La noche del 24 de
diciembre, vi cómo las lágrimas brotaban de los ojos de una bella adolescente.
Empezábamos la celebración de la misa del Gallo, teniendo en mis manos al
pequeño Jesús. Entraba en procesión hacia el interior del templo, mientras
sonaba una delicada música de guitarra y una feligresa leía un texto titulado La Navidad, la grandeza de lo pequeño,
en un tono sereno y profundo. La comunidad se disponía a celebrar una de las
liturgias más hermosas del año: el nacimiento de Jesús. En este entorno lleno
de poesía y belleza, aquella joven lloraba desconsoladamente. En una noche tan
luminosa, su corazón estaba apagado y triste. En una misa festiva y alegre, esa
niña, entrando en la adolescencia, lloraba amargamente. Mientras la comunidad
celebraba el gran acontecimiento de la encarnación del hijo de Dios, ella
estaba allí, apartada, en el último banco, sola en medio de la fiesta. Encogida
y aislada, parecía ajena a todo.
¿Qué le estaba pasando?
¿Estaba o no estaba allí? Por sus mejillas no paraban de deslizarse unas
lágrimas vertidas como respuesta, quizás, a una mala experiencia, alguna
discusión con su familia, a una ruptura con su amigo, o tal vez por motivos más
existenciales. ¿Sufría por su identidad? Un adolescente, en su camino hacia la
madurez, muchas veces siente una profunda soledad. ¿O tal vez era simplemente
la emoción, escuchando el texto que se leía, o la alegría vibrante de la
comunidad, la música y los villancicos del coro parroquial? ¿Fue la imagen
tierna de aquel niño Jesús, que evoca tanta dulzura?
En los tres momentos en
que la pude ver de cerca, cuando le di la paz, cuando vino a comulgar y
finalmente, cuando vino a besar al niño Jesús, vi cómo las lágrimas seguían
saliendo de sus negros ojos. Pero más que unos ojos tristes, vi un rostro
emocionado. Me dio la paz con una mirada preciosa, muy limpia. En la comunión
se acercó con una unción y una profundidad inusual en un adolescente. Y el beso
al niño fue de una ternura deliciosa, casi maternal. Pero sus ojos no dejaban
de llorar.
¿Era un corazón roto?
Aquella joven alma, en esa noche tan especial, sentía algo que la conmovía de
tal manera que no podía contener el llanto. Quizás el mundo de los adultos le
hacía daño. Crecer y dejar de ser niña duele. Pero quizás en esa misteriosa
noche pudo liberar tanto dolor; la noche del nacimiento de un niño que,
encarnándose, asume el dolor de todos; un niño que, más tarde, hecho hombre,
también lloraría ante su pueblo, por la muerte de Lázaro, y ante sus hermanas.
Finalmente, Jesús lloraría lágrimas de sangre en Getsemaní ante su muerte
inminente.
Jesús sabe muy bien lo
que es el dolor. De pequeñito sus padres, José y María, tuvieron que huir a
Egipto, ante la amenaza del rey Herodes. La Iglesia siente el dolor de todos
aquellos que sufren, como María ante el frágil niño que tiene en sus manos,
aunque sea el mismo Dios, débil e indefenso.
Recé por ella al final de
la celebración. La busqué para despedirme y darle unas palabras de consuelo,
pero no la vi. Quizás el niño de Belén la consoló y se fue más serena. Si
creemos de verdad que ese niño es el hijo de Dios, él ya no sólo irradiará su
luz sobre nuestros corazones, sino que enjugará todo dolor y toda lágrima, toda
pena que tengamos en lo más profundo de nuestra alma.
Unas lágrimas vertidas
con amor son lágrimas que sanan y curan. Quizás aquella noche la niña que comenzaba
a ser adulta se sintió sana y liberada. Dios entró en su tierno corazón para
quedarse.