Escuchando largo rato a una madre, mujer entrada en edad,
percibo poco a poco que su corazón se esponja. De temperamento huraño, ultra
sensible y no fácil para la comunicación fluida, lleva sobre sus espaldas una
gran carga que la tiene atrapada en un sentimiento de soledad. A medida que
avanza la conversación, la voy mirando a los ojos y descubro en ella un
profundo dolor. Son unos ojos que se han quedado sin lágrimas, pálidos, sin
color. ¡Cuánto debe haber sufrido! Su pozo interior se tragó su alegría. Tanto
dolor ha endurecido su corazón y agotado sus fuentes interiores, hasta dejarla
árida emocionalmente.
¿Qué le pasó? La escucho sin prisa y me relata la muerte
terrible de una de sus hijas y el frío desamor que ha vivido con su marido.
Pasó trece años sufriendo por su joven hija, que padecía anorexia. Veo las
fotos de ella, que me enseña con enorme cariño, y me parece ver una hermosa
flor que se marchitó prematuramente. Me cuesta apartar la mirada de esas fotos.
«Esta es mi hija», me dice, balbuciendo. «Hace más de diecisiete años pasamos
por un horrible calvario.» Retiene la foto entre sus manos, mirándola. Es una
muchacha bella, esbelta, con un rostro armónico. Un bello fruto que se muere en
brazos de su madre.
El tiempo se detiene y los dos nos quedamos mirando la foto.
Ella, emocionada, pero de sus ojos ya no salen lágrimas.
Me pregunto: ¿cómo algo tan hermoso puede haberse diluido
así? ¿Cómo una joven llena de vida acaba sin vida? ¿Qué hay detrás de una
anorexia? ¿Su entorno, unas amigas, un libro, Internet…? ¿Qué la llevó a ese
caos existencial? ¿Por qué se origina esta enfermedad psicológica? ¿Qué piensa
una joven que, después de comer, busca introducirse el dedo en la boca para
devolver la comida que le da sustento? ¿Es solamente un deseo de no engordar?
Lo más contradictorio es que estas jóvenes se ven gruesas y no lo son. Su
cuerpo frágil no las convence y siguen queriendo perder peso. ¿Cómo entender el
mecanismo psicológico de esta enfermedad? ¿Es el culto a una belleza artificial,
a unos cánones estilizados, lo que llevó a esta chica a idolatrar una imagen
imposible, destruyendo su propia salud y poniendo en riesgo su vida?
Quedó atrapada en la cárcel de su cuerpo, alimentada por un
entorno que no la llevó a entender que la auténtica belleza está en el amor, en
la libertad y en la misma vida.
Quizás no aprendió que un cuerpo, por el solo hecho de estar
vivo, ya es bello; que una convivencia armónica es bella; que el abrazo de sus
padres es bello, que la complicidad de unos hermanos también lo es. No importa
lo bajo, alto, gordo o flaco, guapo o feo que seas: respirar, sentir que la
vida corre por tus venas, ya vale la pena.
Pero quizás algo de esto faltó en su vida. Cuando en el
entorno familiar, educativo y social se renuncia a ciertos valores que nos
forman como personas, muchos jóvenes inician una marcha atrás, un lento
suicidio que los arrastra hasta robarles la vida. ¿Por qué esa joven no quería
vivir? Su automaltrato le produjo un daño irreparable en la garganta y en las
cuerdas vocales. Cuando los médicos se lo explicaron ya era demasiado tarde. La
falta de riego sanguíneo por carencia de nutrientes le produjo una gangrena. Le
amputaron primero los dedos de los pies. Después, las dos piernas, desde los
tobillos hasta llegar a los muslos. Trozo a trozo, sin músculos, el rostro
desdibujado y dolorido, con la mirada desgarrada, asistió a su propia
aniquilación.
Su madre y no nos quedamos unos cuantos minutos, de pie,
mirando la fotografía. Hasta que me muevo un poco, haciendo un ademán para que
la deje en el estante. Los ojos de la madre y de la hija se me quedan grabados
en la mente. Aunque no le salen las lágrimas, su alma llora y yo, discretamente
a su lado, siento que se me encoge el corazón. Un rayo de sol entra desde el
balcón al comedor, iluminando el largo pasillo hasta la entrada. Es bello, ese
rayo de luz que inunda la casa, como un rayo de esperanza.
La casa está recién pintada y el sol ilumina las paredes,
tan blancas. Me parece estar viviendo una doble realidad: la amargura del
dolor, que oscurece el corazón, y la luz del sol, que llena de alegría esa
casa. Quizás sea un vaticinio para esta madre doliente. Después de muchos años
se ha decidido a mejorar su casa y embellecerla.
Cuando dejo la foto, sus ojos siguen apagados, pero en sus
labios se dibuja una suave sonrisa. Me da las gracias por ese rato tan intenso.
Su alma necesitaba desahogarse.
Nos sentamos un rato más, hablando del barrio, de los
vecinos, de sus amigos, pocos pero fieles. La veo más serena y nos despedimos
afectuosamente. Cuando cruzo el umbral de su puerta, la bendigo en mi corazón y
bajo por las escaleras anchas. Pienso que hemos de luchar para que nadie nos
robe la vida con promesas falsas y aduladoras. Que nadie nos venda un ideal de
lo que no somos, en detrimento de una bella realidad que sí somos. Deseo que la
luz de Dios bañe el dolorido corazón de esta madre, que sobrevive
emocionalmente como puede, blindándose en sí misma. Ojalá, como el sol, la
ilumine igual que las paredes de su casa.