que «toca» debe formar parte de tu ser y de tu identidad. En lenguaje de santa Teresa, es importante casar la obligación con la devoción.

Hay que encontrar un equilibrio entre el talento y la obligación. Que no se disparen ni el uno ni el otro. No podemos hacer sólo lo que nos gusta, pero tampoco podemos vivir siempre a golpe de disciplina.

El tiempo y los límites


Hay un tiempo para todo, como sabiamente señala el Eclesiastés. Pero sólo tenemos ocho horas para trabajar, este es un periodo razonable. Es verdad que el mundo laboral es complicado hoy y muchas personas deben trabajar más para poder sostener a su familia. Pero aparte del trabajo, el resto del día debería ser para la convivencia, el ocio y el descanso.

Tenemos ocho horas para el talento y la responsabilidad. Dentro de este tiempo, hay que priorizar lo más importante en cada área. Podemos preguntarnos: ¿cuál es la prioridad a la hora de desplegar mi potencial? ¿Cuál es la prioridad en el campo de mis responsabilidades?

Mucha gente talentosa se pierde en el bosque de su creatividad por falta de disciplina. Otra gente se pierde en el pantano de la apatía.

El hombre prudente sabe que tiene un talento y sabe que tiene sus límites. El hombre responsable también reconoce estos límites. Ignorarlos es querer hacerlo todo y abarcarlo todo, y eso es imposible. No somos dioses ni omnipotentes.

Hay un tiempo para todo


La Iglesia conoce el valor del tiempo y por eso, tradicionalmente, ha marcado el ritmo de trabajo con las campanadas. Así se vive en los monasterios: los monjes estructuran el día ordenando el tiempo y dando valor a cada cosa en su momento.

En última instancia, nada es absoluto, salvo Dios. Ni el talento es absoluto ni la responsabilidad lo es.
Cuando se absolutiza el talento o la responsabilidad, la gente entra en un frenesí. No canaliza bien ni el uno ni la otra. El talento se desborda o se dispersa; la responsabilidad aplasta y tiraniza.

Hay un tiempo para el talento, y un tiempo para la responsabilidad. Pero recordemos siempre: el tiempo es limitado.

Pasión y estrategia


No se puede correr si se quiere obtener una obra preciosa, con arte. El trabajo también tiene que ser un arte. El artista no tiene prisa para crear. Necesita tiempo para acabar bien su obra.

Pero, por otra parte, hay que poner algún plazo y una meta a nuestra acción, pues de lo contrario divagaríamos, empezaríamos mil cosas y no terminaríamos nada. Por eso es importante tener un ritmo, un horario y un método de trabajo. Se trata de conjugar pasión y estrategia. Sin este equilibrio no podremos culminar nada.

El arte tiene que ver con la inspiración. El trabajo, con el realismo —como decía un consultor amigo mío, hay que poner «patitas» a las ideas—. Hacer un trabajo bien hecho también pide creatividad. Como decía el poeta Joan Maragall, estima la feina que fas, ama tu trabajo, tu vocación, aquello para lo que sirves y aquello que te hace único; esfuérzate en tu quehacer como si de ello dependiera la salvación de la humanidad. «El mundo se arreglaría muy bien solo si todo el mundo cumpliera su deber con amor, en su casa.»

El arte surge del alma, es la pasión. La responsabilidad se rige por la razón. No podemos separarlas: pasión y razón, sentimiento y estrategia han de hermanarse. Sólo así uno se realiza y se siente bien, viviendo en plenitud.

domingo, 26 de agosto de 2018

En la noche más luminosa


10 de agosto, día de San Lorenzo, cuando la noche llora miles de estrellas que iluminan el firmamento. Ese día un anciano a quien yo quería tanto se fue, sigilosamente, sin ruido y sin espasmos, con una profunda mirada. Días antes lo habían ingresado en el hospital, pues desde hacía unos años sus pulmones debilitados le impedían respirar bien. Tuvieron que darle una botella con oxígeno porque le faltaba el aire. Pasó dos años enganchado inevitablemente a un tubo que le aliviaba cuando sentía que se quedaba sin aliento.

Este era mi tío Gerardo. Un hombre alto, de tez morena, trabajador incansable, que tuvo que emigrar en los años sesenta a Suiza para escapar de la pobreza que azotaba su pueblo natal. Fue con su esposa. Ambos eran jóvenes y estaban dispuestos a todo con tal de buscar un futuro mejor, aunque les costó integrarse en ese país por el clima y el idioma. Pero aguantaron lo suficiente como para ahorrar un dinero que les permitió volver y montar un negocio al regresar a España. Estuvieron alejados veinte años de su familia, en un tiempo en que los medios para comunicarse eran más escasos, no como ahora, que con nuestros dispositivos e Internet podemos gozar de una comunicación rápida y barata.

Estuvieron unos años en Madrid regentando el bar que abrieron con el dinero ahorrado en Suiza. Así hasta que se jubilaron y se construyeron una casa en su pueblo natal. Regresaban allí cuarenta años más tarde.

Necesitaban volver a sus raíces y respirar aquel olor de campo que habían dejado, no sin pena. La vida les había alejado de aquel pueblecito de Extremadura llamado Montemolín, en la comarca de Tentudía, con su castillo árabe vigilando las callejuelas que rodean la antigua parroquia del pueblo, la Concepción. En Montemolín la mayoría de la gente vivía del campo y del ganado que pace en las dehesas, y durante la postguerra muchas familias sufrieron escasez y penalidades, lo que les obligó a emigrar. Hoy es un pueblo apacible donde se vive en condiciones mucho mejores y se puede disfrutar de la calma del campo y de un clima seco y sano. El olor a heno penetra el aire y en primavera los inmensos campos de espigas alfombran el paisaje de intenso verdor. Gerardo amaba este paisaje de su niñez y juventud, y la lejanía no disminuyó su amor por la naturaleza y por el pueblo que le vio nacer.

Mi tío era de carácter fuerte, muy sensible socialmente. Venía de una estirpe de hombres luchadores: su abuelo, su padre y su hermano mayor fueron para él referentes con un profundo sentido ético y social. Su discurso anticapitalista era rotundo y claro. Denunciaba los abusos contra la clase sencilla y trabajadora. Inteligente y discreto a la vez, se vinculó a algunos movimientos radicales contra el régimen franquista, hasta que se desengañó de la política y, con realismo económico, tuvo que marchar, dejando sueños y luchas, para abrirse camino con enorme sacrificio.

