domingo, 22 de febrero de 2015

Lágrimas de amor

Hace unos meses que enviudó. Su marido, después de vivir sesenta y cinco años juntos, falleció, dejando en el corazón de la esposa un profundo vacío. En pleno duelo, la soledad pesa y ella vive en silencio el sabor amargo de una ausencia que, en su interior, sigue siendo presencia viva.

Pero el recuerdo, por vivo que sea, es solo recuerdo. No puede reemplazar la mirada dulce y el tacto delicado, la complicidad de un gesto. La añoranza de su ternura se le hace insoportable y en su pecho golpean los porqués. La memoria corre por su mente, ¡desearía inmortalizar tantos momentos de su vida! Los días se le hacen interminables como si el tiempo se detuviera. Cierra los ojos, buscando en sus recuerdos más tiernos los momentos que fortalecen su corazón.

Llora desconsolada, con lágrimas que no solo salen de sus ojos sino de lo más hondo de su alma. Resbalan por sus mejillas y me conmueve verla. Quizás busca consuelo, más que respuestas, ante tanto vacío y dolor. Su mirada quiere saber… y yo callo, reteniendo mi emoción.

Cuando el dolor es tan desgarrado y denso no encuentro palabras para consolar. Solo me acerco y la acompaño. Rezo por ella, para que Dios alivie su peso cuando el sufrimiento se manifiesta en su mayor crudeza. Ante el dolor lo único que puedo hacer es hacérmelo mío y darle calor y sosiego, sin decir nada. Le tomo las manos, la abrazo, le digo, con mi gesto, que estoy con ella y que lo siento.

Pocas veces he sentido tan de cerca el dolor de una viuda, en el que se palpa de manera tan viva el amor que profesaba a su esposo. ¡Qué grande debió ser este amor, que nunca envejeció, ni siquiera en los últimos días, antes de su muerte! Un amor fuerte como un roble, de apariencia suave, pero rotundo en su compromiso.

Él era su mundo, su cielo, su horizonte. Hoy vive con la ausencia de esa luz que brilló para ella. Compungida, llora y reza en silencio a Dios, pidiéndole fuerza para seguir adelante. Llora en su casa y lucha por asimilar el flujo de tantos recuerdos. Cuando la relación ha sido tan intensa y hermosa, el duelo pide tiempo. Poco a poco el dolor se irá calmando y los recuerdos se irán viviendo de otra manera. La ausencia ya no será tan insoportable y se dará otra forma de comunicación. De la agonía de la soledad pasará a una serena complicidad, incluso hablará con él, porque sabe que la espera al otro lado de la barrera de la muerte. De la tristeza y el desconsuelo pasará a vivir con la esperanza del reencuentro. Ya no le faltará el aire y se preparará para su abrazo definitivo en el más allá.

La experiencia del dolor nos ayuda a entender que el sufrimiento es inherente al amor. Cuando se sufre por amor estamos más cerca de entender el dolor de Cristo en la cruz. Su amor se expresó hasta el límite, dando su vida. Cristo en la cruz redime el sufrimiento y le da un sentido trascendente. El destino final de la criatura humana no es la muerte, sino la vida y la resurrección. Por eso, por muy dura que sea la separación, el amor y la vida son más fuertes. La historia que se inició hace 65 años continuará, porque la promesa de un reencuentro en el cielo hará eterno el amor de estos esposos.

domingo, 15 de febrero de 2015

Encarando las olas

La madurez de una persona se va tejiendo poco a poco en la medida en que va aprendiendo a abrazar la vida tal como es, y no tanto como quisiera que fuese. El gran reto de todos es saber con serenidad lo que realmente implica vivir una existencia plena. Aceptar la existencia propia y la de los demás es la clave que nos ayudará a sortear y afrontar las dificultades que surgen por el simple hecho de estar vivo.

Todos deseamos una vida serena y apacible, y eso es necesario, tanto como asumir con humildad nuestras contradicciones. Si de verdad queremos darle un sentido a nuestra vida hemos de lidiar con esta doble realidad: un deseo sincero de crecer y mejorar y, por otro lado, aceptar nuestra fragilidad humana, que se manifiesta en situaciones que no siempre controlamos.

Para llegar a esto se necesita de una humildad transformadora que nos haga ver que nuestra estructura psíquica no es lineal. Muchas veces está segmentada y condicionada por circunstancias que no podemos dominar. A menudo nos cuesta incluso dominarnos a nosotros mismos.

Abrazar con humildad la existencia ayuda a prepararse para los desafíos de la vida, y uno de ellos es asumir la parte de misterio que hay en cada persona.

Hoy, paseando por la playa, el mar se confundía con el cielo: una fina línea fluorescente los unía en el horizonte. Las aguas plateadas reflejaban el cielo gris y las olas apenas ondulaban su superficie cristalina, muriendo con timidez en la playa. El sol no lucía con fuerza, pero bañaba con luminosidad las nubes, otorgando al día un matiz suave y sosegado. 

