domingo, 25 de noviembre de 2012

Saliendo de la penumbra


A lo largo de mi vida me he encontrado con muchas personas que viven en sus familias conflictos de raíces muy antiguas. Viejas heridas mal cerradas, traumas y resentimientos que no se han curado y que van creciendo, ausencias, silencios… Todo esto genera nudos que se van arrastrando con el tiempo hasta que estallan. Y así se llega a situaciones límite de dolor en las que parece que no hay salida.

Llegados a este punto, ¿qué solución hay? ¿O acaso no hay ninguna solución? ¿Queremos buscarla o nos supone demasiado esfuerzo? Si lo deseamos, ¿estamos dispuestos a cambiar nuestros esquemas mentales? Hay que atreverse, con valentía y humildad, a reconocer todo lo que no hemos hecho bien y estar dispuesto a pasar por esa depuración interior que nos hará ver con lucidez cada momento de nuestra historia. Quizás hemos ido dando vueltas sobre nosotros mismos y sobre los mismos problemas, hundiéndonos en un pozo cada vez más profundo y oscuro. ¿Seremos capaces de reconocer cuándo tomamos la dirección equivocada que nos ha llevado a este bosque inhóspito, que cuanto más nos adentramos en él más aumenta la sensación angustiosa de estar en un callejón sin salida?

Reconocer con humildad los errores cometidos es el inicio de una apertura a la luz en medio de la agónica soledad del laberinto. Para esto se requiere de un redoblado esfuerzo y sacrificio y mucha dosis de generosidad. Así, comenzaremos a abrirnos camino hacia la salida de la penumbra. Una vez que hagamos este ejercicio de reconocimiento sereno hay que dejar los reproches atrás y empezar la travesía hacia el reencuentro. Esto requiere de mucha bondad y esperanza, pero se ha de empezar con el perdón y la reconciliación.

Reconciliados estaremos a punto para sentir esa paz tan deseada que un día perdimos cuando nos desviamos del camino. Y solo desde esta paz fundamentada en el perdón estaremos preparados para el reencuentro. Pero para esto todos hemos de querer y tomar la iniciativa con gestos de desagravio. El perdón es lo único que sana y que nos puede liberar de ese lastre del pasado.

Puede parecer ingenuo y, tal como están las cosas, llegados a un límite parece imposible salir de este hoyo. Pero quiero pensar que cada persona tiene algo dentro que la hace grande y valiente; aunque sea en un recóndito lugar de su corazón, hay bondad, amor, generosidad. El hombre es capaz de grandes gestas porque así lo lleva inscrito en lo más hondo de su ser. El hombre tiene la capacidad de ir más allá de sí mismo si sabe liberarse de los miedos y los resentimientos que asfixian su libertad y su capacidad de discernir. Pero si no pronunciamos un sí a la vida, libre y responsable, no podremos cambiar nuestra historia.

Si no sabemos hacer una tregua acabaremos en la más horrible de las tragedias, que es vivir en el infierno de un egoísmo sin límites. O podemos optar por el perdón, la comprensión, la misericordia, la alegría y la aceptación serena del pasado.

Solo así se producirá el encuentro que ardientemente deseamos. De este éxodo sacaremos una gran lección que convertirá el dolor en fuente de sabiduría. Y aunque deje secuelas y cicatrices, volveremos a mirarnos a los ojos y a descubrir que, pese al tormento, todavía queda en las miradas un brillo, un resto de inocencia que no se ha oscurecido. 

domingo, 14 de octubre de 2012

Dios entre barrotes


Semanas atrás le comenté a Jesús Roy, capellán de la prisión de mujeres, que me gustaría conocer de primera mano su labor pastoral en la cárcel de Wad-Ras.Hoy, día 27 de marzo, en una mañana primaveral y luminosa, he tenido una gran experiencia, sobrecogedora y entrañable. Jesús, compañero del arciprestazgo del Poblenou, ha tenido la amabilidad de explicarme con delicadeza y pormenor lo que hace allí. De su mano he podido conocer cómo es la vida diaria en la prisión, ubicada en la avenida Bogatell, en la Vila Olímpica de Barcelona.

Jesús tiene aspecto bonachón, sencillo y asequible. Y vive con total convicción su vocación de mercedario. Se mueve en la cárcel como pez en el agua. Sin prisa, me ha ido enseñando las diferentes zonas donde se alojan las reclusas. Cada zona, bien señalizada, está separada de las demás por puertas compactas. Una funcionaria, con un grueso manojo de llaves, nos iba abriendo las cancelas y Jesús pasaba como si estuviera en su casa.

Me ha explicado los distintos grados de reclusión, según el tipo de delito, y algunas experiencias dolorosas que ha conocido de cerca. Entre sala y sala, varias mujeres se han acercado a él, saludándolo con total naturalidad y buscando ayuda, consejo, o preguntando si tenía información sobre algún juicio pendiente. En muchas de ellas he visto la pena que las embarga: son conscientes de que se han equivocado y ansían poder salir algún día. Jesús las trata con exquisita amabilidad. Su trato cordial y su carácter campechano lo hacen asequible, y esto se ve patente en la alegría que manifiestan las reclusas al verle. Se ha convertido en una persona fundamental para estas mujeres privadas de libertad.