A sus ochenta y siete años, terminó su vida este hombre vigoroso que vivió intensamente, tanto que al final se quedó exhausto de arder con tanta pasión, con tanto fuego.  

No tuve ocasión de desplazarme a verlo, pero Herminia, su esposa, que lo definía como un hombre «enganchado a la vida», decía que no quería dejarla, aunque fuera a través de un tubo. Hasta el último momento, con la mascarilla, luchó por respirar, vivir y amar. Pero sus frágiles pulmones le provocaron un paro cardiaco. Tumbado en la cama, con su bombona de oxígeno al lado, llegó un momento en que no tenía suficiente aire y su vida se fue apagando. Aquel gladiador, ya sin vida, dejaba su última arma, la botella con la que luchó hasta el final. Cuánto genio, cuánta vitalidad se dispersó por el abismo de la muerte. Un hombre entero ahora ya es una historia, una vida que se convierte en ejemplo de supervivencia. No sólo el recuerdo de un hombre honesto, sino alguien que impactó tan fuerte en los suyos que seguirá vivo en ellos. El Jayao, este era el mote con que era conocido en el pueblo, hoy será jayao (hallado) por otras manos amorosas que le abrirán las puertas del cielo para invitarlo a un ágape eterno y reencontrarse en torno a otra mesa con aquellos que fueron sus maestros en la gran asignatura de la vida.

Vivir con intensidad creyendo en aquello que eres y haces. Un abrazo entre hombres que han amado hasta extenuarse bajo la luz de un Dios amoroso que acoge con dulzura a sus criaturas, creadas a su imagen. Hoy, en la noche de agosto surcada por miles de estrellas fugaces, la noche más iluminada, el cielo es una fiesta de todos los hallados por Dios.

11 de agosto de 2018

domingo, 19 de agosto de 2018

Aprender a envejecer


Exprimir la vida


A la gente joven le gusta exprimir la vida hasta el límite. La juventud nos lanza a vivir con intensidad. Alargamos los días, como si tuviéramos miedo a quedarnos sin tiempo. La carrera es imparable. El vigor y la fuerza con constantes, «pasarlo bien» está en el centro de las motivaciones vitales. En cierto modo, es absolutamente normal. Todos hemos sido jóvenes y hemos tenido que canalizar nuestro potencial energético.

Como una botella de champán agitada, el joven necesita descorcharse. Tras muchas horas sin dormir, las resacas y el cansancio acumulado le recuerdan que su cuerpo tiene límites. Pero no quiere verlos. El joven olvida que es mortal y arriesga su vida llevándola al límite con el alcohol, las largas jornadas festivas, los fines de semana de locura, o con relaciones complejas, efímeras y a veces oscuras. El estrés psicológico, el poco sueño, las tensiones familiares y la exigencia de rendimiento intelectual ponen a muchos jóvenes en la cuerda floja.

La crisis de la madurez


Pasa el tiempo, se casan y han de asumir muchas responsabilidades familiares, profesionales y económicas. Todas ellas suponen un gran peso que los va tensando y que repercute en sus relaciones y en su entorno más inmediato: la pareja y la familia. Si tienen problemas laborales o conyugales, el conflicto se agrava. La presión es constante y han de saber lidiar con las exigencias de la vida.

Con la madurez aparece el cansancio, que se puede ir somatizando en algunas patologías físicas o psicológicas. Empieza a haber señales de progresivo deterioro, que afectan a su comportamiento y a la relación con su cónyuge. En algunos casos, esta se va enfriando y la pareja se empieza a distanciar cada vez más, sobre todo a partir de los 40 y los 50. Los hijos ya son adolescentes o jóvenes, surge el conflicto intergeneracional y se suma al peso de anteriores problemas que quedaron sin resolver. Es en esta época crítica cuando se suelen producir las rupturas matrimoniales, a veces como una huida, por incapacidad de resolver las dificultades hablando con calma y en profundidad. Otras veces se dan relaciones extramatrimoniales y se empieza a vivir en una incómoda doblez.

El peso de la familia, la inseguridad en el trabajo y la inestabilidad económica aumentan la tensión. El desgaste emocional se acentúa y las fisuras se abren en las relaciones. El vacío, el cansancio, la falta de un norte claro, preceden a la etapa más compleja desde el punto de vista de la salud física, emocional y espiritual.

Cuando el cuerpo grita


Ya a partir de los 60, y hasta los 80, o más, es cuando se manifiestan innumerables patologías. El cuerpo, que siempre tuvimos olvidado, empieza a no susurrar sus avisos, y lanza gritos inesperados. Surgen las enfermedades coronarias, los problemas digestivos o respiratorios, la hipertensión y el colesterol elevado, el insomnio y los dolores. También pueden manifestarse patologías crónicas importantes, como la diabetes, el intestino irritable y las úlceras. Y, cuando menos lo pensamos, aparece el temible cáncer.

Todo esto no es mala suerte, ni es fruto del paso de los años, sino de una larga historia de maltrato a nuestro cuerpo. Cuando éramos jóvenes aguantábamos lo que fuera. Pero a esta edad, a partir de los 60, las fuerzas ya no son las mismas y el desgaste es más acusado. El proceso de renovación celular se ha reducido mucho, nuestra flora intestinal está muy degradada, el tono vital se va apagando. La persona se encuentra ante los propios límites físicos y, además, con la incapacidad de haber gestionado de manera armónica su vida. Ha pasado de explotarla en su juventud para rendirse en su vejez, porque ha consumido sus energías antes de tiempo, extralimitándose como un cauce desbordado a la deriva. Ahora, cuando ve el abismo hacia el que corre, no sabe qué hacer.

El problema es que el desgaste no es sólo físico. A la poca fuerza se suma un deterioro cerebral y neurológico que puede incapacitarnos para reflexionar con lucidez y discernir qué hacemos, dónde estamos y qué sentido tiene la vida, ahora, para nosotros. Algunas personas están tan «rayadas» que son incapaces de objetivar la realidad y caen lentamente en una especie de limbo que las aísla, como sucede en los enfermos de Alzheimer o en otras demencias. El problema no es de la vejez: empezó mucho antes, ya de niños, cuando no fueron educados emocionalmente ni tampoco nutricionalmente.

Aprender a cuidarse


El deterioro de la edad se podría evitar o minimizar si las personas fuéramos educadas de otra manera. Se necesita valorar el descanso, una dieta equilibrada, unos criterios a la hora de elegir nuestro trabajo, nuestras formas de diversión, discernimiento para conocer nuestros límites y entablar unas relaciones serias, para sociabilizar de manera sana y equilibrada.