Y pensé que hay días en que la vida de una persona es así: todo es calma, suavidad, silencio. Sus aguas interiores están tranquilas y el viento está quieto; la vida se desliza con suavidad, como una barca, y nos encontramos bien, nada parece arrebatarnos la paz. Pero el mar no siempre está igual. De esa calma se puede pasar a un viento impetuoso que arrastra las olas con fuerza hasta la orilla, o a una tormenta que puede levantar un oleaje de metros de altura. ¿Qué hacemos cuando el viento huracanado nos azota? Aquí es cuando corremos riesgos y necesitamos de nuestro coraje. Un estrés incontrolable puede dejarnos paralizados por el miedo o nos puede empujar a huir. El látigo de las olas, que galopan como caballos desbocados, nos hace sentirnos inseguros y sin reflejos. El pánico nos aturde y se apodera de nosotros.

Pero el peligro, el riesgo, es también nuestra gran oportunidad para afrontar nuestros miedos. Cuando uno encara las olas gigantescas y se convierte en un surfista de la vida, sin vacilar, con tenacidad y valentía, ese ser humano minúsculo se enfrenta a la inmensidad del mar. Su cerebro está dotado de inteligencia para poder desafiar cualquier situación de choque. La creatividad que mueve sus resortes es más grande que todo el océano. Puede adueñarse de la situación y sobrellevarla. Este es el trampolín de la madurez humana: cuando uno aprende a estar en medio del túnel interior de una ola es cuando nace el buen surfista que no pierde la calma, mantiene la respiración y se hace invencible. Desde su insignificancia crece, se adueña de la ola y se desliza, dejándose llevar por las aguas y aprendiendo a salir airoso de sus fauces.

Dentro de nosotros hay un surfista que sabe que, si quiere vivir en medio de los torbellinos de agua, debe tener una calma inquebrantable. Estamos preparados para este reto: saber vivir con paz en medio de las tormentas. Si queremos armonizar nuestra vida hemos de aprender a vivir entre la luz y las tinieblas, entre el ruido y el silencio, entre el sol y la lluvia, entre la calma y el frenesí.

Surfeamos entre los límites y la infinitud, entre la alegría y la tristeza, entre la libertad y las hipotecas, entre el amor y el desamor, entre el vacío y la plenitud, entre nuestras metas y nuestros fracasos, entre la esperanza y el desánimo, entre la soledad y la compañía.

Las personas estamos constantemente evolucionando, también en el plano espiritual. Caminamos hacia nuestra madurez y perfección, hacia la morada más íntima de nuestro ser, donde habita la calma divina, donde nos invade el éxtasis. Pero hasta que no llegamos ahí necesitamos asumir nuestra condición mortal y limitada. No somos dioses y solo cuando aceptamos con humildad nuestra contingencia podemos saltar a otro estado: el del camino místico, hacia la intimidad con Dios.

Será entonces, instalados para siempre en la luz, en la belleza, en la armonía, cuando las tormentas de la vida ya no nos harán tambalear, porque estamos anclados en otra dimensión. Nuestra conexión con Dios será tan fuerte que nada ni nadie podrá perturbar nuestra calma. Sabremos y tendremos la certeza de que Dios está en nosotros.

Dios está en ti, y te ama. Esta certeza es más fuerte que las olas devastadoras. Te mantendrá firme, sin temor a ser engullido. Cuando decimos sí a Dios y abrimos nuestro corazón a Cristo, no temeremos ni los abismos ni las alturas, ni las profundidades ni las tinieblas. Seremos reyes con él y con él siempre saldremos victoriosos de cualquier combate, por más arduo que sea.

¿Qué nos falta? Tan solo dejarse llevar por el soplo de su Espíritu. Todos nuestros nombres están inscritos en el cielo.

domingo, 8 de febrero de 2015

Embalsamar corazones heridos

La crisis económica y laboral ha sido un auténtico tsunami que ha lanzado a muchas personas al abismo, arrastrándolas hacia la marginalidad. Riadas de gente que antes disfrutaban de una situación estable y normal hoy sufren carencias muy básicas. El flagelo del paro las está llevando a situaciones límite: inseguridad, depresiones, soledad y sentimientos de autoestima muy baja. Pero sobre todo carecer de un futuro laboral y de una seguridad económica genera terribles angustias y lleva a muchos a un túnel sin salida. El desánimo va acortando sus posibilidades. Desorientadas, desubicadas, muchas personas empiezan un éxodo sin norte, cargadas con un profundo sentimiento de vacío. Sin expectativas ni esperanzas, inician itinerarios laborales de inserción pero no acaban de encontrar trabajo. Obligadas a sobrevivir en medio de una precariedad incómoda, sin recursos y sin ánimo, se levantan cada mañana afrontando el vértigo de un futuro incierto. Muchas caen en el ensimismamiento y se pierden en un laberinto de contradicciones internas. El rostro se les apaga y los ojos caídos dejan de soñar en un nuevo horizonte. Han perdido el rumbo y su único objetivo es sobrevivir.

