domingo, 31 de julio de 2022

El jardinero de Dios

Días atrás he visitado un extenso vivero en Balaguer, en la comarca de la Noguera. Era un día caluroso, de cielo azul intenso que contrastaba con el paisaje agreste de aquellas tierras leridanas. El sol desde su cénit lo abarcaba todo, nada escapaba a sus rayos que iluminaban el paisaje.

Llegué al vivero por una carretera comarcal que salía de Balaguer y serpenteaba entre huertos. Bajo la cubierta transparente, contemplé la enorme extensión de árboles, flores y plantas medicinales. Texturas, formas y aromas se mezclaban en las hileras de macetas expuestas para su venta. Había plantas para tratar de forma natural toda clase de trastornos y enfermedades. Clasificadas por sus cualidades terapéuticas, nutricionales y cosméticas, hacían de aquel lugar en un oasis, invitando a deambular por los pasillos del vivero o a sentarse en alguna de las sillas de mimbre allí colocadas para deleite del visitante.

Todo esto me movió a reflexionar sobre la importancia de cuidar y custodiar la naturaleza. Primero, porque es creación y somos parte de ella. Segundo, por su desbordante belleza, un regalo para los ojos. Y finalmente, porque también nos aporta salud y bienestar.

Pensé que los empleados de este vivero deben amar mucho su trabajo, convirtiendo su experiencia en fuente de sabiduría. Sólo si amas, conoces y cuidas la naturaleza, las plantas y los árboles te darán lo que necesitas. El deseo de conocer la fauna y la flora nos lleva a una cultura de cuidado del medio ambiente. Mimarlo no es otra cosa que alabar a Dios por toda su obra. Dios es el gran jardinero.

Convertirse en experto botánico significa ahondar en los misterios que se esconden tras las hojas, los frutos y las raíces, agradeciendo todo aquello que nos pueden aportar en nuestra vida. La humanidad también es un gran jardín que necesita de buenos jardineros especializados en el cuidado de cuerpos y almas. Sí, el buen jardinero conoce y sabe cómo es el corazón humano y cuáles son sus más profundos deseos, sobre todo aquellos que le ayudan a abrir sus horizontes. Todos tenemos un lugar en el vivero de nuestra vida. Hemos de descubrir la naturaleza de nuestra alma, para saber a lo que estamos llamados. Hemos de aromatizar con nuestros valores la convivencia con los demás para poder embellecer el entorno. Cada cual ha de descubrir que tiene un jardín plantado en su corazón. La alegría y la belleza son parte intrínseca de nuestro ser.

La ecología del ser humano

Sí, hay una enorme cantidad de personas que aman y saben cuidar las plantas. Dan un gran valor a la ecología. Pero hoy, más que nunca, es necesario también cultivar la ecología del ser humano. Sabemos cuidar las cosas y cada vez hay una mayor conciencia de vinculación con la naturaleza. Siendo esto bueno, no nos olvidemos del cuidado especial de las personas, como culmen de la creación. Si es urgente custodiar la naturaleza, mucho más lo es poner en el centro de nuestra atención al otro. Hemos de cuidar nuestros hábitos y los de las personas que viven en nuestro hogar. Así nos convertiremos en auténticos jardineros del vivero humano, y cada cual podrá dar color y perfume a la convivencia, tan necesitada de la frescura del amor.

Si las plantas tienen propiedades terapéuticas, cuánto más las personas, que tenemos la capacidad de amar. Hagamos de nuestra humanidad un bello jardín. Es una de las más nobles tareas del ser humano. Dejemos que Dios, ese discreto y sabio jardinero, pode todo aquello que nos impide florecer, a la vez que va dando forma a la naturaleza de nuestro corazón. Es lo que da sentido a todo lo que somos, porque el jardinero quiere hacer de su planta una obra de arte, es decir, hacer florecer todo el potencial que tiene adentro. Cada persona es una planta cuidada amorosamente en el jardín del Edén.