La sociedad promueve el consumo, el exceso, la no limitación, el capricho y lo fugaz y efímero. También se nos educa para rendir al máximo, explotando nuestros talentos y energías, para competir, luchar y vender. Se nos educa para valorar los logros y las posesiones, el éxito y la abundancia. Se nos inculca un individualismo que coloca nuestro yo por encima de todo el mundo, y nuestro deseo inmediato como brújula a la hora de relacionarnos. Y esto, a la larga, conduce a un estrepitoso fracaso.

La sabiduría tradicional siempre ha valorado la moderación, el equilibrio, la honestidad, la lucidez para discernir con cautela, el saber escuchar. Pero hoy no se fomentan estas virtudes. La gente llega a la vejez ignorando sus límites, priorizando sus intereses ante todo y sin escuchar a nadie: ni a los demás ni a su propio cuerpo. Ni siquiera a su corazón. Mucho menos a una instancia moral última. ¿Dónde quedaron los valores y las creencias, las referencias fundamentales?

Lo cierto es que muchos van afrontando esta etapa de su vida sin tomar conciencia plena de los diferentes momentos de su existencia, sin extraer una enseñanza que los oriente y les dé sentido. Hasta que un cúmulo de situaciones, que no se han sabido resolver, se va hinchando de tal manera que los envuelve como una ola gigante y naufragan. Perdidos, en la inmensidad del mar de su existencia, flotan a la deriva y gritan en su más espantosa soledad. Pero están lejos, «nadie les oye».

Impotencia y soledad


Conozco a personas mayores que se sienten así. Cuando eran jóvenes hablaban y otros las escuchaban. Estaban en otro tipo de naufragio y no se daban cuenta de que empezaban a resbalar por la autosuficiencia y la frivolidad. No escuchaban a nadie y seguían su camino, sin importarles lo que sintieran los demás.

Hoy han pasado a naufragar en medio de la soledad y la impotencia de no ser escuchados ni atendidos. Ni su propio cuerpo les obedece, porque ya no tiene fuerzas y se limita a sobrevivir nadando entre las patologías y la incerteza. Así viven muchos, en medio del oleaje, con el miedo terrible de que el mar, un día, acabe por engullirlos.

Cuántos perecen así. Muchos matrimonios viven sin vivir, sin cultivar la ternura, sin capacidad de asombrarse por el otro y por la vida, sin saber mirar con ojos nuevos a la persona amada. ¡Cuánta vida aletargada! La oscuridad ha invadido sus días. ¿Dónde quedaron aquellos tiempos felices en que se enamoraron? Ya se cansaron de cultivar, de cuidar, de mimar sus relaciones. Ya no hablan, «se lo han dicho todo». Se han ido secando hasta aceptar, porque no hay más remedio, el aburrimiento y el hastío. La llama se apagó y ahora viven en una sombra sin color, sin textura y sin pasión. Gente que he conocido, activos intelectuales que vivieron con pasión sus carreras y su trabajo científico, olvidaron la pasión por el otro. Gente valiosísima con enorme capacidad de entrega, ahora se limitan a cohabitar sin pasión y sin alegría con la otra persona, buscando cualquier ocasión para huir o revivir aquellos tiempos pasados que fueron mejores. 

Olvidaron que hay que prepararse para la etapa última. Hay que saber canalizar la fuerza que tenemos. Hay que saber enamorarse, de nuevo, de aquella persona que ha sido el alma de tu vida.

Una vejez preciosa


La vejez podría ser la etapa más preciosa, la más profunda y la más intensa. Porque el cuerpo envejece, pero el alma y el corazón pueden mantenerse jóvenes y bellos, si uno quiere.

Siempre se puede seguir aprendiendo y creciendo en el amor, ya cercana esa época en la que tendremos que vivir sin la persona que es el aliento de nuestra vida. Se necesita mucho amor y mucha madurez para afrontar esta última fase, que precederá el encuentro definitivo en la eternidad, para asumir el paréntesis de la ausencia física. La gran aventura del amor continuará y podrán volver a enamorarse con la misma pasión de los principios.

Si en la infancia y en la juventud tenemos que aprender a vivir desafiando nuestros límites, cuando se llega a la edad adulta, hacia los 50 o 60 años, es cuando empezamos a toparnos con estos límites, físicos y psicológicos. Es entonces cuando empieza la última lección de la vida: cómo envejecer armónicamente para dar el gran salto definitivo, la segunda parte de la historia que no tiene fin, porque el amor nunca muere.

Nuestra vejez empieza en el mismo momento en que nacemos. Las células, desde el punto de vista biológico, empiezan una carrera de desgaste natural. Tenemos toda una vida para aprender esta gran lección: cómo morir en paz, serenos, sanos, esperanzados.

El deterioro de los órganos, nuestro rostro y nuestra piel van acusando el paso lento del tiempo. Abracemos con realismo nuestra realidad natural y aprendamos a vivir, no corriendo, sino deslizándonos, saboreando el regalo de la vida minuto a minuto, sin prisa, contemplando, maravillándonos por la belleza que nos rodea, surcando los silencios del corazón. Allí es donde tu conciencia te habla.

Vivir amando, trabajar con un propósito vital, cuidándote, descansando, con una buena alimentación y torrentes de dulzura. Vivir agradeciendo, hacer el bien, solidarizarte con los que te necesitan, abrazar con paz y alegría las fases de la vida hasta el momento definitivo.

Sólo así la muerte no será una tragedia, sino el inicio de una etapa de plenitud y de gozo para siempre, donde la enfermedad, la soledad, el sufrimiento, no tendrán lugar, porque ya estamos fuera del tiempo. Entramos en otra dimensión, la dimensión divina, donde la oscuridad se convierte en luz.

domingo, 12 de agosto de 2018

El soplo del mediodía


Un año más, como de costumbre en verano, me voy a descansar unos días a mi querida comarca de la Noguera, a un viejo molino de agua convertido en masía rural. Durante esos días vivo lejos de cualquier población, en medio de un valle surcado por un río, entre sembrados y bosques de roble y encina. Son días que me ayudan a mirar atrás en mi intenso trabajo pastoral. Sumergido en la naturaleza, la distancia y el silencio me permiten ir reflexionando en los aciertos y errores durante el ejercicio de mi responsabilidad al frente de una comunidad. Con lucidez y en paz, intento descubrir la dirección en que sopla el Espíritu para hacer más fecunda mi labor. Y descubro que tanta importancia tiene apartarte un tiempo para descansar, cada verano, como saber apartarte una hora cada día, en medio de la vorágine del curso. De lo contrario, tu trabajo se convertirá en una hiperactividad que te puede empujar hacia el abismo.

