domingo, 22 de enero de 2017

Resistiéndonos a la verdad


Dobles vidas



Hablando con mucha gente, en largas y densas conversaciones, llegas a conocer en profundidad el corazón humano. Poco a poco vas descubriendo, tras las palabras, un desdoblamiento de la personalidad: la que aparenta de cara afuera y la que vive de cara adentro.

A menudo nos da miedo reconocer la propia realidad, porque, si llegamos a sincerarnos con nosotros mismos, quizás descubramos que nuestra vida interior es muy mezquina y mediocre. Por eso, cuando explicamos algo o nos mostramos ante los demás intentamos dar una imagen exterior muy cuidada, con la que tapamos o huimos de la auténtica realidad. ¡Cuánta confusión y ambigüedad nos rodea!

Somos capaces incluso de crear un personaje irreal antes que reconocer lo que somos. Nos sentimos abrumados y tenemos miedo al qué dirán. Nos da pavor quedarnos desnudos ante los demás y nos cubrimos con fantasías psicológicas, mentiras que, de tanto repetirlas, acabamos creyendo. Hemos convertido nuestro autoengaño en una verdad que no responde a la realidad, que se desvanece ante un soplido, pero nos aferramos a ella como si nos fuera la vida. Cuánto subterfugio psicológico, cuántas actitudes, sentimientos, inspiraciones e incluso sensaciones físicas nos fabricamos para poder sobrevivir al crudo realismo de la existencia. Hasta somos capaces de recrear un complejo mundo paralelo con visos de verosimilitud, y nos sumergimos en él como si fuera real, cuando en el fondo estamos presos de una ficción que nos aleja de la realidad más pura.

Pero, ¿por qué necesitamos esta vida virtual? ¿Por qué huimos de la auténtica realidad? ¿Qué vacíos, qué lagunas, qué miedos intentamos conjurar? ¿Dónde se origina la necesidad de vivir una vida paralela?

Aceptar lo que somos


Quizás la raíz de todo es el pavor que nos da asumir lo que somos, nuestros orígenes. Nos cuesta admitir que no estamos contentos con ser lo que somos y hacer lo que hacemos. No estamos satisfechos con nosotros mismos y necesitamos vivir esta dualidad, creando un personaje que nos guste más para poder metabolizar la vida.

Con madurez hemos de aceptar que todos tenemos lagunas, y que todo lo que somos es fruto de una historia familiar que nosotros no hemos forjado, sino que la hemos recibido. Nadie es mejor que nadie y nadie queda excluido de sus condicionamientos. Somos fruto del pasado, con todas nuestras cargas y herencias.

Necesitamos abrazar el pasado, con paz y serenidad, sin reproches hacia nosotros mismos. Sólo cuando seamos capaces de afrontar nuestro propio ser dejaremos de ser un personaje ficticio y podrá emerger lo que somos realmente, con nuestros defectos, carencias y miedos. Pero seremos nosotros y no otro.

Una mirada sosegada ante el espejo, con actitud humilde y deseo de reconocer nuestra propia identidad, nos ayudará. Mirarnos a los ojos irá diluyendo nuestro miedo al qué dirán y nos atreveremos a ser quien somos, tal como somos.

Es verdad que, al principio, cuando nos reconocemos, se nos cae el mundo encima. Poco a poco tendremos que ir digiriendo esta situación de doblez emocional que nos ha esclavizado quizás durante mucho tiempo. No es fácil, porque se produce un desgarro psicológico muy fuerte. Del maquillaje pasamos a ver la piel del alma tal como es, y quizás nos demos cuenta de que detrás del Superman o la Superwoman hay un ser muy frágil e inseguro, atado a un pasado. Nos miraremos a los ojos, que tal vez no nos gustan, y pasaremos un tiempo de rebeldía interior. Luego nos asombraremos de nosotros mismos.

