Vivimos en una sociedad llena de miedo: el otro, el diferente, el marginado nos asusta. Etiquetamos a las personas
que sufren alguna patología psíquica o social, que están por las calles. Incluso nos permitimos hacer juicios sobre ellas: algo habrán hecho para encontrarse en esa situación. Los marginados nos
molestan y nos ponemos a la defensiva ante ellos. Desconfiamos de todo el
mundo, ¿no creéis que esto es también una patología social?
Un ejército invisible
Lo cierto es que hay un ejército de gente invisible que
grita por ser mirado, comprendido, acogido. El dolor los rompe, aún más que su
carencia económica o las dificultades para salir de esa situación. Lo peor es
sentir que no existen, porque la sociedad no los quiere ver. Podríamos hablar
de un dolor emocional y existencial, provocado por el rechazo social. Muchos
acaban planteándose la posibilidad del suicidio porque su vida se vuelve
insoportable. De la tragedia económica pasan a la angustia y a la depresión y
surge la pregunta: ¿Vale la pena vivir así? Sin nada, sin nadie, hundidos en el
pozo más profundo donde la vida se oscurece sin remedio.
¡Cuántas de estas personas yacen, inertes, a nuestro lado!
¡Cuántas dejan de vibrar ante la vida, ante un hermoso amanecer o una noche
estrellada! ¡Cuántas dejan de oír el susurro de las olas del mar! Ya no se
emocionan cuando viene la primavera y llena de luz el cielo, cuando los árboles
brotan y se visten de color. Ya no se asombran ante la belleza que crece a su
alrededor. No tienen fuerza ni ganas para sonreír, para emocionarse. No son
besadas ni abrazadas por nadie.
Y nosotros tenemos miedo de ellos. ¡Qué contradicción! Los
hemos relegado a la nada y deambulan sin rumbo. El invierno permanece en ellos
y el sol ya no sale en el horizonte de su corazón. Y desviamos la vista para
que nuestra conciencia no se vea asaltada por la exigencia ética natural. Se
nos hace insoportable su mirada, y bastaría eso para que empezaran a recuperar
lo mejor que han perdido: su dignidad.
Nadie en la calle
Esta es la gran asignatura pendiente, no sólo de la
administración, sino de los ciudadanos. Cada persona que acaba sola en la calle
es un fracaso de la sociedad. Dedicar los recursos suficientes para paliar este
mal endémico tendría que ser una prioridad para todos los gobiernos. Ninguna
ideología debería instrumentalizar el dolor humano para apoyar sus argumentos
políticos y después engañar a la gente, utilizando la pobreza para sensibilizar
a los demás y conseguir el mayor número de votos.
Pero también es necesaria la generosidad ciudadana. No
podemos mirar al otro lado. La pobreza en el llamado cuarto mundo es una lacra
en Occidente. Estamos permitiendo que muchos se rindan y se instalen,
cronificando el sentimiento de vacío.
Acoger a estas personas puede ser un riesgo, pero también
una oportunidad para sacar lo mejor de nosotros mismos y vencer el miedo que
nos paraliza. Desde un punto de vista ético y cristiano, el miedo no puede frenar
la bondad y la solidaridad, cualidades innatas del ser humano. Amar con
inteligencia debería ser un rasgo de nuestra identidad personal. Hacer el bien,
no de manera ingenua, sino aprender a ir más allá de la pura asistencia y
buscar el crecimiento mutuo. Ayudar al otro significa abrirle un nuevo
horizonte en su vida, no sólo cubrir sus necesidades básicas, sino hacerle
recuperar su dignidad, estimulándolo de tal manera que sea capaz de rehacer su
vida con un nuevo impulso vital. Sabemos que esto requiere de un tiempo
necesario para que la persona se encuentre consigo misma, recobre su fuerza
anímica y vuelva a descubrir el valor y el sentido de la vida. Para esto se
requiere tiempo, orientación, formación y acogida. Ojalá surjan más vocaciones
que se dediquen a levantar a las gentes perdidas en el arcén de la vida. Sé que
muchos lo hacen.
Una sola noche en la calle es un fracaso de todos. Rescatar
a alguien que duerme a la intemperie da una
profunda paz a la persona y es un triunfo de la sociedad.
Amar es arriesgarse
Este escrito ha sido inspirado por la belleza del alma de
dos mujeres, buenas, sencillas y discretas. Con una enorme capacidad de amor,
se han atrevido a acoger en su casa a una mujer que estaba a punto de dormir en
la calle. Ellas han sido las humildes heroínas que han evitado que el frío de
la noche congelara su corazón y la soledad la hundiera más en su pozo interior.
Este escrito quiere ser un homenaje a estas dos valientes mujeres que se han
atrevido a acoger a una desconocida. La bondad ha sido más fuerte que el miedo.
Amar es una aventura y a veces entraña riesgos, pero sólo desde el amor se
puede comprender a aquel que sufre y meterse en su piel.
Las instituciones no llegan a resolverlo todo, y a veces se
equivocan. Pero allí donde el estado no quiere o no puede actuar, hay una marea
de voluntarios dispuestos a paliar el sufrimiento. Mi experiencia en el campo
social es que las instituciones, con sus asistentes sociales y sus técnicos,
hacen algo, y muchas de estas personas son profesionales con vocación. Los
voluntarios quizás carecen de su profesionalidad o sus recursos, pero sí tienen
corazón, inteligencia, ternura y bondad. No son armas menores para combatir
esta lacra que hunde a tantos en sus arenas movedizas. Sólo falta que esos
corazones anónimos se unan y estallará una bomba de amor que puede cambiar el
mundo.
Sin duda tenemos que poner nuestro grano de solidaridad. Los gobiernos cierto, tendrían que hacer muchas más cosas, todos merecemos atención, más aquellos que les hacemos invisibles
ResponderEliminarMuy acertado , padre hacer el bien nunca espera más recompensa que la sonrisa del destinatario
ResponderEliminar,
Pedro
ResponderEliminarUna buena reflexion y llamada a la generosidad no solo material sino de tiempo. !muchas gracias!!
ResponderEliminarMuchas gracias Joaquín, por estos escritos, cualquier reflexión lúcida sobre las personas sin techo nos debe interpelar.Si queremos una sociedad sana debe removernos la situación de cualquier persona sin techo.
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