Estos días me recuerdan que aquello que equilibra la acción es el eje formado por la soledad y el silencio. Este me permite no caer en el frenesí y armonizar todo lo que hago desde la contemplación.

Es importante que el silencio y la acción se abracen, para que todo lo que hagamos sea inspirado desde Dios. Sólo así haremos fecundo nuestro trabajo.

La paz, el sosiego, la caridad, la delicadeza, la suavidad, la elegancia, la creatividad y la alegría son indicadores de que algo estamos haciendo bien.

En cambio, cuando hacemos las cosas bajo presión, con inquietud y celeridad, el cansancio y la tensión nos hacen caer en una agresividad llena de despropósitos. Deberíamos revisar nuestras actitudes más profundas, aquellas que hacen que los sentimientos no se controlen y que surja la violencia en nuestro interior. Además de hacer infecunda nuestra labor, sin darnos cuenta podemos causar mucho sufrimiento a los demás. No somos conscientes de ello porque estamos subidos a la atalaya de nuestro orgullo.

¡Y nos cuesta darnos cuenta! Por eso intento reservarme unos días fijos al año para retirarme, para mantener fijo el rumbo de mis propósitos y evitar naufragar en medio de ese mar pastoral por donde navega la barca de mi vocación. ¡Es tan fácil perder el rumbo! Podemos perder la brújula que nos orienta hacia nuestro destino, que en el fondo no es otro que encontrarse con uno mismo para mantenerse firme en el lugar donde ha sido llamado, allí donde ejercer su misión.

Rezo y pienso en todo esto cuando, cada mediodía, en el rato de descanso después de comer, desde la ventana de mi habitación contemplo dos inmensos chopos que hay delante de la casa, agitados por el viento. Las hojas bailan y el roce de las ramas emite un largo silbido. Es hermoso ver cómo las hojas, bajo la luz del sol, alternan entre el verde y el plateado. Los chopos con sus hojas moviéndose al ritmo del aire parecen lámparas gigantes llenas de esmeraldas. Y me pregunto, ¿cuántas veces tenemos que dejar que el viento del Espíritu agite las hojas de nuestro corazón para que has haga susurrar, como la melodía de los chopos? ¿Cuánto tenemos que dejarnos iluminar por el sol de Cristo, para brillar como las hojas plateadas? ¿De qué aguas tenemos que beber, para que nuestras frágiles ramas se conviertan en un tronco sólido que hunda sus raíces en la tierra de Dios?

Allí donde estés, hagas lo que hagas, no temas al soplo de Dios, porque él te llevará y te conducirá por el camino de tu silencio.

Apartado en este valle escondido, a solas con Dios, oyendo cada mediodía su música, respiro su aire en medio de los trigales, en los bosques húmedos de las riberas, en los caminos bañados de sol. Me siento uno con el Creador, conmigo mismo, con lo que hago y con los demás.

Hemos de aprender a estar en el lugar preciso para que el Espíritu de Dios nos encuentre. Cada tarde, cuando la brisa sopla, recuerdo aquello para lo que soy llamado.

Ante la inmensidad del campo, con tantos signos de la presencia divina, tan real como el susurro en las hojas y la luz en mis ojos, siento que estamos en la intemperie, lanzados a no tener miedo y a descubrir una realidad que nos envuelve y nos atraviesa, y que va configurando toda nuestra existencia.

Dejemos que el Espíritu silbe cada atardecer en nuestras vidas, para que nos recuerde cuáles son nuestras raíces y nuestro destino. Estamos sumergidos en aquel que es la fuente de todo ser. En él vivimos, nos movemos y existimos. En él respiramos, y en él crecemos. Aprendamos a escuchar su voz.

domingo, 5 de agosto de 2018

Una luz que se apaga


Lucía. Su nombre significa luz. Era menuda y de ojos vivos, y su corazón irradiaba fuerza. Intuitiva y de extrema sensibilidad, era amiga de sus amigos, inteligente y capaz de atravesar la realidad con extrema finura. Constantemente se preguntaba cosas, se hacía cuestiones sobre la vida y aún más allá, sobre la realidad espiritual. Buscaba en el universo respuestas que la acercaran al misterio que quería desentrañar, pero en su búsqueda siempre se topaba con la imposibilidad de penetrarlo. Su relación con el mundo trascendía paradigmas culturales y sicológicos. Persona con grandes capacidades y talentos tenía que ir lidiando con su cruda realidad: su preocupación por Diego, su hijo, por su trabajo e incluso por ella misma.

Hablé con ella en muchas ocasiones. A pesar de nuestras posiciones opuestas en cuestiones religiosas y filosóficas, y de una cierta cosmovisión sobre los acontecimientos, desde el aprecio y el respeto sintonizábamos en aspectos éticos y sociales, que hicieron crecer nuestra amistad hasta llegar a un vínculo de fraternidad y profunda escucha mutua. Algunas tardes se acercaba a este templo, me decía que necesitaba estar en silencio, sola, para meditar tranquila. Aunque su motivación no fuera religiosa, sentía la necesidad de encontrarse con ella misma, aclararse y encontrar respuestas a su situación. Me sonreía y me daba las gracias, y hablábamos un poco de todo: familia, política, sociedad, religión y educación. Siempre con suma delicadeza y respeto. La verdad es que su mente y su corazón vivían un terremoto interior, y deseaba que las olas de su alma se calmaran; necesitaba certezas y no siempre las tenía. Así se fue acostumbrando a la incertidumbre del futuro respecto a su hijo, sus recursos, el trabajo.

En medio de esta zozobra existencial le apareció la enfermedad, que poco a poco la fue minando, generando en ella más inseguridad y un terrible vértigo ante la muerte. Inició un proceso largo de quimioterapia, que le fue consumiendo las defensas hasta agotar su sistema inmune. Todo se precipitó: las dificultades para comer, problemas gastrointestinales, incapacidad para metabolizar el alimento… La quimio destrozó su sistema digestivo y fue entonces cuando se inició la caída pendiente abajo. En su extrema delgadez la muerte la iba acechando.

Conservo la impactante imagen de verla por última vez, exhausta y consumida. Acompañé a su familia y apoyé a su madre, Milagros. Ya sólo era una cuestión de horas o algún día más. Aquel cuerpo frágil empezaba a irse de este mundo.

