domingo, 26 de febrero de 2023

La bondad más fuerte que el miedo

Vivimos en una sociedad llena de miedo: el otro, el diferente, el marginado nos asusta. Etiquetamos a las personas que sufren alguna patología psíquica o social, que están por las calles. Incluso nos permitimos hacer juicios sobre ellas: algo habrán hecho para encontrarse en esa situación. Los marginados nos molestan y nos ponemos a la defensiva ante ellos. Desconfiamos de todo el mundo, ¿no creéis que esto es también una patología social?

Un ejército invisible


Lo cierto es que hay un ejército de gente invisible que grita por ser mirado, comprendido, acogido. El dolor los rompe, aún más que su carencia económica o las dificultades para salir de esa situación. Lo peor es sentir que no existen, porque la sociedad no los quiere ver. Podríamos hablar de un dolor emocional y existencial, provocado por el rechazo social. Muchos acaban planteándose la posibilidad del suicidio porque su vida se vuelve insoportable. De la tragedia económica pasan a la angustia y a la depresión y surge la pregunta: ¿Vale la pena vivir así? Sin nada, sin nadie, hundidos en el pozo más profundo donde la vida se oscurece sin remedio.

¡Cuántas de estas personas yacen, inertes, a nuestro lado! ¡Cuántas dejan de vibrar ante la vida, ante un hermoso amanecer o una noche estrellada! ¡Cuántas dejan de oír el susurro de las olas del mar! Ya no se emocionan cuando viene la primavera y llena de luz el cielo, cuando los árboles brotan y se visten de color. Ya no se asombran ante la belleza que crece a su alrededor. No tienen fuerza ni ganas para sonreír, para emocionarse. No son besadas ni abrazadas por nadie.

Y nosotros tenemos miedo de ellos. ¡Qué contradicción! Los hemos relegado a la nada y deambulan sin rumbo. El invierno permanece en ellos y el sol ya no sale en el horizonte de su corazón. Y desviamos la vista para que nuestra conciencia no se vea asaltada por la exigencia ética natural. Se nos hace insoportable su mirada, y bastaría eso para que empezaran a recuperar lo mejor que han perdido: su dignidad.

Nadie en la calle


Esta es la gran asignatura pendiente, no sólo de la administración, sino de los ciudadanos. Cada persona que acaba sola en la calle es un fracaso de la sociedad. Dedicar los recursos suficientes para paliar este mal endémico tendría que ser una prioridad para todos los gobiernos. Ninguna ideología debería instrumentalizar el dolor humano para apoyar sus argumentos políticos y después engañar a la gente, utilizando la pobreza para sensibilizar a los demás y conseguir el mayor número de votos.

Pero también es necesaria la generosidad ciudadana. No podemos mirar al otro lado. La pobreza en el llamado cuarto mundo es una lacra en Occidente. Estamos permitiendo que muchos se rindan y se instalen, cronificando el sentimiento de vacío.

Acoger a estas personas puede ser un riesgo, pero también una oportunidad para sacar lo mejor de nosotros mismos y vencer el miedo que nos paraliza. Desde un punto de vista ético y cristiano, el miedo no puede frenar la bondad y la solidaridad, cualidades innatas del ser humano. Amar con inteligencia debería ser un rasgo de nuestra identidad personal. Hacer el bien, no de manera ingenua, sino aprender a ir más allá de la pura asistencia y buscar el crecimiento mutuo. Ayudar al otro significa abrirle un nuevo horizonte en su vida, no sólo cubrir sus necesidades básicas, sino hacerle recuperar su dignidad, estimulándolo de tal manera que sea capaz de rehacer su vida con un nuevo impulso vital. Sabemos que esto requiere de un tiempo necesario para que la persona se encuentre consigo misma, recobre su fuerza anímica y vuelva a descubrir el valor y el sentido de la vida. Para esto se requiere tiempo, orientación, formación y acogida. Ojalá surjan más vocaciones que se dediquen a levantar a las gentes perdidas en el arcén de la vida. Sé que muchos lo hacen.

Una sola noche en la calle es un fracaso de todos. Rescatar a alguien que duerme a la intemperie da una profunda paz a la persona y es un triunfo de la sociedad.

Amar es arriesgarse


Este escrito ha sido inspirado por la belleza del alma de dos mujeres, buenas, sencillas y discretas. Con una enorme capacidad de amor, se han atrevido a acoger en su casa a una mujer que estaba a punto de dormir en la calle. Ellas han sido las humildes heroínas que han evitado que el frío de la noche congelara su corazón y la soledad la hundiera más en su pozo interior. Este escrito quiere ser un homenaje a estas dos valientes mujeres que se han atrevido a acoger a una desconocida. La bondad ha sido más fuerte que el miedo. Amar es una aventura y a veces entraña riesgos, pero sólo desde el amor se puede comprender a aquel que sufre y meterse en su piel.

Las instituciones no llegan a resolverlo todo, y a veces se equivocan. Pero allí donde el estado no quiere o no puede actuar, hay una marea de voluntarios dispuestos a paliar el sufrimiento. Mi experiencia en el campo social es que las instituciones, con sus asistentes sociales y sus técnicos, hacen algo, y muchas de estas personas son profesionales con vocación. Los voluntarios quizás carecen de su profesionalidad o sus recursos, pero sí tienen corazón, inteligencia, ternura y bondad. No son armas menores para combatir esta lacra que hunde a tantos en sus arenas movedizas. Sólo falta que esos corazones anónimos se unan y estallará una bomba de amor que puede cambiar el mundo.