viernes, 19 de abril de 2019

Ojos llenos de dolor


Escuchando largo rato a una madre, mujer entrada en edad, percibo poco a poco que su corazón se esponja. De temperamento huraño, ultra sensible y no fácil para la comunicación fluida, lleva sobre sus espaldas una gran carga que la tiene atrapada en un sentimiento de soledad. A medida que avanza la conversación, la voy mirando a los ojos y descubro en ella un profundo dolor. Son unos ojos que se han quedado sin lágrimas, pálidos, sin color. ¡Cuánto debe haber sufrido! Su pozo interior se tragó su alegría. Tanto dolor ha endurecido su corazón y agotado sus fuentes interiores, hasta dejarla árida emocionalmente.

¿Qué le pasó? La escucho sin prisa y me relata la muerte terrible de una de sus hijas y el frío desamor que ha vivido con su marido. Pasó trece años sufriendo por su joven hija, que padecía anorexia. Veo las fotos de ella, que me enseña con enorme cariño, y me parece ver una hermosa flor que se marchitó prematuramente. Me cuesta apartar la mirada de esas fotos. «Esta es mi hija», me dice, balbuciendo. «Hace más de diecisiete años pasamos por un horrible calvario.» Retiene la foto entre sus manos, mirándola. Es una muchacha bella, esbelta, con un rostro armónico. Un bello fruto que se muere en brazos de su madre.

El tiempo se detiene y los dos nos quedamos mirando la foto. Ella, emocionada, pero de sus ojos ya no salen lágrimas.

Me pregunto: ¿cómo algo tan hermoso puede haberse diluido así? ¿Cómo una joven llena de vida acaba sin vida? ¿Qué hay detrás de una anorexia? ¿Su entorno, unas amigas, un libro, Internet…? ¿Qué la llevó a ese caos existencial? ¿Por qué se origina esta enfermedad psicológica? ¿Qué piensa una joven que, después de comer, busca introducirse el dedo en la boca para devolver la comida que le da sustento? ¿Es solamente un deseo de no engordar? Lo más contradictorio es que estas jóvenes se ven gruesas y no lo son. Su cuerpo frágil no las convence y siguen queriendo perder peso. ¿Cómo entender el mecanismo psicológico de esta enfermedad? ¿Es el culto a una belleza artificial, a unos cánones estilizados, lo que llevó a esta chica a idolatrar una imagen imposible, destruyendo su propia salud y poniendo en riesgo su vida?

Quedó atrapada en la cárcel de su cuerpo, alimentada por un entorno que no la llevó a entender que la auténtica belleza está en el amor, en la libertad y en la misma vida.

Quizás no aprendió que un cuerpo, por el solo hecho de estar vivo, ya es bello; que una convivencia armónica es bella; que el abrazo de sus padres es bello, que la complicidad de unos hermanos también lo es. No importa lo bajo, alto, gordo o flaco, guapo o feo que seas: respirar, sentir que la vida corre por tus venas, ya vale la pena.

Pero quizás algo de esto faltó en su vida. Cuando en el entorno familiar, educativo y social se renuncia a ciertos valores que nos forman como personas, muchos jóvenes inician una marcha atrás, un lento suicidio que los arrastra hasta robarles la vida. ¿Por qué esa joven no quería vivir? Su automaltrato le produjo un daño irreparable en la garganta y en las cuerdas vocales. Cuando los médicos se lo explicaron ya era demasiado tarde. La falta de riego sanguíneo por carencia de nutrientes le produjo una gangrena. Le amputaron primero los dedos de los pies. Después, las dos piernas, desde los tobillos hasta llegar a los muslos. Trozo a trozo, sin músculos, el rostro desdibujado y dolorido, con la mirada desgarrada, asistió a su propia aniquilación.

Su madre y no nos quedamos unos cuantos minutos, de pie, mirando la fotografía. Hasta que me muevo un poco, haciendo un ademán para que la deje en el estante. Los ojos de la madre y de la hija se me quedan grabados en la mente. Aunque no le salen las lágrimas, su alma llora y yo, discretamente a su lado, siento que se me encoge el corazón. Un rayo de sol entra desde el balcón al comedor, iluminando el largo pasillo hasta la entrada. Es bello, ese rayo de luz que inunda la casa, como un rayo de esperanza.

La casa está recién pintada y el sol ilumina las paredes, tan blancas. Me parece estar viviendo una doble realidad: la amargura del dolor, que oscurece el corazón, y la luz del sol, que llena de alegría esa casa. Quizás sea un vaticinio para esta madre doliente. Después de muchos años se ha decidido a mejorar su casa y embellecerla.

Cuando dejo la foto, sus ojos siguen apagados, pero en sus labios se dibuja una suave sonrisa. Me da las gracias por ese rato tan intenso. Su alma necesitaba desahogarse.

Nos sentamos un rato más, hablando del barrio, de los vecinos, de sus amigos, pocos pero fieles. La veo más serena y nos despedimos afectuosamente. Cuando cruzo el umbral de su puerta, la bendigo en mi corazón y bajo por las escaleras anchas. Pienso que hemos de luchar para que nadie nos robe la vida con promesas falsas y aduladoras. Que nadie nos venda un ideal de lo que no somos, en detrimento de una bella realidad que sí somos. Deseo que la luz de Dios bañe el dolorido corazón de esta madre, que sobrevive emocionalmente como puede, blindándose en sí misma. Ojalá, como el sol, la ilumine igual que las paredes de su casa.

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