Recordé nuestras largas conversaciones, tan densas y sustanciosas. Eran ejercicios de apertura a una mente inquieta, pródiga y creativa. Quería verla por última vez. Me senté a su lado, ella yacía en cama, con una respiración lenta y suave. Empecé a hablarle de nuestras cosas y le agradecí poder tenerla como amiga. Su visión de la realidad había dado un matiz nuevo a mi trabajo de escucha a las personas con otros paradigmas religiosos; la suya era una forma de concebir el mundo de una manera diferente. Le tomé la mano, no sé si me oía, pero notaba sintonía en ella. Su respiración se aceleró y sus párpados se movían. El rostro permanecía sereno.

Aquel cuerpo completamente castigado era un ser humano que, como todos, necesitaba amor, dulzura, calidez y escucha. Quería que sintiera que era querida por los suyos, y también por sus amigos.

No sé si logré comunicarme con ella, pero sentí leves signos de respuesta. Tras la respiración acelerada, sobrevino la calma. La muerte la tenía próxima. Un ser humano a punto de trascender, una intensa vida se deslizaba entre mis manos.

domingo, 24 de junio de 2018

El verdadero testamento


Nuestra cultura ha dado mucho valor a la herencia material: equipamiento, inmuebles, tierras y capital. Cuando redactamos un documento notarial para transmitir a los hijos los bienes que hemos acumulado, todo se reduce a un listado de patrimonio. Pero la familia, ¿está concebida como una institución económica o es algo más?

Hay otro legado que han de heredar los hijos. Lamentablemente, hasta las relaciones familiares están mediatizadas por el dinero, es decir, por lo que se posee y no tanto por lo que es cada persona. La sociedad suele valorar a las personas por la capacidad de generar recursos. Si no tienes nada, no eres nada. Estamos hablando de una concepción materialista de la vida —vales lo que tienes—, que se ha trasladado a la familia. Dedicamos buena parte de nuestra vida a trabajar para tener, a veces incluso haciendo un sobreesfuerzo y dejándonos la salud por el camino. El culto al tener, a la imagen de prestigio que otorga el dinero, ocupa un lugar demasiado alto en nuestra jerarquía de valores.

Esta visión de las cosas poco a poco va mermando el valor de la persona y su dignidad. Somos algo más que un sujeto consumista a merced de las leyes del mercado; somos personas libres y responsables, que no se dejan manipular por las corrientes economicistas. Somos algo más que necesidades físicas. Los hijos han de heredar algo más que bienes materiales.

¿Cuál es el auténtico legado que los padres han de pasar a sus hijos? El esfuerzo de una lucha que trasciende lo económico. El valor sagrado de la persona, la honestidad, un espíritu de mejora hasta la excelencia, la búsqueda del crecimiento personal y humano.

Los hijos han de heredar de sus padres todo aquello que trasciende lo material: creatividad, generosidad para ayudar a crear un mundo mejor, más solidario y pacífico. Han de recibir el valor de sus raíces, su cultura, su fe cristiana. El valor de la hospitalidad, la acogida del otro, la amistad. La familia como institución de amor, y no de vínculos interesados. La sensibilidad hacia los marginados.

Junto con los bienes materiales, el testamento debería recoger en alguna cláusula los principios y valores humanos de los padres, aquellos que han configurado sus personas y sus vidas, más allá de las abstracciones religiosas e ideológicas. El bien común debería convertirse en la razón de ser de un testamento, para que nunca se renuncie a la instancia moral en el uso de los recursos. Los testamentos podrían ir acompañados de una carta que marcase los criterios y valores en el uso de los bienes heredados. Sólo así podremos dejar de idolatrar las posesiones y comprenderemos que que el dinero no es más que un medio para alcanzar, de manera creativa, el bien que se puede llegar a hacer. Se trata de convertir el bien material en un bien espiritual que produzca una gran alegría a la persona que lo acepta. Este es el gran legado que los hijos han de recibir de los padres: no sólo lo que tienen, sino lo que son.

De esta manera, no nos dolerá tener menos, porque no hemos renunciado a la riqueza de verdad: aquellos valores que nos han hecho ser personas.

Cuanto más compartimos, más somos, y cuanto menos compartimos, menos somos. La felicidad del ser humano consiste en ser para los demás. El mejor testamento que podemos dejar a nuestros hijos es darles lo que somos: nuestra vida, talentos y libertad, nuestro amor.

He visto muchos testamentos, y en ninguno de ellos he leído la palabra amor. Sólo listados de bienes a repartir. Es verdad que se trata de un documento jurídico, pero también es verdad que quienes lo firman son personas, con valores humanos, que tienen una cosmovisión de la realidad y unas creencias. Si a un documento frío bien delimitado, donde se señalen cantidades de dinero y patrimonio a distribuir, se le añade un anexo con una declaración de intenciones, quizás se podrían evitar grandes conflictos entre los miembros de la familia.

domingo, 17 de junio de 2018

Las herencias, ¿una maldición o una oportunidad?


La herencia es de una importancia vital en las sociedades humanas. Es una cuestión recurrente en círculos de familiares, amigos y conocidos. Las herencias provocan grandes debates, tanto en los hogares como en los medios de comunicación. Es un tema que no deja a nadie indiferente.

La herencia muchas veces es fuente de conflictos entre familiares. Una institución tan sólida como la familia puede verse gravemente amenazada por las luchas intestinas por conseguir la mejor parte de la herencia. Por esta causa, muchas familias han vivido rupturas irreparables entre hermanos y parientes. Lamentablemente, conozco unos cuantos casos.

Hoy se habla mucho de la crisis de la institución familiar. Pero pienso que quizás no son tanto las ideologías las que pueden fragmentarla, sino los valores y las creencias que se están cultivando dentro de ella. ¿Qué están enseñando los padres a sus hijos en cuestión de dinero, propiedad y uso de los recursos? Una mala educación en estos aspectos puede ser tan letal como una bomba.

Aunque las herencias estén legisladas y se establezca una parte que debe ir a los hijos, la legítima, esto no impide que entre los miembros de una familia se produzcan tensiones y hasta denuncias para conseguir más. El largo proceso judicial que esto conlleva no hace más que intensificar el conflicto.

¿Querían esto los padres que han gestionado sus recursos para poder dejar un legado a sus hijos? ¿Podían prever la lucha feroz de estos por quedarse con todo lo que puedan, sin importarles el esfuerzo de sus progenitores, sus sacrificios, sus luchas? La herencia se convierte en el detonante de una lucha sin cuartel entre hermanos.

El tema requiere una profunda reflexión, así como la necesidad de actuar con criterios éticos y sensatos para evitar la fragmentación del grupo familiar.