Pasamos al pabellón donde están las reclusas que viven con sus hijos en la prisión. Afrontan el drama de una familia rota y de los niños que comparten la falta de libertad de su madre… Son diez mujeres con sus criaturas, algunas de ellas enfermas y sin un padre que pueda acoger a los pequeños. El dolor se palpa en el aire y no te deja indiferente. Me pregunté qué sería de aquellos niños inocentes que todavía no eran conscientes de dónde vivían, herméticamente cerrados, tras puertas y barrotes que los separan del mundo, del aire libre, de la belleza de un día primaveral. Un grueso muro se interpone entre ellos y su libertad.

También visitamos la enfermería, donde las reclusas enfermas o con algún problema de salud son atendidas por un médico. No había muchas, pero me impactó ver sus miradas perdidas y tristes.

Cuando llegamos a la dependencia de las 110 reclusas, me impresionó ver a tantas jóvenes que cumplen condena, esperando la benevolencia de algún juez y la oportunidad de mejorar su conducta. Muchas son extranjeras que traficaban con droga y fueron descubiertas y apresadas. Intenté comprender cómo tantas muchachas con una vida por delante, por un desliz o un engaño, secuestradas, obligadas o prostituidas, cayeron en la trampa y fueron víctimas de algún camello sin escrúpulos, atraídas por la falacia de la felicidad comprada con dinero fácil. Ahora están allí, luchando contra el tedio con diferentes actividades y talleres que ofrece el centro penitenciario. El tiempo se desliza más rápido en esos espacios que las ayudarán a reducir su condena. Mientras tanto, anhelan con esperanza que se produzca el milagro de la libertad.

Algunas se acercaban a una ventana para ver el cielo azul y respirar el aire que entraba. Cerraban los ojos, quizás soñando que estaban ya fuera, dejándose mecer por la brisa primaveral y acariciar por los rayos todavía suaves del sol de marzo. Pero solo eran instantes. Una vez abrían los ojos, de nuevo estaban allí, entre paredes y puertas blindadas, bajo la mirada de un funcionario cargado de llaves. Sueñan, sí, con su libertad, porque vivir con el espíritu preso hace insoportable los días y llena de oscuridad el corazón.

Que Dios ayude a estas muchachas y que sepan descubrir que la vida tiene sentido solo cuando uno se abre a los demás y descubre la fascinación del amor, que es el trampolín de la auténtica libertad. Qué importante es la tarea apostólica de los mercedarios, que les hacen sentir que Dios es el único camino hacia la verdadera libertad, aunque esta empiece entre barrotes. El amor de Dios es como unas alas, que te elevan más allá de los muros de la cárcel y hasta lo más hondo de tu propio corazón. Bendita tarea la del sacerdote, la de hacer que el preso se sienta restaurado por la misericordia de Dios, que lo perdona todo, hasta la peor atrocidad que uno haya cometido. Porque Dios es esencialmente perdón y amor. ¡Cuántas conversiones se han producido entre rejas! Ningún pecado, si hay arrepentimiento sincero, puede escapar al torrente de su gracia. Porque su compasión y su amor pueden más que el pecado. Solo desde la humildad y el arrepentimiento uno puede poner su vida de nuevo en rumbo hacia la libertad y la felicidad. Desde el abandono en sus manos, la misma cárcel se convierte en escuela y en una experiencia sanadora y liberadora, un punto de partida para el reencuentro. Ojalá muchas mujeres salgan de la penumbra del egoísmo y se encuentren con el brillo auténtico de la verdad.

Estamos acabando la visita y, finalmente, salimos a la zona que ellas llaman “destino”. Aquí, a las que han mostrado una mejoría notable de conducta se les asignan trabajos de mantenimiento, limpieza, lavandería y taller, con un pequeño sueldo que les ayuda a cubrir gastos o que envían a sus países de origen. Sus semblantes aquí tienen otro aspecto. Centradas y serenas, realizan su trabajo con empeño, conscientes de ese privilegio y de que están a punto de conseguir el tercer grado, que consiste en cumplir su condena trabajando afuera y pernoctando en la prisión. 180 mujeres disfrutan de esta semi-libertad. Sus días son menos pesados, en espera de la libertad definitiva.

Reflexivo ante lo que he contemplado y las explicaciones de Jesús, pienso que tendré que ir digiriendo todo cuanto he visto y oído. Más allá de un médico, una asistenta social, una psicóloga o un letrado, más allá de la amabilidad de un funcionario o de la compañía de otra reclusa para compartir su pena y su cautiverio, creo que todas estas mujeres esperan con ansia la presencia del sacerdote. Porque el delito cometido no solo hace mella en su psique, sino también en su alma, y el vacío que deben sentir se hace pesado de soportar. Al dolor físico y la privación de libertad se le añade un dolor moral y un dolor del espíritu. Almas perdidas, muchas de ellas son jóvenes con vidas truncadas y un porvenir incierto. Una vez salgan de la prisión, ¿qué les espera? ¿Serán capaces de sortear las dificultades y podrán integrarse en la sociedad? ¿Podrán recuperar los vínculos familiares rotos?