domingo, 24 de julio de 2022

Vivir es volar hacia la plenitud

Un retiro necesario

Como cada verano, procuro hacer un paréntesis en mi ajetreado trabajo. Me gusta parar y cambiar de ritmo. Durante todo el curso estoy enfocado a realizar mis tareas con esmero intentando sacar el máximo fruto, dedicando mi tiempo a servir a los demás. Así como cada día procuro tener un espacio para la oración y el cultivo espiritual, en este tiempo estival hago lo posible para retirarme, meditar, caminar y pasar más horas de soledad y silencio, profundizando en mi propia vocación. Pues es necesario no perder nunca el rumbo y el sentido último de la llamada.

Por eso a veces es importante, no sólo tener horas para saborear el silencio, sino unos días enteros para dejarte envolver por esa misteriosa presencia de un Dios que desea la plenitud del hombre. Te das cuenta de que estás hambriento de silencio y necesitas sumergirte en la suavidad, ir a otro ritmo, más despacio. Cuando te instalas en el silencio la percepción se agudiza y captas a tu alrededor matices de la realidad muy diferentes. Has dejado atrás la prisa, el reloj y la agenda, la aceleración mental y el estrés que disminuyen los sentidos. Todo adquiere un tono y un color diverso: los paisajes que contemplas se despliegan en mil tonos variados con sus infinitas gamas de verde y tierra.

El silencio ayuda a profundizar en la belleza del entorno, pero también en la belleza del corazón humano y sus anhelos. Aquietar el ruido es abrir las puertas para ir penetrando en tu castillo interior, ahí donde te lo juegas todo, allí donde reside tu identidad.

Tener unos días de reencuentro contigo mismo y con lo que da sentido a tu vida es crucial. Es hacer un alto en el camino, ponerte en dique seco y reparar las grietas y desperfectos del alma, sus huecos y vacíos. Dios es el carpintero del barco de tu vida, y necesita tiempo, también, para restaurar las heridas y restablecer las piezas rotas, para recuperar el tono e iniciar el camino de nuevo. Ya regenerado, puedes volver a tu misión de evangelización con paz, pasión y lucidez.

Un retiro es tiempo para dejarte moldear según aquello que, en el fondo, deseas: estar junto a tu Creador. Es dejar que el jardín de tu alma florezca y dé el máximo fruto. Hay que atreverse a volar por la inmensidad del corazón de Dios.

Sobrevolando el Montsec

Uno de estos días, tuve la ocasión de subir por la carretera serpenteante que lleva a la cumbre del Montsec. Desde esta montaña prepirenaica se divisa el valle de Áger y buena parte del llano de Lérida, desde la comarca de la Noguera. Cuando llegué a lo alto de la montaña caminé hacia una explanada que moría en el abismo. Allí había un grupo de jóvenes con sus parapentes, dispuestos a lanzarse al vacío. Me quedé observándolos y vi que intentaban aprovechar las corrientes de aire, tensando las cuerdas del parapente, para elevar la enorme tela que les sirve para suspenderse en el vacío. Y vi que se necesitan tres cosas para culminar el vuelo. Por un lado, conocer la técnica y el manejo de las cuerdas, así como conocer con absoluta certeza la dirección de la corriente del aire. La segunda, tener arrojo para lanzarse corriendo hacia el precipicio y deslizarse por los cielos. Es decir, valentía, seguridad, confianza en sí. Y la tercera, la más lúdica, es atreverse a jugar con el viento, con las emociones intensas y el riesgo. Los que practican deportes de aventura hablan de un profundo sentimiento de libertad. Se dejan mecer por el aire y pierden el miedo. Una vez lo tienen todo controlado, disfrutan. Una diminuta persona, suspendida en el aire, vive la grandeza de una experiencia indescriptible. Para muchos es una locura, pero ellos lo viven como algo sublime: el pequeño hombre superándose a sí mismo, rozando la infinitud, es capaz de grandes gestas. Para quienes contemplamos, es un gozo visual.

