domingo, 21 de diciembre de 2014

Aprender a asumir el conflicto

Corazones llenos de amargura


El ser humano, en su búsqueda de realización personal, se topa con realidades difíciles de gestionar. Fracasos emocionales, convivencias tensas, incapacidad para adaptarse y falta de habilidades sociales. La necesidad de protegerse le lleva a reforzar su ego. Así, muchas personas desean ser el centro de todo, ejerciendo una manipulación emocional de los demás. Se muestran intransigentes y susceptibles, guardan memoria de todo lo negativo y utilizan un lenguaje ambiguo para justificarse.

El victimismo se apodera de estas personas. Creen tener derecho a todo, y lo reclaman todo. A veces, bajo una apariencia sumisa y servicial, esconden un terrible orgullo y ejercen una tiranía sobre quienes las rodean.

Con habilidad, emplean sutiles maniobras para crear situaciones conflictivas. Se valen de los rumores y de la murmuración para ir generando desconcierto y dudas. Así van levantando muros, sembrando la desconfianza y haciendo inviable una relación sana y una comunicación armónica con los demás. Pueden reventar iniciativas, proyectos y sueños de otros. Utilizan medias verdades para tejer la mentira de su construcción mental, que les sirve de autodefensa.

Pero, en realidad, quienes crean estos problemas de convivencia suelen ser personas con una autoestima muy baja y un enorme cúmulo de resentimiento. Como piensan que todo el mundo les debe algo, siempre piden más y más. Son incapaces de escuchar el punto de vista del otro, de olvidar y de perdonar. Al contrario, es a ellas a quienes hay que pedir perdón, pues siempre se sienten ofendidas.

Cuánto dolor inútil y absurdo generan estas personas. Cuánto sufrimiento provocan los corazones amargados, separados de la alegría de los demás.  Están tan pendientes de todo cuanto les afecta que abortan toda posibilidad de convivencia armoniosa.

Cuando uno vive de cerca estas situaciones, se da cuenda de la complejidad del ser humano que vive centrado en sí mismo y no soporta los valores y capacidades de los demás, especialmente aquellos que los hacen brillar. Quienes viven así están tan ensimismados que no les queda otro remedio que someter, anular o esclavizar al otro. Cuando no lo consiguen, se desesperan y dan mordiscos a todos aquellos que se cruzan en su camino, especialmente a quienes pueden descubrir su verdadera identidad. Como animales heridos, salen de su guarida dando coces.

La mejor medicina


¿Qué hacer? Algunas personas me consultan cómo actuar en estas situaciones. Intento aconsejarlas desde mi experiencia vital.

Primero hay que asumir, con realismo, que algunas personas son como ortigas y lo único que se puede hacer es vigilar, actuar con prudencia y tacto para evitar pincharse y no irritarlas, sin perder de vista que también son seres humanos merecedores de un profundo respeto. No somos nadie para juzgar su corazón, son dignísimas de ser amadas, aunque sea desde la discreción y la distancia. Su pasado y sus circunstancias vitales quizás son muy complejas y les han llevado a ser como son. Hay que aceptarlas tal cual: este es el mejor antídoto para evitar que se acentúen sus patrones de comportamiento.

Pero, sobre todo, lo importante es tener la capacidad de perdonar siempre. Aunque arañen tu sensibilidad, no podrán arañar tu alma si estás abierto a un reencuentro. Si tu alma está sosegada ya se está abriendo a una nueva oportunidad, que hay que desear con toda la fuerza. Mirar con dulzura a los ojos del otro, con el tiempo, puede producir un milagro. Mirar con amor paciente acabará surtiendo efecto porque la mirada que se dirige al corazón no pasa por la cabeza. El corazón no puede rechazar la autenticidad de una mirada sincera y regeneradora.

Toda persona tiene alma, un trozo de Dios en su vida que ha sido creada directamente por él y está llamada a una experiencia de amor que le haga trascender. Somos amables, es decir, tenemos el derecho de ser amados por encima de todo. Ver las cosas desde la perspectiva del amor requiere esfuerzo, pero permite ver los límites y a la vez saber que participamos del soplo divino. Nuestra existencia es querida por Dios y solo necesitamos descubrir la grandiosidad que tenemos dentro. Junto a la oscuridad habita una luz clarísima. El bien es más fuerte que el mal, ya que estamos concebidos para la felicidad y para cooperar en un proyecto común: humanizar el mundo y la vida de cada persona.