Tu vocación


¿Por qué soy así? ¿Por qué esa callada y aparente elocuencia ante el mundo? Los psicólogos apuntan que esto no sólo se da en personas normales, que tienen sus contradicciones internas, sino en personas con cierta relevancia social, cultural, intelectual e incluso espiritual.  Los gurús mediáticos no se libran de esta doblez, ese halo que convierte sus vidas en aquello que hacen y dicen, y no en lo que son. Muchas de estas personas necesitan cubrir sus profundos agujeros subiéndose a un escenario.

Académicos, artistas, líderes religiosos, políticos, empresarios… Todos necesitan desenvolverse en el reconocimiento social porque son incapaces de descubrir que uno se hace sabio cuando abraza el universo interior de su corazón y aprende a ser uno mismo cuando no deja que ni el pasado, ni el presente, ni el futuro, condicionen su dignidad y su valor como persona, sea quien sea, con sus lastres y defectos. Sólo así lo que diga y piense será acorde con su ser. Su vida dejará de ser una huida y se convertirá en un servicio a la humanidad.

Deshacerse de tantas capas pide tiempo, pero una vez descubres quién eres en realidad, podrás volar sin miedo, porque descubrirás tu auténtica vocación: ser para los demás. Y cuanto más seas tú mismo, el vuelo será más alto y darás más lo mejor que tienes dentro. Que no son cosas, sino la belleza de tu corazón y el sentido último de tu vida: darte, amar, ser con los demás. Aquí encontrarás la auténtica libertad.

domingo, 8 de enero de 2017

Saliendo del abismo

Un año después


Era el penúltimo día del año. Las nubes y el sol jugaban en el cielo, como presagiando el inicio de los días más duros del invierno. Un grupo de amigos quedó para vivir el final de año en una jornada de encuentro, denso y profundo.

Un paseo por el Gótico. Una visita a la parroquia de Santa Maria, la catedral de los pescadores, que con su esfuerzo levantaron esa hermosa arquitectura tan llena de detalles simbólicos y bellos. Con mirada de poeta contemplaron las vidrieras, las imágenes, las esculturas, observando con inteligencia y extrayendo el significado de cada una, la trascendencia de la belleza en toda su amplitud creativa.

Después de caminar hasta el mar, decidieron comer en un restaurante llamado Mente Sana. En el contexto de la comida surgieron varios temas interesantes sobre filosofía, cosmovisión de la realidad, espiritualidad, cuestiones más viscerales, la búsqueda del hombre. La conversación se alargó y añadió sazón al menú, variado y sabroso. El lugar era cálido y el ambiente inmejorable. Con el dulce sabor de la amistad, nada presagiaba que una de aquellas personas estaba a punto de pasar por un trago bien amargo de su existencia. Así empezó, hace un año, un desliz hacia el abismo. Un entorno bello, de amigos, una visión apasionante de la realidad, el disfrute de un día maravilloso que acabó siendo el principio de un terrible sufrimiento.

Después de la comida, despedidas, abrazos cálidos, miradas de complicidad y gratitud por aquellos momentos vividos entre amigos. El año nuevo estaba a punto de empezar.

El dolor


Tres horas más tarde, una de ellas empezó a sufrir un gran dolor de estómago, con acidez y una exagerada hinchazón del abdomen. Las molestias se intensificaron con el paso de las horas. Lo que empezó como un día luminoso, entre amigos, terminó en una noche ahogada entre gemidos, con un dolor intenso y casi insoportable.

Ya estaba acostumbrada. Algunas veces había sufrido dolores similares, pero esta vez parecía más grave. Hora tras hora, las molestias no remitían. Su vientre parecía un balón y el dolor no cesaba. Pasó toda la noche y el día siguiente así. En su cara se adivinaba una angustia terrible; incapaz de tragar nada, ni siquiera un fármaco, iba deslizándose hacia el abismo. En la noche del 31 de diciembre fue a un ambulatorio con una amiga. Le dieron unos enemas, pero no mejoró. Aguantó así todo el día 1 hasta que, por fin, al atardecer, unos amigos la llevaron a urgencias del Hospital de Mar.