Cuando vi que se iban alejando, convertidos en pájaros que surcan las alturas, pensé que todos los seres humanos, en el fondo, anhelamos rozar la trascendencia, volar alto y superar nuestras limitaciones.

Observé que, entre los voladores, uno de ellos era capaz de manejar bien las cuerdas y controlar el viento, manteniendo su lona en alto durante mucho tiempo, pero no se movía. Lo tenía todo: técnica, formación, conocimiento y el viento a su favor, pero le costaba decidirse, y permanecía plantado e inmóvil.

Finalmente, seguí mi camino por el monte y, cuando volví, la explanada estaba desierta: todos volaron. Todos tuvieron el coraje de saltar y, junto con sus compañeros, convertirse en dueños del viento, fundiéndose en el paisaje.

De regreso, pensé que saber vivir, como volar, tampoco está exento de riesgos. Pide atención y conocimiento, destreza y control de la situación, pero también asumir riesgos. En el fondo, vivir de manera plena implica una elección libre, entre vivir de verdad o sumergirte en una burbuja donde sentirte protegido, pero encerrado. Cuántos, por miedo a conocerse a sí mismos, no saben lanzarse desde la rampa de su corazón, porque les falta el valor para verse como son, incluso arriesgándose en sus decisiones. Muchos no saben ni siquiera quiénes son y qué anhela su corazón. Se quedan quietos, les da vértigo lanzarse al vacío, tienen miedo, están inseguros y esto los lleva a la parálisis.

Vivir en plenitud es como volar: no es dejarse llevar por el viento, sino aprovecharlo en tu favor. Con las cuerdas bien tensas, que son los valores que nos orientan y nos mantienen a flote. Unos valores firmes nos permiten navegar sin perder el rumbo. Sabiendo despegar y soltar lastre, que es correr el riesgo de perder... En ese momento, no caes, sino que el viento te eleva. Así sucede también en la vida interior: cuando lo das todo, arrojándote al vacío, Dios te sostiene en sus alas y te eleva.

domingo, 17 de julio de 2022

La enfermedad de la prisa

En el jardín de un monasterio
En el jardín de un monasterio


Estamos lanzados a la cultura de lo inmediato, del frenesí, del ahora y ya. Nuestra sociedad se sumerge en la velocidad: hacer y hacer es lo más importante. El culto a la actividad centra nuestra vida, causando y provocando un cansancio psicológico y físico. Todo se precipita y nos lleva a divorciarnos de nosotros mismos. Nos alejamos de la naturaleza del ser para caer en el culto a nuestra obra e imagen. Cuando no hacemos algo parece que no somos nada.

Si no somos capaces de parar nuestro reloj interior, vamos a la deriva y perderemos nuestra identidad, es decir, lo que somos. La velocidad vertiginosa en que vivimos nos lleva a la fragmentación del ser, y cuando esto ocurre nos desubicamos existencialmente. Hemos perdido la brújula que nos indica hacia dónde tenemos que dirigir nuestros anhelos.

Sin orientación estamos perdidos. Sin valores que marquen nuestra trayectoria caeremos en el abismo o viviremos corriendo siempre, intentando ganar tiempo para hacer más y más. Todo está orientado a multiplicar nuestras actividades, hasta llegar a la extenuación y el agotamiento. El ser humano no es una máquina rentable de producción.

Plantear nuestro ritmo acelerado, algo que casi nunca hacemos, se hace necesario para reenfocar el rumbo de nuestra vida. Aunque no lo parezca, la velocidad puede ser adictiva: necesitamos hacer muchas cosas y con la máxima rapidez. Nos hemos acostumbrado a ir siempre corriendo porque ciframos nuestra valía y capacidad en el trabajo para ser alguien ante la gente. Creemos que cuanto más hacemos, mejor aprovechamos el tiempo, y tenemos miedo de que se nos escape. Así, lo estiramos como si fuera un chicle.