He salido impactado y con un cierto pesar, recordando a ese montón de chicas, mientras hacemos el camino de retorno hasta la salida. Tras cada reja que franqueamos, quedan atrás sus rostros, algunos con una leve sonrisa. Abandonamos el recinto con discreción. Quisiera animarlas, asegurarles que un día volverán a saborear el gusto de la libertad. Alguna, cabizbaja, nos mira de reojo, quizás deseando seguir nuestros pasos.

Ya afuera, despidiéndome de Jesús, medito que el gran tesoro de la libertad solo se consigue cuando creces hacia adentro. Camino hasta la parroquia y el aire juega conmigo, deslizándose entre mis poros. Respiro y me siento más vivo que nunca. Mi paso es ligero. Cruzando las calles, soy consciente del don maravilloso de la creación y de la vida. Cuánto derroche amoroso el de Dios, cuyo deseo es la libertad y la felicidad de su criatura, para que pueda alcanzar la plenitud como persona.

Una vez llego al patio de la parroquia, abro la puerta del templo y doy gracias a Dios por esta experiencia. La Iglesia es puerta que lleva al corazón de Cristo, presente en el sagrario. Y él es la suprema libertad del hombre.

Joaquín Iglesias
Marzo 2012

domingo, 23 de septiembre de 2012

Un canto a la fidelidad



Este escrito ha sido motivado por el 50 aniversario de bodas de Carmen y Vicente, un matrimonio miembro de la comunidad de la parroquia de San Félix.

En Roma comenzamos a saborear el gozo de vuestro 50 aniversario matrimonial. Aquellos bonitos días, llenos de luz, anticiparon la fiesta de un compromiso de unión conyugal, especialmente en aquella cena del último día, tan llena de música y sorpresas. Todos estábamos contentos por aquel sí que os disteis hace 50 años, ante el sacerdote y ante Dios.

Cuánto amor hay cuando ni el tiempo, ni el cansancio, ni los defectos del otro han podido eclipsar vuestro matrimonio. Pese a las dificultades obvias en toda relación estrecha, vuestro amor sigue bien vivo.

Habéis levantado una familia y convertido vuestra casa en un auténtico hogar, con entrega y sacrificio. Vuestro amor, fuerte como una roca, todo lo aguanta, todo lo resiste. Porque lo bonito es quererse también cuando las olas zarandean la barca del proyecto familiar.

Los inicios de una historia de amor

Jóvenes llenos de vida, Carmen, con 16 años, y Vicente, con 18, se abrían al mundo, inquietos por vivir como todos los adolescentes. Se conocieron en el casino del Poblenou. Y desde aquel día, en aquella hora y en aquel lugar, iniciaron una apasionante aventura que dura hasta hoy, sesenta años después.

Su matrimonio se celebró el día 24 de septiembre de 1962 en la parroquia de Sant Francesc d’Assís, del Poblenou. Ese día, con un firme sí, comenzó la definitiva historia de amor iniciada cinco años antes. El sí que se dieron era la promesa de algo hermoso: ante Dios y el sacerdote, cristalizaron su voluntad de amarse para siempre, desafiando el paso del tiempo.

Llegó la alegría de ver nacer a sus cuatro hijos: Vicente, Eva, María y David. La presencia de los niños hizo vibrar su hogar. Se volcaron en su cuidado y formación, con absoluta entrega. Fueron unos años de intenso trabajo educativo, lleno de amor, para ayudarles a llegar a la edad adulta.

Carmen era tejedora y regentó varios comercios. En casa, supo cómo tejer las hebras de una convivencia armónica, hilando la historia de una familia y convirtiéndola en algo sólido y duradero.

Vicente trabajó 16 años en la lonja de pescado, después compaginó este trabajo con su empleo en la Nissan, donde estuvo 20 años. 
Los dos trabajaron incansablemente para tirar adelante a su familia.

La vinculación con la comunidad

La comunidad de la parroquia de San Félix se suma a vuestra alegría en este momento crucial de vuestra vida como matrimonio y familia. Vuestro sí renovado es un testimonio de madurez cristiana. Ahora, más que nunca, es necesario ver matrimonios que, después de 50 años, desean continuar su aventura de amor.

Sabéis que esta es la lógica del amor: crecer y crecer, sin cesar, hasta la eternidad. Nada os ha detenido. Ni los vaivenes ni las vicisitudes, ni los momentos oscuros en que la estrella que iluminaba vuestro corazón parecía ocultarse, nada ha podido venceros. Vuestro amor ha brillado siempre por encima de las nubes, iluminando el firmamento de vuestro hogar.

En vuestro itinerario nunca os habéis olvidado de la dimensión eclesial que supone ser un matrimonio cristiano. Desde hace mucho tiempo los dos estáis colaborando en la vida de la parroquia. Quiero hacer una especial mención de vuestra generosidad y disponibilidad. Me consta que los anteriores sacerdotes siempre han estado agradecidos y hoy, en este día tan hermoso, quiero de todo corazón agradeceros vuestra dedicación a la parroquia.

