La crisis económica y laboral ha sido un auténtico tsunami
que ha lanzado a muchas personas al abismo, arrastrándolas hacia la
marginalidad. Riadas de gente que antes disfrutaban de una situación estable y
normal hoy sufren carencias muy básicas. El flagelo del paro las está llevando
a situaciones límite: inseguridad, depresiones, soledad y sentimientos de
autoestima muy baja. Pero sobre todo carecer de un futuro laboral y de una
seguridad económica genera terribles angustias y lleva a muchos a un túnel sin
salida. El desánimo va acortando sus posibilidades. Desorientadas, desubicadas,
muchas personas empiezan un éxodo sin norte, cargadas con un profundo
sentimiento de vacío. Sin expectativas ni esperanzas, inician itinerarios
laborales de inserción pero no acaban de encontrar trabajo. Obligadas a
sobrevivir en medio de una precariedad incómoda, sin recursos y sin ánimo, se
levantan cada mañana afrontando el vértigo de un futuro incierto. Muchas caen
en el ensimismamiento y se pierden en un laberinto de contradicciones internas.
El rostro se les apaga y los ojos caídos dejan de soñar en un nuevo horizonte.
Han perdido el rumbo y su único objetivo es sobrevivir.
La cara del dolor
Con la iniciativa de Cáritas parroquial y la creación del
comedor social, desde hace unos meses estamos poniendo cara y nombre a estas
víctimas de la crisis. La parroquia de San Félix quiere aportar una pequeña
gota balsámica para suavizar y atenuar un poco el dolor de estas cuarenta
personas que vienen a comer cada día. Cada una con su nombre, con su historia
personal, con el lastre de su sufrimiento.
El comedor, sencillo y digno, es un espacio donde, además de
sentarse a comer, las personas pueden encontrar un lugar acogedor, un ambiente
cálido y amable, una mirada amiga que, durante unos minutos, les haga olvidar
el dolor que sienten en su alma. Los voluntarios les brindan una sonrisa que
mantiene encendidas las pocas brasas que llevan en el corazón. La acogida les
recuerda que, aunque hayan perdido su trabajo, e incluso su salud, nunca
pierden su dignidad, por más que estén bajo el umbral de la pobreza. La persona
es sagrada y está por encima de su situación social y laboral. Todos son hijos
de Dios y ninguna situación de carencia les puede robar su dignidad por el
hecho de existir.
El sufrimiento no tiene sexo, cultura, religión ni edad.
Mirando con dulzura a los comensales, no puedo evitar conmoverme. Observo las
diferentes caras y expresiones. Algunos comen concentrados en el plato, quizás
con hambre; otros guardan un mutismo aterrador, no articulan palabra ni miran a
nadie a los ojos. Otros sonríen tímidamente, otros engullen la comida y se van
corriendo. Otros miran como si todavía alentara en ellos una chispa de
esperanza.
Todos, a su manera, expresan su situación vital. Corazones
rotos que buscan calor en el frío invierno de su vida, paz, una tregua interna
en su lucha por sobrevivir, alimentos calientes que apacigüen el hambre de sus
estómagos pero, sobre todo, una acogida cálida que haga recobrar un poco de
sentido a su existencia.
El rostro de la esperanza
Pero el comedor no solo tiene esa cara de dolor. También
está la cara del servicio con alegría. Un grupo de 16 voluntarios, día tras
día, con entrega y generosidad, está haciendo posible esta bella historia de
solidaridad. Ellos insuflan alegría, esperanza y razones para vivir a los que
no la tienen. Todos se multiplican para atender con delicadeza y amor a los
comensales que acuden a su calor solidario. Han decidido emprender una
aventura: llegar al corazón de aquellos a quienes les falta el gozo de vivir.
Todos son de una calidad humana extraordinaria y poseen enormes valores humanos
y cristianos. Con un servicio exquisito y alegre dedican su tiempo a los más
pobres del barrio. Saben que su labor es parte de un proceso evangelizador: los
pobres están en el corazón de Jesús. También están en el corazón de la Iglesia
y de la comunidad cristiana.
Cada voluntario se convierte en un samaritano que busca al
hombre apaleado y herido por la soledad y por una estructura social que lo ha
dejado tumbado en el suelo de la ignorancia y el olvido. Todos forman un grupo
sólidamente trabado entorno a este proyecto; son imagen de Jesús ante el dolor
social.
Si el dolor de la miseria es un grito silencioso ante la
injusticia, la alegría de los voluntarios abre caminos de esperanza. Aquí, en
este rincón de Barcelona, en estas sencillas salas parroquiales, vemos cómo la
transformación del mundo no depende solo de los “de arriba” o de los que tienen
poder, sino de unos corazones generosos que han sido capaces de donar un tiempo
de sus vidas a aquellos que la vida ha dejado fuera del campo de juego. Cada
voluntario es luz para ellos. Quién sabe, quizás el día que alguno de los
comensales deje de sentarse en el comedor será porque alguien supo devolverle
la esperanza perdida.
Antiguamente, cuando el templo de San Félix no estaba
todavía en su ubicación actual, se encontraba justamente allí donde se sitúa el
comedor social. La sala alta era el antiguo presbiterio. Donde hoy están las
mesas hubo un altar. Este hecho histórico reviste el lugar de un significado
especial: donde hoy se sientan los predilectos de Dios a comer fue la sede del
banquete eucarístico. Este comedor, junto con el templo actual, es el lugar más
sagrado de la parroquia. Del Cristo del pan eucarístico pasamos al pobre que
también es imagen de Cristo y que pide pan material y el calor de unas manos.
Las llagas de Cristo expresan el dolor de quienes buscan la misericordia y a la
vez la dulzura de los corazones compasivos.
Nunca
olvidemos que una fe sin obras es una fe muerta, como dice San Juan, y que los
cristianos somos las manos de Dios. Desde este blog, Escritos con alma, quiero agradecer de todo corazón a todos y cada
uno de los voluntarios que con tenacidad y alegría están sirviendo a los que se
sientan a comer. Como dice el evangelio, aquello
que hacéis con uno de estos me lo hacéis a mí. Vuestra labor es encomiable
y muy hermosa. ¡Doy gracias a Dios por ella!
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