La vertebración de una sociedad armónica, justa y solidaria
depende de los valores que se viven en la familia. Hoy, más que nunca, es un
reto educativo crucial. Una familia agrietada, dividida, enfrentada, va a tener
su repercusión en la sociedad. Una familia acogedora y dialogante, que sea capaz
de generar espacios de convivencia pacífica, es fundamental. Si esto falla, con
el tiempo se darán conflictos que llevarán a la familia a situaciones límite,
minando la confianza y la alegría.
El papel de las madres es fundamental para una convivencia
sana y equilibrada. Cuántos problemas generan las madres que no saben estar en
su sitio. Especialmente aquellas que no saben asumir el crecimiento, la madurez
y la personalidad propia de los hijos, cuando poco a poco se van haciendo
adultos.
A muchas madres les cuesta asumir que el ejercicio de su
maternidad adquiere un matiz diferente cuando llega la mayoría de edad de los
niños. Muchas madres no aceptan que sus hijos se hagan mayores, que piensen
diferente, que tengan amigos que quizás ellas no elegirían, que hagan y decidan
cosas opuestas a las que querrían sus padres.
La mayoría de madres no tienen más remedio que aceptarlo. No
todas lo hacen de buena gana. Algunas intentan seguir controlando las vidas de
sus hijos, metiéndose en sus trabajos, queriendo influir en sus decisiones e
incluso en su vida matrimonial y en la educación de los niños. Estas madres no
se dan cuenta de que quizás el modelo de familia y de cónyuge que han ofrecido
a sus hijos ya no es un referente moral para ellos. Estos desean tener su vida
propia y no quieren injerencias, más allá de los deberes básicos de las madres.
Cuando se dan estas intromisiones, la madre no siempre está preparada para
reflexionar sobre su nueva situación y los roces se producen irremediablemente.
Aunque los hijos no quieran enfrentarse a su madre, sus corazones van quedando
heridos. La actitud de las madres puede producir una reacción de mayor
alejamiento, creando situaciones dolorosas y difíciles.
Es importante que las madres comprendan que se están
equivocando, aunque lo hagan creyendo que es lo más correcto. Deben aceptar que
sus hijos tengan una visión diferente de la realidad. Muchos intentan liberarse
de la opresión materna y del abuso de autoridad. Son adultos, tienen que
decidir lo que les conviene, aunque sea distinto a lo que piensa la madre.
Deben aprender y seguir su propio camino, en libertad. Por supuesto, si se dan
situaciones de serio peligro para la vida de los hijos, que amenacen su
seguridad y su salud, una intervención oportuna de los padres siempre será
necesaria.
El nuevo rol de las madres maduras
Algunas madres no son referentes para sus hijos. ¿Por qué?
¿Qué ocurrió en la familia? ¿Cómo vivieron los niños su infancia? ¿Cuánto tiempo
les dedicó? ¿Cómo se relacionaba con ellos? Hay casos de sobreprotección, pero
cada vez se dan más casos en que la madre, por exceso de trabajo y compromisos,
no ha pasado tiempo suficiente en casa como para afianzar los vínculos
afectivos. Muchos jóvenes ya no creen en el modelo matrimonial de sus padres.
Para muchas niñas, el modelo de su madre las marcará toda su vida. Pero si no
es un modelo que consideran imitable, se alejarán de ella para no enfrentarse.
Cuando los hijos se hacen adultos, muchas madres no saben
qué hacer. Y más si no trabajan fuera de casa y están viviendo situaciones
conflictivas en su matrimonio. Ya no tienen niños que cuidar, ¿cómo emplearán
su tiempo? ¿Hacia dónde enfocar sus energías y su creatividad? Sienten un
vacío, pierden el control de la situación y se desorientan, sin saber qué rumbo
poner a su vida.
Es importante que la mujer madura, con hijos ya crecidos y
emancipados, se plantee qué quiere hacer en esta nueva etapa de su vida, sin
tener una omnipresencia en la familia. Debe aprender a estar de otra manera con
sus hijos, renunciando a ejercer su influencia sobre ellos y a interferir en
sus vidas, y esto es un reto difícil de asumir.
Más allá de la consanguinidad, las madres han de cambiar su
papel. Han de aprender a escuchar más, callar más, dejar hacer más y, sólo
cuando los hijos solicitan su consejo, dárselo sabiamente y con cariño, sin
imponerles nada. Las madres maduras deben apearse de su atalaya de
autosuficiencia y convertirse en consejeras humildes y discretas. Los hijos
también han de ver que sus madres tienen una vida propia: con su marido, con
sus compromisos sociales y sus amistades. Para los hijos, el mejor ejemplo es
ver que sus madres están en el lugar que les toca, velando con discreción por
la familia, pero sin entrometerse en sus vidas a menos que les pidan ayuda.
La mujer, madre adulta y con hijos emancipados, tiene una
gran oportunidad para reenfocar su vida desde la libertad, sin ninguna hipoteca
emocional.
Sólo así podrá darse un reencuentro con los hijos, desde la
adultez de ambas partes, lleno de gozo y alegría.