La madurez de una persona se va tejiendo poco a poco en la
medida en que va aprendiendo a abrazar la vida tal como es, y no tanto como
quisiera que fuese. El gran reto de todos es saber con serenidad lo que
realmente implica vivir una existencia plena. Aceptar la existencia propia y la
de los demás es la clave que nos ayudará a sortear y afrontar las dificultades
que surgen por el simple hecho de estar vivo.
Todos deseamos una vida serena y apacible, y eso es
necesario, tanto como asumir con humildad nuestras contradicciones. Si de
verdad queremos darle un sentido a nuestra vida hemos de lidiar con esta doble
realidad: un deseo sincero de crecer y mejorar y, por otro lado, aceptar
nuestra fragilidad humana, que se manifiesta en situaciones que no siempre controlamos.
Para llegar a esto se necesita de una humildad
transformadora que nos haga ver que nuestra estructura psíquica no es lineal.
Muchas veces está segmentada y condicionada por circunstancias que no podemos
dominar. A menudo nos cuesta incluso dominarnos a nosotros mismos.
Abrazar con humildad la existencia ayuda a prepararse para
los desafíos de la vida, y uno de ellos es asumir la parte de misterio que hay
en cada persona.
Hoy, paseando por la playa, el mar se confundía con el cielo:
una fina línea fluorescente los unía en el horizonte. Las aguas plateadas
reflejaban el cielo gris y las olas apenas ondulaban su superficie cristalina,
muriendo con timidez en la playa. El sol no lucía con fuerza, pero bañaba con
luminosidad las nubes, otorgando al día un matiz suave y sosegado.
Y pensé que hay días en que la vida de una persona es así:
todo es calma, suavidad, silencio. Sus aguas interiores
están tranquilas y el viento está quieto; la vida se desliza con suavidad, como
una barca, y nos encontramos bien, nada parece arrebatarnos la paz. Pero el mar
no siempre está igual. De esa calma se puede pasar a un viento impetuoso que
arrastra las olas con fuerza hasta la orilla, o a una tormenta que puede
levantar un oleaje de metros de altura. ¿Qué hacemos cuando el viento
huracanado nos azota? Aquí es cuando corremos riesgos y necesitamos de nuestro
coraje. Un estrés incontrolable puede dejarnos paralizados por el miedo o nos
puede empujar a huir. El látigo de las olas, que galopan como caballos
desbocados, nos hace sentirnos inseguros y sin reflejos. El pánico nos aturde y
se apodera de nosotros.
Pero el peligro, el riesgo, es también nuestra gran
oportunidad para afrontar nuestros miedos. Cuando uno encara las olas
gigantescas y se convierte en un surfista de la vida, sin vacilar, con
tenacidad y valentía, ese ser humano minúsculo se enfrenta a la inmensidad del
mar. Su cerebro está dotado de inteligencia para poder desafiar cualquier
situación de choque. La creatividad que mueve sus resortes es más grande que
todo el océano. Puede adueñarse de la situación y sobrellevarla. Este es el
trampolín de la madurez humana: cuando uno aprende a estar en medio del túnel
interior de una ola es cuando nace el buen surfista que no pierde la calma,
mantiene la respiración y se hace invencible. Desde su insignificancia crece,
se adueña de la ola y se desliza, dejándose llevar por las aguas y aprendiendo
a salir airoso de sus fauces.
Dentro de nosotros hay un surfista que sabe que, si quiere
vivir en medio de los torbellinos de agua, debe tener una calma inquebrantable.
Estamos preparados para este reto: saber vivir con paz en medio de las
tormentas. Si queremos armonizar nuestra vida hemos de aprender a vivir entre
la luz y las tinieblas, entre el ruido y el silencio, entre el sol y la lluvia,
entre la calma y el frenesí.
Surfeamos entre los límites y la infinitud, entre la alegría
y la tristeza, entre la libertad y las hipotecas, entre el amor y el desamor,
entre el vacío y la plenitud, entre nuestras metas y nuestros fracasos, entre
la esperanza y el desánimo, entre la soledad y la compañía.
Las personas estamos constantemente evolucionando, también
en el plano espiritual. Caminamos hacia nuestra madurez y perfección, hacia la
morada más íntima de nuestro ser, donde habita la calma divina, donde nos
invade el éxtasis. Pero hasta que no llegamos ahí necesitamos asumir nuestra
condición mortal y limitada. No somos dioses y solo cuando aceptamos con
humildad nuestra contingencia podemos saltar a otro estado: el del camino
místico, hacia la intimidad con Dios.
Será entonces, instalados para siempre en la luz, en la
belleza, en la armonía, cuando las tormentas de la vida ya no nos harán
tambalear, porque estamos anclados en otra dimensión. Nuestra conexión con Dios
será tan fuerte que nada ni nadie podrá perturbar nuestra calma. Sabremos y
tendremos la certeza de que Dios está en nosotros.
Dios está en ti, y te ama. Esta certeza es más fuerte que
las olas devastadoras. Te mantendrá firme, sin temor a ser engullido. Cuando
decimos sí a Dios y abrimos nuestro corazón a Cristo, no temeremos ni los
abismos ni las alturas, ni las profundidades ni las tinieblas. Seremos reyes
con él y con él siempre saldremos victoriosos de cualquier combate, por más
arduo que sea.
¿Qué nos falta? Tan solo dejarse llevar por el soplo de su
Espíritu. Todos nuestros nombres están inscritos en el cielo.
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