Que Dios os dé salud y os bendiga y os proteja, a vosotros y a vuestra familia. Que, aunque el paso del tiempo os vaya quitando vitalidad, no os falten las fuerzas para seguir amándoos hasta el final de vuestros días.

domingo, 9 de septiembre de 2012

El precio del orgullo


Paseando por Barcelona aprovecho muchas veces para entrar en algunas librerías y ver las novedades, especialmente todo lo que hace referencia al hombre: filosofía, sociología, antropología, teología y otros temas. Y me sorprende ver la enorme cantidad de libros sobre autoestima y autoayuda. Se pueden ver estanterías repletas de estos manuales. Y me pregunto si este boom no responderá a unas ganas desenfrenadas de vender a toda costa. Valiéndose de los conocimientos sobre la psicología humana, ¿no serán estos libros una forma sutil de enganchar a la gente para sacarles el dinero a cambio de prometerles un bienestar interior que ansían? ¿O responden realmente a un hallazgo psicológico y científico que ayuda a la persona a mantener su equilibrio psíquico y emocional, afrontando con calma y serenidad las dificultades de la vida diaria, con uno mismo y con los demás?

Sea lo que sea en cuanto a verdad científica, creo que se está abusando de este concepto de la autoestima. Es lógico que hemos que tener un autoconocimiento de nuestra propia realidad, modo de ser, sensibilidad, valores, defectos y cualidades. Y también es necesario integrar el propio corazón, la historia familiar y las capacidades propias para dar lo máximo de uno mismo sin llegar a la vanagloria. Es bueno reconocer y potenciar los propios valores, las iniciativas y la creatividad. Esta parte de orgullo sano debe ser combinada con la humildad para reconocer los límites y otros aspectos éticos, filosóficos y religiosos de la persona. Así evitará caer en la autocomplacencia y reconocerá que siempre puede mejorar su vida. Yo llamaría a esto una “autoestima sana”, que consiste en reconocer las virtudes tanto como los límites y los defectos; esto ayuda a la persona a mantenerse en un equilibrio sicológico y social.

Pero cuando en nombre de la autoestima dejo que el orgullo me ensoberbezca, arrastrándome a una absoluta autosuficiencia, puedo llegar a la petulancia y convertirme en un ególatra al que no le importa nada ni nadie, y que vive girando en torno a su gigantesco ombligo. Y este ego es insaciable: siempre pide más reconocimiento y más poder hasta convertirse en un remolino que absorbe todo cuanto se pone a su alcance. Aquí ya podemos hablar del orgullo patológico, que uno deja de controlar para ser dominado por él. Este orgullo tiene la habilidad de aparentar. La persona orgullosa puede parecer educada, cálida, amable y obsequiosa. Incluso puede parecer modesta. Sin embargo, bajo esa capa de cordialidad esconde una gelidez que sobrecoge y asusta si llegamos a atisbarla. Estas personas, en el fondo, son terriblemente inseguras y están heridas en su propio ego; esto las hace protegerse y, sometidas a este ego tirano, van desintegrándose poco a poco. La sumisión a su ego suele proyectarse en su relación con otras personas. En ocasiones, el orgulloso puede ser el dominador; pero en otras, puede ser el dominado. En este último caso, desarrolla una dependencia enfermiza que le obliga a agachar la cabeza. El otro pide, exige y riñe, y la persona orgullosa no tiene más remedio que someterse y obedecer a sus exigencias. Por miedo a perder algo ―quizás su estatus, o su imagen de buena persona― se convierte en esclava del otro. Cuántas familias viven estas terribles situaciones, en las que una personalidad anula a la otra y ambas se necesitan para devorarse mutuamente.

¿De qué ha servido tanto orgullo, tanta autosuficiencia? Llega un momento en el que nada parece tener ya valor. Y es que aquel que era el ombligo del mundo, ahora se ve sometido a otro poder.

El único antídoto para erradicar la patología del orgullo es la humildad: que la persona sepa verse como es, con sus fortalezas y sus debilidades, sus logros y sus carencias, y aceptarse con serenidad. Junto a la humildad, el amor, la aceptación y el profundo respeto a la libertad del otro.