La cara del dolor

Con la iniciativa de Cáritas parroquial y la creación del comedor social, desde hace unos meses estamos poniendo cara y nombre a estas víctimas de la crisis. La parroquia de San Félix quiere aportar una pequeña gota balsámica para suavizar y atenuar un poco el dolor de estas cuarenta personas que vienen a comer cada día. Cada una con su nombre, con su historia personal, con el lastre de su sufrimiento.

El comedor, sencillo y digno, es un espacio donde, además de sentarse a comer, las personas pueden encontrar un lugar acogedor, un ambiente cálido y amable, una mirada amiga que, durante unos minutos, les haga olvidar el dolor que sienten en su alma. Los voluntarios les brindan una sonrisa que mantiene encendidas las pocas brasas que llevan en el corazón. La acogida les recuerda que, aunque hayan perdido su trabajo, e incluso su salud, nunca pierden su dignidad, por más que estén bajo el umbral de la pobreza. La persona es sagrada y está por encima de su situación social y laboral. Todos son hijos de Dios y ninguna situación de carencia les puede robar su dignidad por el hecho de existir.

El sufrimiento no tiene sexo, cultura, religión ni edad. Mirando con dulzura a los comensales, no puedo evitar conmoverme. Observo las diferentes caras y expresiones. Algunos comen concentrados en el plato, quizás con hambre; otros guardan un mutismo aterrador, no articulan palabra ni miran a nadie a los ojos. Otros sonríen tímidamente, otros engullen la comida y se van corriendo. Otros miran como si todavía alentara en ellos una chispa de esperanza.

Todos, a su manera, expresan su situación vital. Corazones rotos que buscan calor en el frío invierno de su vida, paz, una tregua interna en su lucha por sobrevivir, alimentos calientes que apacigüen el hambre de sus estómagos pero, sobre todo, una acogida cálida que haga recobrar un poco de sentido a su existencia.

El rostro de la esperanza

Pero el comedor no solo tiene esa cara de dolor. También está la cara del servicio con alegría. Un grupo de 16 voluntarios, día tras día, con entrega y generosidad, está haciendo posible esta bella historia de solidaridad. Ellos insuflan alegría, esperanza y razones para vivir a los que no la tienen. Todos se multiplican para atender con delicadeza y amor a los comensales que acuden a su calor solidario. Han decidido emprender una aventura: llegar al corazón de aquellos a quienes les falta el gozo de vivir. Todos son de una calidad humana extraordinaria y poseen enormes valores humanos y cristianos. Con un servicio exquisito y alegre dedican su tiempo a los más pobres del barrio. Saben que su labor es parte de un proceso evangelizador: los pobres están en el corazón de Jesús. También están en el corazón de la Iglesia y de la comunidad cristiana.

Cada voluntario se convierte en un samaritano que busca al hombre apaleado y herido por la soledad y por una estructura social que lo ha dejado tumbado en el suelo de la ignorancia y el olvido. Todos forman un grupo sólidamente trabado entorno a este proyecto; son imagen de Jesús ante el dolor social.

Si el dolor de la miseria es un grito silencioso ante la injusticia, la alegría de los voluntarios abre caminos de esperanza. Aquí, en este rincón de Barcelona, en estas sencillas salas parroquiales, vemos cómo la transformación del mundo no depende solo de los “de arriba” o de los que tienen poder, sino de unos corazones generosos que han sido capaces de donar un tiempo de sus vidas a aquellos que la vida ha dejado fuera del campo de juego. Cada voluntario es luz para ellos. Quién sabe, quizás el día que alguno de los comensales deje de sentarse en el comedor será porque alguien supo devolverle la esperanza perdida.
    
Antiguamente, cuando el templo de San Félix no estaba todavía en su ubicación actual, se encontraba justamente allí donde se sitúa el comedor social. La sala alta era el antiguo presbiterio. Donde hoy están las mesas hubo un altar. Este hecho histórico reviste el lugar de un significado especial: donde hoy se sientan los predilectos de Dios a comer fue la sede del banquete eucarístico. Este comedor, junto con el templo actual, es el lugar más sagrado de la parroquia. Del Cristo del pan eucarístico pasamos al pobre que también es imagen de Cristo y que pide pan material y el calor de unas manos. Las llagas de Cristo expresan el dolor de quienes buscan la misericordia y a la vez la dulzura de los corazones compasivos.

Nunca olvidemos que una fe sin obras es una fe muerta, como dice San Juan, y que los cristianos somos las manos de Dios. Desde este blog, Escritos con alma, quiero agradecer de todo corazón a todos y cada uno de los voluntarios que con tenacidad y alegría están sirviendo a los que se sientan a comer. Como dice el evangelio, aquello que hacéis con uno de estos me lo hacéis a mí. Vuestra labor es encomiable y muy hermosa. ¡Doy gracias a Dios por ella!