De un corazón avinagrado salen palabras hirientes, pero de un corazón lleno de gratitud sale poesía y dulzura. Solo entendiendo la vida desde la gratuidad, conscientes de que todo se nos ha dado, podremos trazar el rumbo de la vocación humana, que es el amor.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Una mirada perdida

La crisis económica no deja de flagelar a miles de personas que viven sometidas a una terrible presión, dejándolas sin esperanza y sin ganas de luchar. Ante la carencia, lejos de sacar fuerzas de donde no tienen, acaban rindiéndose. Meditando, sentado en un banco del parque de la Ciudadela, observaba a un señor que he visto más de una vez. De tez morena y pelo rizado, con el rostro un poco deformado y señales de vejez prematura, tenía la mirada fija en ninguna parte, los ojos apagados y tristes. Miraba sin mirar, como si el vacío lo hubiera invadido. Estaba allí, pero no estaba. Quizás esa desconexión sea un mecanismo sicológico para sobrevivir ante una realidad demasiado cruda.

Allí permanecía, inmóvil, como si durmiera con los ojos abiertos, escondiéndose de sí mismo en una madriguera invisible hecha de ausencia y olvido. Tan ensimismado en la cueva de su existencia que era incapaz de darse cuenta de que el sol acariciaba sus mejillas, el día era luminoso y las hojas de los árboles susurraban a su alrededor.

Y pensé que para muchos la vida se convierte en un latigazo, pero encerrarse en si mismo tampoco es una salida. No ven, no huelen, no sienten. Su tiempo no es tiempo, su vida no es vida. No saludan cada día como una nueva oportunidad. No admiran la belleza de los colores que les rodean. No ven que cada mañana el ciclo de la vida se renueva con toda su fuerza. Inerte, echado en el banco, aquel hombre era incapaz de respirar la belleza.

Se me encogió el corazón y tuve el impulso de dirigirme hacia él. Quizá había pasado la gélida noche lidiando con su soledad. ¿Dónde está su libertad? Perdida, como su hogar. Ahora su casa es un banco y sus enseres son cuatro cartones para amortiguar la dureza de la madera. El frío y el sol han quemado su piel, pero no dan calidez a un corazón falto de afecto y ternura.

Cuántas historias rotas, cuántos adultos entrando en la ancianidad completamente desvalidos, solos, apartados. ¿Qué le pasó a este hombre para que su dignidad se vea tan pisoteada? Si esto ocurre es porque en la sociedad todavía faltan recursos para todos aquellos que, por circunstancias no queridas, se encuentran al límite de no valorar su propia vida. Si esto ocurre es porque no hay consciencia de “pecado social”. Falta una ética fundamentada en la hermandad existencial, además de los recursos necesarios para atender a quienes sufren, social y laboralmente.

Muchos caen en la desesperanza. Un grito silencioso salió de mi corazón ante la injusticia. Me sublevé, interiormente, mientras aquel hombre, frente a mí, era ajeno a todo cuanto sucedía a su alrededor. Sumido en su letargo, prefería no abrir los ojos del alma.

No soñar nada, no creer en nada, casi ni respirar: este es uno más entre miles que ya no tienen fuerza para mirar adelante, que prefiere no sentir porque la vida resulta demasiado dolorosa. Prefiere no fiarse de nadie, como si el resto del mundo fuera cómplice de su angustiosa soledad. Vive en plano y ve en blanco y negro; prefiere el vacío antes que arriesgarse a confiar en un alma generosa. Quizás un desamor, una traición, un despido, un desprecio o una ruptura lo han desengañado. Su horizonte es un abismo.

Todos tenemos derecho a una vida digna, a un trabajo estable y a ser felices. Este es el deseo de Dios hacia su criatura y el anhelo más profundo del ser humano: crecer, amar, gozar, surcar los vientos de la libertad para alcanzar la máxima plenitud humana. En esto radica la esencia más genuina de la vida: mirar más allá de uno mismo, hacia la trascendencia.

Recé en silencio. Solo desde el silencio podemos ahondar en el misterio de nuestro propio ser. Me dirigí a Dios y le pedí que sacara a ese hombre del pozo que es uno mismo  cuando se hunde en las entrañas de su miseria. Cuesta mucho salir, porque la misma luz molesta al que se ha acostumbrado a vivir en tinieblas. Para un náufrago de la vida, que ha perdido el norte y camina hacia ninguna parte es difícil salir del laberinto de su existencia. Solo desde la caridad podemos convertirnos en brújulas para todos aquellos que han perdido el rumbo y han olvidado la felicidad, a la que todos estamos llamados desde la concepción.