domingo, 5 de agosto de 2012

Cuando la vida se desliza hacia el abismo

El hombre está concebido para la felicidad. Pero ¿qué le pasa, que anhelando en su corazón la paz y la alegría, no acaba de sentirse pleno? Es verdad que desde nuestro nacimiento estamos insertos en una cultura, en una sociedad y en una familia que pueden llegar a ser un condicionamiento para nuestra proyección como personas. Somos hijos de un pasado y de una historia familiar, y también de unos esquemas morales y sociales. A veces vivimos como un lastre el peso de nuestros orígenes, de nuestra trayectoria familiar. Siendo realistas, por muy negativa que sea esta, nadie puede prescindir de ella, pues es la que ha posibilitado su existencia.
Cada paso que damos en la vida es fruto de una decisión errónea o acertada. Por eso nos movemos en ese misterio ambivalente del hombre que se sitúa entre la duda y la certeza, es decir, entre la claridad y la oscuridad, entre la prudencia y la necedad, entre la lucidez y la estupidez, entre el amor y el egoísmo, entre el silencio y el ruido, entre la esperanza y el desconcierto, entre la verdad y la mentira, entre la dulzura y la beligerancia, entre la vida y la muerte, entre la bondad y la maldad.
Más allá del victimismo psicológico, no podemos quedarnos en la autocontemplación del yo, perdidos en el laberinto de lo que hubiera querido ser y no soy, cayendo en la amargura y en la tristeza.  Es verdad que somos hijos de un pasado y de una historia que nos ha hecho ser lo que somos. Pero esa obstinación en culpar al pasado de nuestra situación presente es una actitud infantil. Tu origen te marca, pero no tanto como para hipotecar toda tu vida. Tu pasado puede haberte herido, pero no es excusa para vegetar, sin encontrar sentido a nada ni a nadie. Cuando caemos en esta actitud, nos vamos deslizando poco a poco hacia el abismo, culpando a los demás de nuestra infelicidad. Entre las alturas y el abismo hay una delgada frontera. Allí es donde decidimos saltar en una dirección o en otra.
Y este es el misterio del ser humano, que puede optar por vivir la vida o lanzarse hacia el vacío. Elijo ser esclavo de mí mismo o la libertad de abrirme a los demás. No podemos lamentarnos constantemente y evadir la responsabilidad: somos dueños de nuestro destino. Somos los únicos responsables de saber ver que un día lluvioso o de tormenta puede ser tan bello como una serena tarde primaveral. O que una aventura dolorosa no es tanto un fracaso como una gran y definitiva lección en tu vida. O que el mismo sufrimiento puede llegar a convertirse en una escuela de sabiduría.  O que la soledad es un punto de partida hacia un autoconocimiento profundo. O que la tristeza es un gran momento para solidarizarse con el que vive un hondo desasosiego en su alma. Podemos vivir situaciones límite, emocional y sicológicamente, que nos enfrentan a la propia debilidad. Si decidimos hacerles frente, nos hacemos más fuertes que nunca y aprendemos a vivir serenamente en un trapecio, sin que el vacío nos asuste.
En esos momentos aprendemos a confiar, no solo en nosotros mismos, sino en aquella fuerza que viene de afuera, de alguien que nos la ha dado. Nuestra única certeza es que somos una criatura concebida para afrontar los retos más complejos que podamos imaginar. Si somos conscientes de que estamos hechos solo para el amor, sacaremos las fuerzas de donde lo las hay, porque esa fuerza última viene de Dios, la razón de todas nuestras luchas y esperanzas.
No concibo al hombre sin este anhelo genuino de trascendencia. Claro que optar por ser libre o no es una decisión. Pero cuanto nos cuesta tener la osadía de ejercer nuestra libertad. ¡Nos da vértigo! Porque el uso de la libertad, cuando es reflexiva, creativa, ardiente, amorosa y responsable, nos puede llevar hasta el borde del abismo, pero nunca caeremos en el vacío y en la desesperación.
En cambio, cuando uno renuncia a su libertad comienza a deslizarse montaña abajo, hacia una muerte interior. Cuánto dolor provoca ver cómo gente a la que quieres, incluso personas a quien has aconsejado, lentamente se van desintegrando, presas de la dictadura de su egoísmo. Su dignidad poco a poco se va desvaneciendo. El orgullo las lleva a confundir la realidad y a contar verdaderas atrocidades, alejándose de los demás y aislándose en su autosuficiencia. Terminan abocadas a la más oscura miseria, hasta perder lo más esencial de la naturaleza humana.
Es doloroso ver a alguien así, especialmente cuando te une con esa persona un vínculo especial. Sientes la zarpa de ese sufrimiento absurdo en el corazón pero, por un profundo respeto hacia su libertad, y por su cerrazón, no puedes intervenir. Y ves con impotencia cómo se hunde en el sinsentido, porque así lo ha decidido, y poco a poco su alma se va apagando. Contemplas cómo va ahogándose en las arenas movedizas de sus orgullos y petulancias, hasta ser devorada por su propia autosuficiencia. Y el corazón se te oprime, como falto de oxígeno. Vives un duelo porque contemplas cómo aquellas personas que amas viven sin vivir, deslizándose hacia el abismo definitivo.
Al final, cuando el ser humano llega a caer tan hondo, estalla la tragedia. Sin libertad, sin encontrar sentido a su vida, se enfrenta a un suicidio moral. ¿Qué hacer cuando la oscuridad ha tragado a su presa? ¿Qué hacer cuando solo queda la más terrible angustia?  La impotencia embarga tu corazón y te asaltan la duda y el sentimiento de culpa. Te sientes mal. Has hecho todo lo posible… ¿podías haber hecho más?
Es entonces cuando aprendes, a base de dolor, que no puedes solucionar ciertas situaciones. Que hay que poner distancia al problema y, desde el silencio reparador, evitar ofuscarte y autoflagelarte. No puedes caer en la sutil trampa de la autocondena, porque entrarías en una espiral sin salida. Una reflexión serena te llevará a darte cuenta, desde la humildad, que no podemos salvar a todo el mundo. Que no somos superman ni perfectos. No somos mesías. Somos lo que somos, y hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance. Si no se ha resuelto el problema, tengamos el coraje de aceptar que somos limitados. Aceptemos que no somos dioses todopoderosos, sino seres humanos que nos hemos atrevido a lanzarnos a la aventura del amor y que, aún y así, no hemos sido capaces de rescatar y salvar a la persona.
Aceptemos nuestra realidad y sigamos aprendiendo. Solo desde esta actitud evitaremos caer en la desesperanza. Estas experiencias límite nos llevarán a doctorarnos en la virtud de la paciencia. Y alcemos la bandera de la esperanza, dejando que aletee al viento de los cuatro puntos cardinales. Siempre que haya fe y amor, la vida se manifestará, de una u otra manera, en toda su plenitud. Y la luz disipará toda oscuridad.

