Un paraíso hacia Poniente
La zona de La Noguera es un lugar donde suelo retirarme cada verano a descansar. Allí hago mis recesos y organizo el próximo curso y mis actividades pastorales. No es un lugar húmedo de grandes bosques, como podrían ser los Pirineos, ni un lugar de playa, como Tarragona, con un intenso turismo y ofertas de ocio. Pero La Noguera es un paraíso para otro tipo de turismo. Los parajes naturales en torno al Montsec, las rutas siguiendo montañas, ríos y pantanos, las excursiones a antiguas ermitas románicas o a castillos medievales, o cruzando desfiladeros como el de Mont-rebei, ofrecen escenarios incomparables al viajero buscador de belleza y de rastros de nuestra historia. En La Noguera es posible encontrar bienestar, cultura, naturaleza y unos cielos estrellados de asombrosa nitidez.
Tengo especial preferencia por estos paisajes secos, los Aspres de la Noguera, montes abruptos
donde el romero y el matorral espinoso crecen entre encinas y robles. Me gusta
contemplar la agreste belleza de las rocas mientras camino por senderos
pedregosos entre valles y montes. Escucho el murmullo del viento en los chopos
que se elevan siguiendo el curso de los arroyos. Contemplo las curvas
caprichosas de las ramas de los almendros y huelo el aroma del romero y los
hinojos que crecen junto al camino. A lo lejos, veo los extensos campos, llenos
de espigas doradas, a punto de la siega. No es este el paisaje verde de Girona,
ni el de la Costa Brava. Pero el clima seco, además de ser excelente para mi
salud, por la baja humedad, tiene sus encantos. Cada noche veo las estrellas
como nunca las he visto; por la mañana, piso el rocío en el campo; a mediodía,
el viento me regala su silbido. Contemplo el sol al nacer, a mediodía y al
atardecer. Disfruto del frescor de la noche, paseando mientras escucho la
música de los grillos. El clima seco moldea un paisaje natural, poco manipulado
por el hombre, con un bosque sorprendentemente frondoso y variado. Sobre todo,
disfruto de ese silencio que todo lo envuelve y de una soledad deseada que
empuja a descubrir las maravillas del entorno.
Todo es más limpio, más sencillo, los colores son puros y
las montañas se perfilan en un cielo nítido de intenso azul. Al haber poca
población, la sensación de inmensidad es mayor. El Edén no es sólo un bosque
verde con manantiales y jardines; también puede ser un hermoso campo de espigas
acariciadas por el viento de la tarde, el murmullo de un arroyo que se desliza
entre los cañizares, o la suave brisa que sopla en el crepúsculo, mientras el
cielo se tiñe de rosa y oro. Sí, esto también es un Edén, un jardín a Poniente.
Recuerdo que Joan Oró, el gran científico catalán, decía que jamás había visto
el cielo nocturno tan claro como en este lugar.
La soledad buscada
Prefiero el anonimato en medio de un ambiente árido y sus maravillosas cumbres que perderme en el anonimato impersonal en medio de tanta gente, que mata el tiempo en la playa; prefiero el silencio y la soledad al ruido humano y al engentamiento. Prefiero un tiempo para crecer y no para perderme, un tiempo y un lugar para encontrarme en vez de ir empequeñeciendo en medio de un excesivo culto a todo lo que hago. Prefiero callar y contemplar que decir palabras huecas, perdiendo el rumbo. Sé que, cuanto más me adentre en mí, más aprenderé quién soy y hacia dónde voy, y qué sentido tiene la vida. Así podré dar respuesta a otros que buscan, y quizás les ayude a encontrarse consigo mismos.
Reflejos de Dios
Cada mañana, temprano, salgo a caminar por los senderos, en busca de la claridad que anuncia la salida del sol. En seguida me veo envuelto por esos parajes tan bellos, y me gusta sentir el frescor del rocío matinal en la mejilla. El sol sale por detrás de las montañas. Primero se dibuja una aureola luminosa y después, lentamente, asoman los primeros rayos: un diamante en el cielo claro de la mañana. Y sale con toda su fuerza por encima de las cumbres. Es un momento mágico, de belleza estremecedora. Todo el valle queda iluminado; atrás quedan las sombras de la noche. Los colores estallan, los campos son bañados generosamente por la luz que irradia el nuevo sol.
Solo, en medio de tanta belleza, respiro dando gracias. Y
recuerdo aquel pasaje bíblico del libro de los Jueces, el cantar de Débora, que
acaba con este verso: «Sean los que te aman, Señor, como el sol, cuando nace
con todo su fulgor». La luz de Dios envuelve toda mi existencia. Todo mi ser
brilla cuando amo, porque los rayos de Dios embellecen mi alma de tal manera
que toda mi vida es transparencia suya. Esos rayos, que son los brazos de Dios,
me acompañan cuando abrazo el nuevo día. Cada amanecer es un regalo: Dios me
vuelve a levantar para que sea espejo donde rebote su calor hacia la humanidad,
para que me convierta en otro faro que indica el camino hacia él.
Sólo así, con esta actitud oracional, cuando me levante,
brotará en mí una invitación a vivir plena e intensamente. Este es el gran
desafío diario: ser feliz, dando gracias a Dios.
Una vez el sol ya está en lo alto, regreso agradecido por
esa bendita experiencia. El día comienza. Es verdad, también, que la luz me
ayuda a ver más mis propias imperfecciones, pero esto no me asusta. La acción
amorosa de Dios sobre mí es mayor. Si me dejo iluminar por él, arrancaré el día
lleno de su inmenso amor.
26 de julio de 2020