Pero nuestro cerebro no está concebido para hacer varias cosas simultáneas de forma consciente. Cuando en el ordenador tenemos muchas ventanas abiertas, llega un momento en que se bloquea y necesita un reseteo. De la misma manera, cuando nos desplazamos en un vehículo a alta velocidad, nuestra retina no puede captar todas las imágenes del paisaje que vemos. A esa velocidad le es imposible retenerlas. Lo mismo ocurre cuando tenemos la agenda llena y vamos corriendo de una tarea a otra. Hoy, en ciertas empresas, la tecnología obliga a mantener un ritmo tan alto que lleva al trabajador a un profundo estrés laboral, como ya indican algunos psicólogos. Algo hemos de hacer para sanar esta patología social. Entre no hacer nada y vivir estresados hay un término medio: dar el valor justo al trabajo y, en lo que se pueda, desligarlo de la obsesión por ganar al precio que sea.

Trabajar de otra manera

Un primer paso es plantearte si lo que haces tiene que ver con tu propósito vital. Ese empleo, ¿te realiza? ¿Añade valor a tu vida? Es evidente que el dinero es necesario, y muchas veces el trabajo es el único medio para conseguirlo. También es verdad que muchas veces no podemos elegir la ocupación que nos gustaría. Pero es importante que lo que hagas te lleve a sentirte bien y añada felicidad a tu vida.

Una vez estés haciendo lo que quieres, plantéate muy en serio cómo hacerlo de manera serena y ordenada, con una buena agenda, sabiendo priorizar lo más importante y a un ritmo adecuado que te permita saborear y disfrutar de lo que haces. Esta sería la clave del rendimiento: no trabajar más, sino mejor. Aquello que hagas, hazlo con la máxima atención, poniendo todo tu esmero. Con la prisa no es posible hacer las cosas bien, y no siempre se rinde más. Si puedes pautar un ritmo adecuado puedes llegar a ser más productivo, sin la sensación de ir corriendo siempre. Se pierde el tiempo tanto cuando no haces nada como cuando lo quieres estirar hasta el punto de apurarte. Aquel dicho: «vísteme despacio, que tengo prisa», encierra una gran verdad. Igual que la fábula de la liebre y la tortuga: la lentitud constante y sin pausa de la última ganó la carrera.

Pero, más allá de todas estas apreciaciones, pienso que esta adicción a la prisa revela algo más profundo. ¿Qué valores tenemos? ¿Cómo concebimos la vida? ¿Cómo estamos con nosotros mismos? ¿Y con los demás? ¿Cuál es nuestra referencia ética y en qué modelos nos proyectamos? ¿En qué creemos? ¿Cómo cultivamos nuestra dimensión religiosa? Finalmente: ¿hemos descubierto el sentido último de la vida? ¿El más allá?

Todo esto forma parte de nuestra realidad existencial, que tiene que ver con nuestros anhelos más profundos y con la meta que deseamos alcanzar. Pero una cosa es necesaria: replantearse los propios fundamentos, nuestra visión de la realidad. Para esto es urgente evitar ciertas influencias sociales que nos llevan a donde quizás no queremos ir.

Sumergirse en el silencio

Sumérgete en lo más profundo de tu yo, sin miedo, y conecta con lo primigenio de tu ser para nadar hacia el misterio de tu esencia. Ese misterio donde te encuentras con el Creador. Haz una tregua contigo mismo. Deja de exigirte más. Acalla el ruido, frena la velocidad y esta carrera hacia el abismo.

Sólo desde el silencio podrás retomar las riendas del tiempo y dominar la prisa. En el silencio Dios llena tu vacío. Tomar sorbos de silencio en un mundo que nos empuja hacia la nada, en medio de un ruido ensordecedor, es la mejor manera de reparar tus heridas internas y cohesionar tu vida. El silencio asusta, porque nos pone ante el espejo y nos vemos a nosotros mismos, quizás como no esperamos, y nos da vértigo. Pero en el silencio encontraremos nuestro pálpito vital. En la lucha diaria, el silencio será un bálsamo, una brisa en medio de nuestros quehaceres. Hemos de ser capaces de parar, meditar, acallar nuestro ruido interior y reencontrarnos con nuestra esencia, que tiene que ver con nuestra propia vocación y nuestra forma de estar en el mundo, con nosotros mismos y con los demás.