domingo, 15 de julio de 2012

Un año después


Tras el claroscuro del amanecer, el sol irrumpe con toda su fuerza, dejando atrás la noche. Los pájaros revolotean en el patio y trazan piruetas en el azul del cielo. La campana María está a punto de volver a tocar, otro día comienza. 


Se oye el tañido de la campana, melodioso y regular. Canta al nuevo día y hace oír su voz por encima del rodar de los coches sobre el asfalto. El despertar de un día siempre es asombroso. La placidez oscura y suave de la noche da paso al sonido vital de la ciudad de buena mañana. Mil historias se reanudan en el corazón de muchas personas que se levantan para escribir otra página de su vida.

En medio del patio respiro hondo, sintiendo que la vida misma pasa por mis pulmones. La vida, tan preciosa.

Aparece en mi mente el rostro apacible de Diego, esposo de Conchita. Entre su afabibilidad y su expresión pilla, con sus ojos penetrantes, lo siento tan presente hoy como aquellas mañanas en que charlábamos, entre carcajadas espontáneas y retazos de sabiduría.

Hace un año que nos dejaste, Diego, y tanto tu esposa como tus hijos, nietos y familiares, así como los amigos de la parroquia, sentimos tu ausencia.

Pero nadie la debe sentir tanto como tu esposa, Conchita, que tan dentro te lleva, que aún respira contigo.

Tengo algunas conversaciones serenas con ella, y veo que no pasa ni un solo día sin que estés presente en su corazón, tanto que cuando cierra los ojos sigue sintiendo el timbre de tu voz, tu susurro en sus oídos. Tan vivo estás en ella que casi te puede tocar, como si pudiera cruzar la barrera del tiempo y la muerte. Sus dos manos se alzan desde el más acá para tenderse hacia el más allá. Y es que cuando un amor es tan auténtico y tan bello no acaba nunca de morir. Ni siquiera la muerte os separa, porque esta experiencia de amor tiene una semilla de eternidad y como tal, lo eterno nunca muere. Acurrucada en tu corazón, ella sigue avanzando hasta el nuevo encuentro, cuando ni el tiempo ni la muerte os puedan separar.

Conchita, sé que quizás no baste tenerlo en tu corazón y en tu mente, y que esa barrera que os separa a veces resulte insoportable, especialmente las noches, cuando se abre ese vacío tan profundo. La tristeza y el duelo se apoderan de ti, dejándote una sensación de terrible soledad. Quizás muchas noches te sientes así y necesitas tener la certeza de que realmente habrá un reencuentro. Pero aunque sientas la dureza de la ausencia, él nunca te ha dejado. Su corazón late al unísono con el tuyo y, al igual que cada día el sol resplandece y aparta la oscuridad, así has de tener la esperanza de que vivirás otro amanecer con Diego. Allí, en el cielo, no hay noche, no hace frío ni existe la soledad. En el cielo ya nunca más perece nada, porque es la dimensión donde nuestro cuerpo queda transformado y resucitado. Nos veremos tal como somos, con una luz especial, la luz del Reino de la Vida, donde Dios gobierna por siempre.

Diego está ahí, esperando junto a Dios, anhelando como tú ese reencuentro. Mientras tanto, como hace tu nieto, que mira desde la ventana la inmensidad del cielo y señala con la punta del dedo, diciendo, “Ahí está Dios”, también tú cada día esperas que se abra una puerta hacia el cielo. La belleza del amanecer es un anticipo de la belleza de la amistad con Dios, pues el cielo también está en la tierra y en tu corazón. El cielo no es otra cosa que experimentar la plenitud del amor. Y vosotros, Conchita y Diego, tuvisteis una experiencia sublime de amor. Dios habitaba en medio de vuestro hogar, y sigue estando con vosotros.