Algunas cuestiones que los padres deberían tener en cuenta


¿Qué valor damos al dinero? ¿Es un medio para crecer, para solidarizarnos con los pobres, para generar iniciativas orientadas al bien común? ¿O es un recurso a acumular para beneficio exclusivamente propio? ¿Es el dinero un medio para reafirmarnos ante los demás y presumir de nuestras capacidades? ¿O es un medio ingenioso y creativo para contribuir a la mejora de la sociedad? ¿Lo utilizamos para potenciar nuestras capacidades y compartir nuestros talentos? ¿O queremos amasar una fortuna atendiendo sólo a nuestros deseos? ¿Qué estamos enseñando los padres a los hijos sobre el dinero?

No olvidemos que la capacidad de generar recursos está íntimamente ligada a la realización personal, así como al derecho de gozar de una vida digna, próspera y con calidad. Más allá de estos anhelos totalmente legítimos, una cosa es obtener beneficios y otra cosa es que el beneficio económico se convierta en el único motor del trabajo. ¿Por qué hacemos lo que hacemos y tomamos las decisiones que tomamos?

Nuestra jerarquía de valores va a marcar los criterios educativos que se inculcan en familia. Si para los padres el dinero y el patrimonio son lo más importante y los hijos ven que sacrifican su tiempo y sus energías por acumular bienes, están heredando una cierta mentalidad, que sitúa el culto al dinero por encima de la misma persona y del bien común.

Si los hijos ven que el dinero es lo más importante para los padres, su ambición irá creciendo. Muchas veces los padres no son conscientes de que están alimentando en sus propios hijos la codicia y el afán por tener más. Están gestando una guerra entre hermanos.

No sólo esto. Cuando uno de los dos cónyuges fallece, si los hijos no están de acuerdo con el testamento pueden iniciar un calvario para el viudo o la viuda, presionándolo y rompiendo los lazos afectivos. Es importante, pues, educar en estos aspectos a los hijos, para evitar el desmoronamiento familiar. Y se educa no sólo con palabras, sino con el ejemplo diario.

La gestión de los recursos y las propiedades tiene una fuerte implicación moral. Quizás sea necesario apuntar nuevos planteos en la distribución de las herencias.

El testamento debería tener unas consideraciones que contemplasen no sólo a la familia, sino el entorno y la sociedad, en especial los más débiles y necesitados. Ya no sólo desde un punto de vista religioso: debería considerarse la ayuda al prójimo como un imperativo ético. Es justo devolver a la sociedad una parte de lo que nos ha dado.

Y por un criterio educativo, también estaría bien plantearse si es bueno solucionar la vida de los herederos por anticipado. Si el hijo sabe que va a heredar una fortuna ¿no le faltará la motivación y la madurez para trabajar, crecer y aprender a construir su futuro, pues ya lo tiene todo?

Es una pregunta que lanzo al aire. Quizás con la mejor intención del mundo, los padres están incapacitando a sus hijos para luchar y abrirse camino en la vida. Les están ahorrando el esfuerzo, pero también los están volviendo muy frágiles y vulnerables.

Por otra parte, si el hijo dilapida la herencia por no saber gestionarla, los padres no habrán contribuido a asegurarle nada, más bien al contrario, habrán propiciado, sin querer, su ruina.

Hay otro aspecto en el sentido de la propiedad familiar: es la posesión, no sólo de bienes sino de los hijos. Muchos padres sienten que los hijos son propiedad suya, tanto como los inmuebles y el dinero. Por tanto, todo queda en casa. Disponen de sus posesiones igual que disponen de la vida de sus hijos, más allá de su muerte. ¿Tienen derecho los padres a cargar con ese peso a sus descendientes?

domingo, 10 de junio de 2018

Reparación dorada


El ser humano constantemente se está topando con sus propios límites. Pero su fuerza y creatividad  son insospechadas, y es capaz de luchar contra sus miedos. El proceso del crecimiento interior es un combate que a veces deja secuelas de heridas, rasguños y lesiones. No me refiero a las huellas externas de un accidente o de alguna agresión violenta, sino a las grietas y cicatrices que a primera vista no se ven, pero que quedan impresas en lo más hondo de uno mismo: en el alma. Estas pueden ser tan profundas que a veces ni siquiera sabemos que las tenemos, pero están ahí, y aunque queramos taparlas, siempre salen en forma de reacciones incontroladas o gestos que no dominamos ante situaciones que nos cuesta digerir. Muchas veces estas heridas hipotecan nuestra existencia.

Somos lo que somos, fruto de una historia familiar y de una educación que nos han llevado a adoptar patrones emocionales y, a veces, incluso a una cierta bipolaridad. Pero también somos fruto de cómo gestionamos la realidad en la que vivimos, nos guste o no, y de una cultura, una sociedad con unos valores y unas instituciones y estructuras. Lo cierto es que nadie se escapa: todos tenemos fisuras que nos marcan en el día a día y si alguien cree que no las tiene, es un soberbio o quizás un inconsciente. Somos fruto de lo bueno y de lo malo, y lo que hemos recibido nos ha perfilado de una manera determinada. Nadie puede ignorarlo ni escapar de sí mismo.

Pero, así y todo, lo agrietado tiene un valor inmenso sólo por el hecho de formar parte de nosotros, que existimos y somos personas. No importa la profundidad de los agujeros en la psique, tenemos un valor intrínseco que ninguna cicatriz nos puede quitar.

¿Qué hacer para restaurar estas grietas, heridas o cicatrices? Una persona muy amiga me hablaba recientemente de la “reparación dorada”, un arte japonés que se explica con una leyenda. Se cuenta que cierto emperador recibió como regalo una hermosa taza de porcelana china. La taza se rompió y el emperador la devolvió para que se la reparasen. Se la retornaron con unas grapas de bronce que unían los pedazos rotos. No le gustó, y entonces un artesano le ofreció mejorar la reparación. Se la llevó a su taller de orfebrería y al poco tiempo se la devolvió al emperador. Este quedó mudo de asombro: la taza estaba entera, y las grietas habían sido recubiertas por hilos de oro que trazaban un dibujo sobre la superficie. La taza reparada era más bella aún que la original.

Esta historia da mucha esperanza. Toda derrota deja grietas en la persona. Todo aquello que nos produce cansancio, tristeza, desasosiego, todas aquellas situaciones que nos parten el corazón, pueden convertirse en una hermosa joya si sabemos extraer un aprendizaje. Nuestra alma puede experimentar una “reparación dorada”. Podemos aprender a tejer esas grietas y convertir la experiencia de dolor en oro, tapizando el corazón roto y embelleciendo nuestra realidad. Los límites ya no serán unas cicatrices, sino la señal dorada de una experiencia que nos ha hecho crecer. Podríamos hablar de la belleza de los límites, porque sin ellos no seríamos y gracias a ellos aprendemos a vivir.