Después de largas horas de espera por fin la atendieron y comenzaron a hacerle pruebas para ir descubriendo qué sucedía realmente en su sistema digestivo. Le dieron otra lavativa, que no redujo su dolor ni la hinchazón, algunas inyecciones para calmar los espasmos y finalmente un intento de vaciar sus intestinos activando la motilidad interna. La noche avanzaba y, según relata ella, los médicos estaban un poco desorientados pues no respondía al tratamiento, tal como esperaban. Al amanecer decidieron hacerle un escáner para evaluar el estado de su intestino.

Dos días antes, por la mañana, todo era luz en sus ojos. Ahora se sumía en la tiniebla, bajo las luces del hospital donde no hay noche ni día. Había entrado en un territorio de oscuridad e incerteza.

Allí estaba, una persona con una energía vibrante, amante de la vida, soñadora, feliz. La vida le había dado un terrible zarpazo. Pero en su corazón se adivinaba una paz que atraviesa el muro del miedo, una calma desconocida. Sabía que su estado era grave, pero tenía una última certeza que la hacía abandonarse. La lucha interior era feroz, pero ella no se rendía. Su rostro descolorido, pese al dolor, tenía pulsaciones de vida, aún desde el abismo.

El escáner reveló una obstrucción intestinal que le había paralizado un tramo del íleon, de aquí la hinchazón permanente. Los médicos resolvieron operar con urgencia: de no ser así se podría producir una perforación del intestino y una grave infección que podía llevarla a la muerte.

Un parto, un renacer


La operaron el día 2 de enero, a las 2 del mediodía. Ella me contaba que antes de la operación rezaba y cantaba una canción mariana en su corazón. Y que antes de entrar en el quirófano le sobrevino una paz inmensa. A punto de iniciarse la intervención, con el corazón sosegado, lo dejó todo en manos de Dios. Descendió hasta la más profunda oscuridad de su corazón. Antes de la anestesia tuvo una última sensación de bienestar. Y cayó en el letargo más hondo. Ahora le tocaba a la habilidad médica, a los aparatos y a la ciencia luchar por la vida de esta mujer que luchó hasta el final, tocando y atisbando el rostro de la muerte que la acechaba.

Unos cirujanos extraordinarios, con su equipo de enfermeros y anestesistas, se ocuparon de alejar la sombra de la muerte. Pero no solo ellos: sus padres, sus amigos, tanta gente que la quiere y que rezó por ella, todos la acompañaron en su lucha vital y espiritual. Y cómo no, Dios, el autor y el señor de la vida, estuvo con ella.

La operación duró unas cuatro horas. Todo fue extraordinariamente bien. Entre todos vencimos porque todos apostamos por la vida. Después de la operación ella estaba muy risueña, sus ojos brillaban en su cara armoniosa; no parecía que la hubieran operado.

Estaba serena, incluso habladora. Se encontraba bien: salía del abismo y volvía a ascender hacia la luz. Pero no sin pasar 13 días en el hospital. Fue entonces donde pudo hacerse totalmente consciente de lo que le había sucedido. En la operación descubrieron que tenía una brida entre el intestino delgado y el grueso, que le provocaba los problemas digestivos que sufría desde hacía años.

En el hospital pasó una metamorfosis espiritual. Algo cambió para siempre en su corazón. Se enfrentó a un patrón de muerte y sufrimiento para instalarse para siempre en un patrón de vida. Durante aquellos trece días inició un itinerario que la llevaría a cambiar de paradigmas, esquemas mentales, emociones, tendencias y forma de alimentarse. Nació de nuevo, no sólo por haber salido de la operación, sino como quien sale de un parto. Nació de nuevo sin el lastre de tantas autoimposiciones que la habían sometido. El entorno familiar y educativo la había llevado a una autoexigencia demoledora.

Como todo parto, fue bello pero doloroso, porque dejar atrás tantas inercias y tendencias no le sería fácil. La dependencia a la que estaba sometida por la enfermedad y la convalecencia la hizo ver que tenía que empezar a cuidarse más y a dejarse cuidar, con total dignidad, y confiando plenamente en los otros. Entre tubos y sondas, tuvo que admitir su total indigencia física, moral y espiritual, y comprendió que son los demás quienes nos salvan, y no uno mismo.