14 julio 2012  

lunes, 30 de abril de 2012

Una rosa ante el sagrario

Este domingo, en misa, una docena de niños de la catequesis se agolpaban alrededor del altar. Llegó el momento de darse la paz y, espontáneamente, en vez de seguir el gesto tradicional de darse la mano, comenzaron a abrazarse.
Era hermoso verlos, formando una bella flor humana ante el sagrario, como una rosa de muchos pétalos, desplegándose llena de frescura. Sus ojos brillaban, se podía respirar la complicidad mientras se abrazaban. A Jesús sacramentado le llegó el perfume, la música y la calidez de esos abrazos sinceros. ¿Qué mejor ofrenda podía recibir?
Poco antes, estos niños habían renovado las promesas del bautismo. Acompañados de sus catequistas y sus padres, confirmaron su adhesión a ese regalo que recibieron de muy pequeños, el don de la fe. Ante toda la familia de seguidores de Cristo, dieron un paso hacia delante, una toma de conciencia más plena de su adhesión a Jesús. A una sola voz, firme y melodiosa, los niños dijeron sí al amor de Dios creador, el Padre; a Jesús, su Hijo, que murió y resucitó para quedarse siempre entre nosotros, en la eucaristía; y un sí al Espíritu Santo, el fuego vibrante de su amor. El sol entraba por la claraboya, bañando de luz ese momento tan crucial. Entre el altar y el sagrario, la vida de estos niños aleteaba con olor a trascendencia. Quizás ellos no fueron muy conscientes, pero en ese momento se creó un auténtico espacio de cielo. Sí, podía tocarse el cielo rozando con sus manos el sagrario.
Los niños son así. Convierten un momento aparentemente irrelevante, un gesto casi rutinario, en un estallido de alegría. Los niños quieren saber y aprender; quieren ver, oír, tocar, sentir de cerca el misterio de un hombre que se entregó por amor y que, resucitado, decidió quedarse para siempre con nosotros. Y con ellos, especialmente, cuando reciban su primera comunión.
¡Los niños nos enseñan tanto! De ellos aprendemos a superar los males, las tristezas, las amarguras. Incluso nos enseñan cómo ha de ser nuestra relación con Dios: espontánea, sincera, confiada. Nos enseñan a salir de nuestros estereotipos religiosos y a establecer una relación con Dios en la que no pesan tanto las formas ni el qué dirán, sino el trato de tú a tú. Los niños son, realmente, maestros. La certeza de la presencia de Dios es tan viva en su corazón que rompe esquemas. Su vivencia está muy lejos de una religiosidad anquilosada y endogámica.
Es verdad que la fuerza espiritual irá creciendo según la edad y su anhelo de búsqueda de la verdad. Pero la auténtica oración es la que sale de lo más hondo del alma, y los niños saben muy bien cómo rezar así, porque carecen de prejuicios y son capaces de hablar a Dios como lo harían con un amigo.
Solo a un amigo le abres el corazón. Y hacerlo amplía tu vida y tus sentimientos, ensancha el horizonte de tu intimidad, la hace profunda y penetrante. Los niños saben que los padres son muy importantes para ellos, y así comprenden la paternidad de Dios. La viven como realmente es: Dios es un padre, amigo, cercano, con el que se sienten bien. La psicología religiosa del niño revela un grado intenso de esta experiencia de proximidad afectiva. Sienten que Dios forma parte de su vida. Hoy, ese abrazo fraternal entre ellos, teniendo a Cristo como testigo, ha sido el preludio de algo hermoso que está a punto de comenzar. Ojala los adultos sepamos canalizar su deseo de amistad y búsqueda de Aquel que los hace felices. Y ojala les ayudemos a irse encontrando con Él, sin dejar que se apaguen sus ganas de saber y de amar. Ese abrazo ante el sagrario ha sido un paso importante. La semana que viene, sus gráciles dedos tocarán el cuerpo sagrado de Cristo, que ha decidido unirse a su aventura para siempre.

domingo, 26 de febrero de 2012

El frenesí de la noche, vacío existencial

Después de una jornada intensa, el atardecer da paso a la noche, momento para el sosiego y la calma. La noche nos llama al descanso, a la serenidad, a cambiar de ritmo. La noche, con su penumbra, nos ayuda a tomar conciencia de que somos mortales y necesitamos detenernos y reparar fuerzas, resetear nuestro cuerpo y desconectar.
Venimos del silencio creador y volvemos a él. Estamos hechos frágiles y contingentes. A menudo el ruido permanente y el estrés de cada día nos empujan, pero la prisa no es lo propio del ser humano. La noche nos recuerda que necesitamos reposo y que, como las plantas, nuestro cuerpo está ligado a un ciclo natural que requiere descansar.
Pero cuántas veces, para muchas personas, la pacífica noche se convierte en la continuidad del ritmo acelerado del día, ya no para el trabajo, sino para un ocio desmesurado, que acaba siendo frenesí. En la oscuridad, se lanzan vertiginosamente al sinsentido, quizás huyendo del vacío más angustioso, perdiendo la lucidez y el propio sentido de la medida y el equilibrio justo. Entre la música machacona, que golpea insistentemente el oído, y las copas, se multiplican las sensaciones y se crea un estado mental de euforia colectiva que raya lo inhumano, y donde el horizonte vital se diluye. La noche acoge una explosión de instintos exacerbados y distorsionados. Del frenesí y el éxtasis colectivo, cuántas veces no se pasa al estercolero de las miserias humanas. En el deseo de calmar la angustia, cuántas personas se pierden y olvidan su verdadera naturaleza humana. La noche, como huida adelante, les ayuda a esquivar el peso de su existencia y la realidad cotidiana que son incapaces de asumir: su responsabilidad, su trabajo, su familia.
Diríase que muchos no soportan crecer y madurar, no soportan la presión de un trabajo, la convivencia y el roce con los familiares, con los amigos. Por eso necesitan construir ese espacio de realidad paralela, artificial y egocéntrica, que les hace vibrar y sentirse más vivos que la hermosa y sencilla cotidianidad.
En el fondo de esta huida, hay también una sed de amor y la tragedia de una búsqueda mal orientada. ¿Quién piensa, en el frenesí de la noche, que el amor es fidelidad, es constancia, es lealtad? ¿Quién piensa que el amor pide sentimientos, pero que es mucho más que una pasión voluble? ¿Quién se plantea que el amor es un proyecto de toda la vida, que se construye día a día con madurez, entrega y creatividad? El amor, más que una huida adelante en la noche vertiginosa, es un encuentro donde hay rostros, nombres e historias personales. Un encuentro que pide coraje, deseo de entregarse y, también, mucha luz.