Es tan bello un amanecer primaveral como una tormenta de otoño. Todo forma parte de nuestro paisaje climático, y el paso de las estaciones permite que la naturaleza se renueve y embellezca cada año.

Lo que nos hace ser cada vez más nosotros mismos es la capacidad de ver belleza en lo imperfecto, porque forma parte de nuestra naturaleza. Sólo así descubriremos que, tras una cicatriz, se esconde una hermosa historia humana.

domingo, 27 de mayo de 2018

Cocinar sin alma


Desde pequeño me ha gustado la cocina. Mi madre se dedicó toda su vida a cocinar, para familias, instituciones o empresas. Y, cómo no, en el hogar. Así como mi tía abuela, Carmen. Para ellas la cocina era un trabajo profesional del que vivían y llegaron a hacerlo realmente bien, con suculentos platos que deleitaban a todos. En casa se esmeraban cocinando para que los encuentros familiares fueran un disfrute para el paladar durante las conversaciones entorno a la mesa.

Aunque no me dedique profesionalmente siempre le he dado un valor crucial a la cocina, quizás sin calibrar toda la importancia que tiene para la salud, hasta que se me produjo un trombo ocular que diezmó mi visión. Desde entonces, una buena alimentación que tuviera en cuenta la mejora del sistema cardiovascular ha sido una de mis mayores preocupaciones. Quería aprender una forma de comer sana, que me permitiera mejorar y revertir la pérdida de visión en mi ojo, dañado por la ruptura de unos capilares de la retina. Toda esta situación ha aumentado mi sensibilidad hacia las personas con problemas visuales, que les ocasionan verdaderas dificultades en sus quehaceres cotidianos. En mi caso, he descubierto que una alimentación sana y equilibrada es fundamental para conservar una buena visión.

La anti-cocina


El otro día me comentaron que en TV1 daban un programa sobre la formación de futuros cocineros, Masterchef. Me interesó sobre todo el enfoque que pudiera dar este programa. Lo vi un rato. Y quedé completamente escandalizado y desconcertado.

Más allá de la cuestión dietética y del equilibrio entre los diferentes alimentos, así como las mezclas de ingredientes, totalmente insanas para el sistema digestivo, quedé asombrado al ver la terrible competitividad que se fomentaba entre los participantes del concurso, la prisa desorbitada cocinando en grupo, el frenesí entre pucheros, la violencia incontenida a la hora de corregir, y hasta la humillación por parte del jurado que degustaba los manjares, llegando al desprecio y a la burla. Vi mucha agresividad, mucho estrés y prisa con la excusa de convertir a los concursantes en cocineros “profesionales”.  La competición lo justificaba todo, incluso el desdén hacia la persona y su trabajo, con el pretexto de que han de curtirse ante los desafíos que se les presentarán como futuros empresarios de restauración.

Quedé asustado y preocupado porque estaba viendo lo que, para mí, es la anti-cocina. Gritos, prisas, nervios, tensión… todo enfocado a una cocina espectáculo, un concepto de cocina totalmente inhumano, donde lo que más importa no es la persona, ni el comensal, sino el negocio y el dinero, la fama y las estrellas Michelin.

El arte de cocinar pide silencio


Creo que no se puede entender la cocina sin otras dimensiones muy diferentes. El arte de cocinar requiere silencio y tiempo, calma, reflexión y gusto, hasta llegar a la alquimia del sabor y del saber hacer. La cocina no es un fin en sí, ni se limita a llenar estómagos, sino que es un medio para sanar a la totalidad de la persona. Es importante la dieta, el tiempo, la intención y el valor de cada persona, dignísima de por sí. Es importante la actitud a la hora de ponerse a cocinar y la creatividad, surgida desde el silencio, que permite convertir la cosa más sencilla en deleite. Y sobre todo importa que el que cocina esté pensando siempre en la salud de aquellos para quienes cocina, en su felicidad digestiva, de modo que el alimento se convierta en medicina, como decía Hipócrates.

Una cocina que no tenga en cuenta este contexto filosófico, ético y médico, nunca podrá ser buena para la persona. Este programa, podríamos decir que prostituye la esencia de la cocina sana. La televisión tiene un compromiso social y ético con la ciudadanía. Su labor pedagógica es fundamental para crear opinión y pensamiento en la sociedad. Pero hoy, la televisión está concebida para generar mucho dinero a cualquier precio, incluso renunciando a valores que contribuyen a una mejora social y educativa de la población. La audiencia y la rentabilidad son los ejes centrales de ciertos programas, que llegan a despreciar a la persona con tal de cosechar éxito y enganchar a una masa de televidentes que ven desde sus pantallas cómo se destruye el respeto a la persona.  

Pienso que estos programas desmerecen a una televisión pública, porque están pisoteando el valor y la dignidad del ser humano y fomentan el lucro por encima de la educación. Masterchef es un insulto a la cocina y está demoliendo el fundamento de lo que debería ser el arte de cocinar.

Cocinar es otra forma de amar


Hemos de tener en cuenta la necesidad de generar recursos para crecer humana y profesionalmente, y todo el mundo tiene derecho a obtener unas ganancias, pero no a cualquier precio. Plantear la cocina como un medio para ganar dinero es rebajarla, como si en el centro de esta actividad no hubiera un servicio de calidad, siempre dirigido a la persona, y no sólo a la ganancia.

Hacer que alguien coma algo que has preparado requiere un enorme acto de confianza, que tiene que traducirse en la búsqueda de lo mejor, no sólo para su paladar, sino para su salud. Podemos conjugar arte, belleza, creatividad, sabor y salud. Me refiero a algo más allá de una alimentación orgánica o ecológica: es una relación distinta entre el hombre y los alimentos. No se trata de comer para llenar un vacío en el estómago, sino apostar por una vida sana, tuya y de los demás. Es respetar el cuerpo de los tuyos y el de los demás. Es ir más allá de una necesidad. La comensalidad nos ayudar a estrechar los lazos, a reconocer al otro como sagrado. No vamos sólo a tomar buenos alimentos, sino que vamos a alimentarnos también de todo aquello que mejora nuestra vida y nuestra salud: buenas palabras, emociones sanas, amigos, familiares, propósito vital. También hay una alimentación espiritual, que es la que nos nutre de todo aquello que da sentido a nuestra vida.