El silencio es una catapulta que nos lanza a surcar nuevos horizontes y a descubrir la belleza que hay en nuestro corazón. Será entonces cuando en medio de la guerra encontraremos momentos de plenitud. Será entonces cuando la prisa se transforme en una danza, un deslizarse con suavidad por el escenario de nuestra vida.

Será entonces cuando pasaremos del vértigo mortal a las aguas vivas del alma que crece.

sábado, 2 de julio de 2022

La amistad, un tesoro


En la vida hemos de tener muy claras las prioridades para poder crecer como persona. No cabe duda que esto pasa por descubrir tu proyecto vital, crear una familia, realizarte en aquello que sabes, según tus capacidades, consolidar tu trabajo y conseguir recursos económicos que te permitan vivir con dignidad y disfrutar de tus logros.

Pero, siendo todo esto muy importante, lo que nos completa como seres humanos es la amistad. A lo largo de la vida conoces a muchas gentes, pero no todas aquellas que conoces llegan a ser amigos tuyos. Cultivar la amistad con ellos es necesario para mantener los vínculos y vivir una bonita experiencia con aquellos que te aprecian y con los que sintonizas. La elección no siempre es fácil y en algún caso se producen desilusiones. Es verdad que no se puede tener muchos amigos, pero aquellos que tengas, cuídalos siempre.

El libro del Sirácida, en la Biblia, dice que quien tiene un amigo tiene un tesoro. Cuánto alegra compartir con tus amigos los episodios más importantes de tu vida. El amigo es un oasis en pleno desierto, una brisa de primavera y el sostén ante las dificultades; la mano firme donde puedes agarrarte, la luz en la noche oscura. Tener un amigo es como un amanecer que ensancha el corazón y te abre los pulmones para respirar con plenitud.

Ayer me encontré con un matrimonio amigo de Badalona, después de más de doce años sin verlos. Apenas me abrazaron, sentí que la amistad que me une con ellos se encendía, latiendo con fuerza.

Los conocí cuando fui rector de la parroquia de San Pablo. En aquellos años organizamos muchas actividades y eventos pastorales, y ellos siempre fueron grandes colaboradores. También tuve la alegría de acompañarlos en sus bodas de plata, una celebración muy emotiva y entrañable.

Son un matrimonio fuerte y cohesionado, que se ha mantenido fiel en el tiempo. Antonio es bondadoso y alegre, serio en su trabajo, valora mucho a sus amigos y sabe sacarle el jugo a la vida. Estar en su compañía es gratificante, porque en los momentos más difíciles hace gala de su ingenio y buen humor; sus chistes ayudan a suavizar la tensión, creando un ambiente más calmado y relajado.

Lourdes es una mujer cálida y firme, con criterios muy claros. Pilar de su casa, diligente y hogareña, su aguda inteligencia le permite gestionar los asuntos cotidianos con gran intuición femenina. Siempre sabe estar donde le toca. Es abierta y acogedora y cuida a sus amistades.

Humildes y trabajadores, Antonio y Lourdes valoran la vida y la familia por encima de todo. Tenerlos como amigos es un regalo y una bendición. Son dos personas luchadoras, que han sabido superar momentos muy difíciles, construyendo una sólida familia a lo largo de 40 años. Soy testigo de ello. Encontrarme con ellos ha supuesto una gran alegría para mí, sintiendo ese calor que no ha disminuido con el paso del tiempo. Durante nuestra conversación, sentados bajo la morera del patio parroquial, se sucedieron los recuerdos y revivimos muchos momentos que compartimos en el pasado.

Fue un hermoso reencuentro; nos dimos cuenta de que, a pesar del tiempo transcurrido, la amistad seguía muy viva en nuestro corazón.