domingo, 17 de julio de 2022

La enfermedad de la prisa

En el jardín de un monasterio
En el jardín de un monasterio


Estamos lanzados a la cultura de lo inmediato, del frenesí, del ahora y ya. Nuestra sociedad se sumerge en la velocidad: hacer y hacer es lo más importante. El culto a la actividad centra nuestra vida, causando y provocando un cansancio psicológico y físico. Todo se precipita y nos lleva a divorciarnos de nosotros mismos. Nos alejamos de la naturaleza del ser para caer en el culto a nuestra obra e imagen. Cuando no hacemos algo parece que no somos nada.

Si no somos capaces de parar nuestro reloj interior, vamos a la deriva y perderemos nuestra identidad, es decir, lo que somos. La velocidad vertiginosa en que vivimos nos lleva a la fragmentación del ser, y cuando esto ocurre nos desubicamos existencialmente. Hemos perdido la brújula que nos indica hacia dónde tenemos que dirigir nuestros anhelos.

Sin orientación estamos perdidos. Sin valores que marquen nuestra trayectoria caeremos en el abismo o viviremos corriendo siempre, intentando ganar tiempo para hacer más y más. Todo está orientado a multiplicar nuestras actividades, hasta llegar a la extenuación y el agotamiento. El ser humano no es una máquina rentable de producción.

Plantear nuestro ritmo acelerado, algo que casi nunca hacemos, se hace necesario para reenfocar el rumbo de nuestra vida. Aunque no lo parezca, la velocidad puede ser adictiva: necesitamos hacer muchas cosas y con la máxima rapidez. Nos hemos acostumbrado a ir siempre corriendo porque ciframos nuestra valía y capacidad en el trabajo para ser alguien ante la gente. Creemos que cuanto más hacemos, mejor aprovechamos el tiempo, y tenemos miedo de que se nos escape. Así, lo estiramos como si fuera un chicle.

Pero nuestro cerebro no está concebido para hacer varias cosas simultáneas de forma consciente. Cuando en el ordenador tenemos muchas ventanas abiertas, llega un momento en que se bloquea y necesita un reseteo. De la misma manera, cuando nos desplazamos en un vehículo a alta velocidad, nuestra retina no puede captar todas las imágenes del paisaje que vemos. A esa velocidad le es imposible retenerlas. Lo mismo ocurre cuando tenemos la agenda llena y vamos corriendo de una tarea a otra. Hoy, en ciertas empresas, la tecnología obliga a mantener un ritmo tan alto que lleva al trabajador a un profundo estrés laboral, como ya indican algunos psicólogos. Algo hemos de hacer para sanar esta patología social. Entre no hacer nada y vivir estresados hay un término medio: dar el valor justo al trabajo y, en lo que se pueda, desligarlo de la obsesión por ganar al precio que sea.

Trabajar de otra manera

Un primer paso es plantearte si lo que haces tiene que ver con tu propósito vital. Ese empleo, ¿te realiza? ¿Añade valor a tu vida? Es evidente que el dinero es necesario, y muchas veces el trabajo es el único medio para conseguirlo. También es verdad que muchas veces no podemos elegir la ocupación que nos gustaría. Pero es importante que lo que hagas te lleve a sentirte bien y añada felicidad a tu vida.

Una vez estés haciendo lo que quieres, plantéate muy en serio cómo hacerlo de manera serena y ordenada, con una buena agenda, sabiendo priorizar lo más importante y a un ritmo adecuado que te permita saborear y disfrutar de lo que haces. Esta sería la clave del rendimiento: no trabajar más, sino mejor. Aquello que hagas, hazlo con la máxima atención, poniendo todo tu esmero. Con la prisa no es posible hacer las cosas bien, y no siempre se rinde más. Si puedes pautar un ritmo adecuado puedes llegar a ser más productivo, sin la sensación de ir corriendo siempre. Se pierde el tiempo tanto cuando no haces nada como cuando lo quieres estirar hasta el punto de apurarte. Aquel dicho: «vísteme despacio, que tengo prisa», encierra una gran verdad. Igual que la fábula de la liebre y la tortuga: la lentitud constante y sin pausa de la última ganó la carrera.

Pero, más allá de todas estas apreciaciones, pienso que esta adicción a la prisa revela algo más profundo. ¿Qué valores tenemos? ¿Cómo concebimos la vida? ¿Cómo estamos con nosotros mismos? ¿Y con los demás? ¿Cuál es nuestra referencia ética y en qué modelos nos proyectamos? ¿En qué creemos? ¿Cómo cultivamos nuestra dimensión religiosa? Finalmente: ¿hemos descubierto el sentido último de la vida? ¿El más allá?

Todo esto forma parte de nuestra realidad existencial, que tiene que ver con nuestros anhelos más profundos y con la meta que deseamos alcanzar. Pero una cosa es necesaria: replantearse los propios fundamentos, nuestra visión de la realidad. Para esto es urgente evitar ciertas influencias sociales que nos llevan a donde quizás no queremos ir.

Sumergirse en el silencio

Sumérgete en lo más profundo de tu yo, sin miedo, y conecta con lo primigenio de tu ser para nadar hacia el misterio de tu esencia. Ese misterio donde te encuentras con el Creador. Haz una tregua contigo mismo. Deja de exigirte más. Acalla el ruido, frena la velocidad y esta carrera hacia el abismo.

Sólo desde el silencio podrás retomar las riendas del tiempo y dominar la prisa. En el silencio Dios llena tu vacío. Tomar sorbos de silencio en un mundo que nos empuja hacia la nada, en medio de un ruido ensordecedor, es la mejor manera de reparar tus heridas internas y cohesionar tu vida. El silencio asusta, porque nos pone ante el espejo y nos vemos a nosotros mismos, quizás como no esperamos, y nos da vértigo. Pero en el silencio encontraremos nuestro pálpito vital. En la lucha diaria, el silencio será un bálsamo, una brisa en medio de nuestros quehaceres. Hemos de ser capaces de parar, meditar, acallar nuestro ruido interior y reencontrarnos con nuestra esencia, que tiene que ver con nuestra propia vocación y nuestra forma de estar en el mundo, con nosotros mismos y con los demás.

El silencio es una catapulta que nos lanza a surcar nuevos horizontes y a descubrir la belleza que hay en nuestro corazón. Será entonces cuando en medio de la guerra encontraremos momentos de plenitud. Será entonces cuando la prisa se transforme en una danza, un deslizarse con suavidad por el escenario de nuestra vida.

Será entonces cuando pasaremos del vértigo mortal a las aguas vivas del alma que crece.

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