Comer sano es aprender a no tragarlo todo: comida, situaciones, emociones, personas, impactos… Comer bien es necesario para estar bien ante cualquier desafío de la vida.

El silencio en la cocina es oración al Creador, que nos permite, mediante la cocción, transformar las sustancias naturales para que puedan ser mejor digeridas. Cocinar es también dar gloria a Dios y a su creación. Sólo así se puede cocinar con el alma y convertir esos momentos en un encuentro místico. Santa Teresa hizo célebre esta frase, que muchos hemos oído y repetido: «Entre pucheros también anda el Señor».

domingo, 20 de mayo de 2018

Un corazón llagado


Un misterio infranqueable


Hace dos años que su esposo falleció. Desde ese día, lágrimas de desconsuelo surcan las mejillas de la esposa, a la vez que su corazón se va secando.

Se pregunta, una y mil veces, por qué esa angustiosa soledad, ese vacío. Por qué tanto dolor. Sus corazones latían al unísono, creando una bella melodía que los hacía tocar juntos el cielo. El amor era tan intenso como su dulzura.

Hoy, después de largo tiempo, se da cuenta de que ya no le queda aliento y le falta una parte del corazón. Su mirada triste, ventana de un alma profunda, revela la grieta de su abismo existencial.

Todo giraba en torno a él. La vida de él era la suya, los dos miraban hacia un mismo horizonte. Aquellos amaneceres que contemplaban juntos se apagaron. Ya no hay amanecer para ella, sólo ve oscuridad y hasta las estrellas del cielo palidecen.

Intenta tirar hacia adelante, casi sin fuerzas. Cuando hablo con ella puedo ver, a través de sus ojos, un corazón llagado, quebrantado, cansado de tanto llorar. Siento el grito de su alma desolada, un grito lanzado al cielo, buscando respuestas. Ante este dolor estremecedor mi boca enmudece. Yo también busco respuestas.

Y me parece un misterio infranqueable. Sólo puedo mirarla, abrazarla, acompañarla en su desgarro. Ni la psicología, ni todo el saber, ni siquiera la experiencia acumulada me es suficiente. Cuando el mar del dolor es tan ancho las palabras no llegan y dejan de tener su efecto terapéutico. Sólo queda la presencia, amable, delicada, compasiva, amorosa. Sólo queda hablar desde el silencio más profundo, de corazón a corazón, sin necesidad de palabras. Que ella sepa que estoy allí, sintiendo su dolor, haciéndomelo suyo.

La calidez de un apretón de manos y una mirada amable es lo que puedo ofrecerle. Parece tan poco…
Sé que es insuficiente, pero he de aprender a aceptar que el drama de la muerte es tan penetrante que no es posible llegar hasta el fondo de un corazón roto. Me queda la oración y el silencio ante Dios, el otro gran misterio.

El amor permanece


Rezo para que un día su tristeza se torne en serenidad. Que el duelo deje de acosarla y se libere de sus angustias, que descubra que el final de un amor no es la muerte, sino que esta es una puerta que se abre hacia un horizonte infinito; que la muerte no es el final de una aventura amorosa, sino un nuevo comienzo que nos llevará a la plenitud de otra vida y hará eterno ese amor.

Es de la esencia del amor que este no desaparezca, ni siquiera con la muerte. El amor ya es experiencia de eternidad. Aquí y ahora hemos de aprender que los ritmos biológicos no ahogan el ritmo del amor, que va más allá de nuestra naturaleza humana. 

Hemos de aprender a hacer una tregua con el fantasma de la muerte, que llevamos inserta en nuestro mismo ADN, y vivirla como un proceso natural de crecimiento humano y espiritual. Nuestra condición mortal forma parte de nuestra realidad; somos moridores, estamos configurados para dejar un día de existir.

Pero también sabemos que junto con el cuerpo tenemos un alma que anhela la trascendencia. Nuestro destino no es el vacío, sino un encuentro amoroso con las raíces más profundas de nuestro ser, nuestra fuente creadora: Dios.

Dios es la realidad última que da sentido a nuestra vida y hasta a la propia muerte, haciéndonos conscientes de la poderosa potencia que tiene el ser humano cuando ama y ha encontrado la razón de su vida: el otro.

Aceptar nuestra realidad mortal


Pienso en todo esto cuando nuestras miradas se encuentran. De mí saldría un torrente de palabras de alivio para embalsamar su corazón llagado. Se las dirijo a Dios, y a mí mismo. Porque sé que a mí también se me morirán personas a las que quiero con toda mi alma, pero también sé que las historias de amor nunca mueren. Ya ahora, tengo que abrazar mi condición mortal y la de los míos, para que, cuando llegue el momento, aprenda a ver que tras esos ojos cerrados por la sombra de la muerte todo será como un dulce sueño, una danza en las tinieblas con un despertar en la otra orilla, al otro lado de la frontera, en el infinito. Aunque el cuerpo se quede ahí, inerte, el estallido de una vida nueva lo está transformando en otra realidad que los que seguimos vivos en la tierra no alcanzamos a comprender. Pero no por ello dejará de producirse esta eclosión con todas sus fuerzas. Entraremos en la órbita de algo luminoso que sólo podremos entender cuando iniciemos ese viaje.

La muerte: un reencuentro


El dolor, la angustia, la enfermedad, la soledad no pueden fulminar este deseo tan genuino del alma: seguir viviendo en un estado de total plenitud, con Dios. Es el destino de todas sus criaturas: volver a la fuente, al origen, al principio. Volver a los brazos de Dios.

El adiós no es una ruptura, es un hasta luego para volvernos a encontrar. Hemos de aprender, cuando llegue el momento, a aceptar que se vayan los seres queridos, no hacia un abismo, sino hacia un nuevo hogar que cuidarán con mimo esperándonos para un abrazo eterno.

Con esta esperanza los ojos no quedarán secos y podrán volver a brillar. Las lágrimas no caerán como perlas teñidas de angustia y temor, sino de emoción y alegría por el reencuentro. Los pulmones no se vaciarán de oxígeno, podremos respirar aire nuevo y el corazón no latirá al ritmo de la melancolía y la tristeza, sino al ritmo de la alegría esperanzada. Una espera luminosa que acabará en una efusión celestial.

Ya no tendremos un corazón llagado, sino un corazón regenerado, sanado, nuevo, porque nuestra nueva naturaleza participará de la misma de Dios. Por él, con él y en él, todo es nuevo y todo renace. El alma volará hacia horizontes insospechados porque ha quedado liberada de la muerte para permanecer resucitada para siempre.