El mantra de la autoestima
Hace mucho tiempo que en diferentes tertulias, charlas, conferencias, no paro de oír que uno tiene que amarse a sí mismo para poder amar a los otros. Recientemente lo volví a oír en un programa radiofónico. Cada vez más constato que esta afirmación responde a unos planteos más psicológicos que filosóficos, y que detrás de estas palabras aparentemente amables se esconde un excesivo culto al yo. Las nuevas corrientes de la psicología hablan de la reafirmación de la identidad, de la autoestima, de la auto-creación de uno mismo, e insisten que para ser tú mismo no necesitas a nadie. ¿Y si en el fondo, más que de una afirmación del ser, se está hablando de una reafirmación del ego? ¿Y si en el fondo es una manera de desconectar de la propia realidad?
Es evidente que tenemos que creer en nuestras capacidades y
talentos, y que no tenemos que achicarnos ante los problemas ni sentirnos menos
que nadie. También es bueno que cada cual se conozca a sí mismo, se cuide y
aprenda dónde están sus límites, midiendo sus capacidades y descubriendo lo más
genuino de su corazón. El cuidado es una obligación moral: estar sano,
equilibrado, bien alimentado, tener unas relaciones saludables, forma parte de
algo esencial de la persona. Es bueno incluso alegrarse por los dones que uno
tiene y potenciarlos. Estoy totalmente de acuerdo en que hemos de crecer hacia
adentro y maravillarnos de todas nuestras posibilidades.
Pero cuando hablamos de amor, estamos hablando de otra cosa.
El amor sale hacia afuera
El sujeto del amor sólo se concibe cuando se proyecta hacia
afuera. El amor todos lo tenemos dentro. Pero tiene sentido cuando somos
capaces de salir de nosotros mismos; cuando el otro, o el tú, es el objeto del
amor. Sólo cuando se comparte esta energía tan fuerte, descubrimos que el amor
a uno mismo no es nada si no lo damos. Es justamente en la experiencia
interpersonal, al compartir algo tan profundo, cuando se descubre que la propia
identidad queda más que nunca reafirmada.
¿Cómo no te van a cuidar, si tienes un compromiso de amor
serio?
Para amar hay que estar sano, emocional, psíquica y
espiritualmente. Una persona ególatra que sólo piensa en ella misma está
incapacitada para amar. Cuando en el centro del amor primero soy yo mismo,
siempre se puede caer en una actitud narcisista. Yo estoy en el centro de la
vida, y todo ha de girar en torno de mí.
El amor auténtico
El amor por definición tiene que ayudar a proyectarnos, a florecer, a crecer, a madurar y a descubrir lo que hay dentro de nosotros. Un amor sano y verdadero no retiene, sino que lanza al otro. No esclaviza, sino que potencia más la libertad y los talentos propios. Un amor de verdad piensa en el bien real del otro. En él no hay manipulación, sino transparencia, no hay desconfianza, sino confianza; no tristeza, sino alegría; no dependencia, sino sintonía. El amor no es una aventura puntual o una afinidad química, ni un sentimiento desgarrado hacia el otro. No es amor si únicamente hay sintonía emocional. Para poder desplegar toda su fuerza, hay que ir más allá del enamoramiento puntual, de los sentimientos descontrolados propios de la adolescencia, del afán de poseer al otro. En el amor auténtico tiene que haber lucidez, madurez, capacidad de escucha, equilibrio, armonía y respeto. Sólo así estará preparado para navegar rumbo hacia la libertad y hacia el conocimiento más profundo de uno mismo.
Esclavo de uno mismo
La autoafirmación puede conllevar el riesgo de esclavizarse y
convertirse en mausoleo de uno mismo. Sólo cuando seamos capaces de salir de
nuestros blindajes interiores estaremos preparados para la gran aventura: ir
hacia los demás.
Hay corrientes, surgidas de la Nueva Era, donde la
afirmación de uno mismo es tan fuerte que llega a la auto-idolatría, a
considerar que uno mismo es Dios y que, como tal, se basta a sí mismo. Por lo
tanto, si soy Dios, no necesito a nadie más. Yo mismo me autoabastezco. No
necesito de nada ni de nadie. Esto está impregnando todas las capas sociales.
Las estadísticas nos dicen que cada vez hay más personas que
viven solas. Quizás tienen miedo a generar vínculos emocionales que podrían
coartar su libertad y quieren reafirmarse en su identidad. O quizás están
resentidas por malas experiencias previas y prefieren no repetirlas. Una
sociedad sin vínculos, sin relaciones, se suma a la cultura del descarte sobre
la que tanto nos avisa el papa Francisco.
La ruptura de los vínculos lleva a la persona a aislarse,
quedando atomizada y a merced de cualquier influencia. ¿No responderá todo esto
a una ingeniería social diseñada para debilitar a la persona, adormecerla con
mantras buenistas y hacerla caer presa de la manipulación? Todo porque es bueno
«amarse a sí mismo», esa frase talismán de la Nueva Era que, en el fondo, busca
el endiosamiento del ser humano revestido de una falsa libertad. En realidad,
es el inicio de una gran desintegración y de una enorme esclavitud: la de uno
mismo.
Los vínculos son vida
Nuestra capacidad de generar vínculos está en nuestro ADN.
La vida es conexión. Nuestras células están interconectadas para formar un
organismo, nuestras neuronas necesitan conectarse para generar pensamientos y
funciones, en nuestra flora intestinal hay millones de bacterias que conviven y
trabajan en sinergia para que haya un correcto metabolismo. En el plano
espiritual podríamos decir lo mismo. Nuestra alma está conectada al Creador y
está interrelacionada con muchas otras. Sociabilizar es algo innato en la
persona. Generar vínculos con los demás es nuestra forma de ser más genuina.
Negar esto es negar todo aquello que define nuestra identidad. Y nuestra
identidad crecerá más cuanto más nos abramos a los demás. En lo más profundo de
nuestro corazón hay un deseo que nos trasciende, que ya no tiene que ver con la
psicología o con la autoestima, sino con nuestra capacidad de amor, que va más
allá de la autoafirmación y busca la felicidad fuera de sí mismo.
Mi yo no se entiende sin el tú ni el nosotros. Es una verdad
antropológica y filosófica que nos define como seres humanos, que somos capaces
de salir del acuartelamiento del ego. Esto sí que tiene que ver con la
auténtica Divinidad, que es comunión de personas. Por eso el alma busca su
unión con los demás, con la creación y con el Creador.
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