domingo, 22 de enero de 2012

Un amor a través de las ondas

A los pies de Montserrat, la montaña majestuosa que se eleva hacia el cielo, como si quisiera tocarlo, nació vuestro amor.
En Olesa de Montserrat, los jóvenes Pedro y Marian se abrían paso en la vida. Pedro, con 18 años, era locutor de radio de una emisora llamada Estudio 43, y se ocupaba de pinchar música romántica que le pedían sus oyentes, especialmente mujeres. Con su voz clara, recia y segura, y con su exquisita amabilidad, cautivaba a muchas personas. Entre ellas a Marian, una adolescente que, entre clase y clase, llamaba para pedirle que pusiera sus canciones preferidas aunque no le diera tiempo a escucharlas, porque debía volver al aula. La voz cálida que escuchaba al otro lado del transistor atrapó el corazón de aquella jovencita soñadora.
Tras reiteradas llamadas al estudio consiguió visitar la emisora. Mirándole, desde el otro lado del cristal, los ojos de Marian chispeaban. Algo nuevo estaba naciendo en su interior, una experiencia nueva que le sabía a miel.
Después de un tiempo de cortejo, Pedro se decidió a pedirle un compromiso e iniciaron su noviazgo. Aquella voz que Marian escuchaba a través de las ondas, matizada por el transistor, ahora resonaba ante ella, viva y directa, sin nada que se interpusiera entre los dos. Pedro también quedó prendado de la sinceridad de los ojos de Marian y ambos se lanzaron a la gran aventura que todavía hoy sigue, con el mismo ardor y el mismo entusiasmo.
Han pasado aquellos años 80 en que el mundo discográfico explotaba, estamos en la era de Internet y el MP3; los jóvenes enamorados ahora son adultos maduros y serios, que han asumido lo que significa el verdadero amor. Han formado un hogar con dos hijos, Alex y Marc, y han descubierto que de ese amor pletórico de los inicios han pasado a un amor de entrega sin límites, de sacrificio y de fidelidad. También habrán conocido el sabor de la renuncia, y han asumido la exigencia que a veces supone alimentar el amor, día a día y para siempre. Es un amor que desafía al tiempo.
Hoy, vienen ante Dios y ante la comunidad para renovar aquel sí que se dieron en aquel mayo del 87, con el firme propósito de seguir amándose hasta el fin. Lo más hermoso es que, 25 años después, la primera ilusión no se ha apagado. Ese amor nacido entre las ondas y alentado a través de un cristal, a los pies de Montserrat, sigue ardiendo, más vivo que nunca. Seguid así, y que el paso del tiempo no os arrebate la alegría del corazón. Hoy, reafirmáis vuestro amor y lo hacéis con el fruto de vuestra unión, vuestros hijos. El mayor bien que podéis darles, con Dios como testigo y ante esta comunidad, es que os volváis a decir sí. El amor de los padres es la primera forma de decirles a ellos que los queréis, también.
Que Dios os bendiga en esta nueva travesía que iniciáis, ahora hasta los cincuenta…

lunes, 16 de enero de 2012

Tengo un sueño

Cierro los ojos. Dejo que las alas de mi pensamiento surquen las alturas que toda alma humana desea alcanzar. ¿Puede concebirse el hombre sin ese deseo innato de soñar?
Buscamos respuestas a tantas y tantas preguntas que la realidad nos plantea. Más allá de lo visible, cerrar los ojos nos lleva lejos del hoy para proyectarnos hacia el futuro desde nuestro presente, sin que el tiempo ni el espacio condicionen la grandeza del sueño.
Aunque pueda parecer que soñar es de ilusos, es un hecho antropológico que no se puede vivir sin esperanzas ni anhelos. Por eso hemos de tener la osadía de soñar sin que nada ni nadie pueda impedir que, durante unos instantes, nos abandonemos y nos lancemos hacia el cielo de las posibilidades. Volar y dejarse mecer es vivir con la certeza de que podemos llegar a surcar cielos más hermosos de lo que nunca imaginamos si nos atrevemos a soñar aquello que tanto deseamos. Solo a partir de un sueño podremos hacer realidad lo que más anhela nuestro corazón.
Para ello hay que dar un primer paso, sin miedo al vértigo de experimentar nuevas sensaciones, que acompañan experiencias sublimes hasta que logramos hacer real aquello que soñamos. ¡Soñar no cuesta nada! Yo diría que forma parte de esos ratos en los que nos conectamos con la trascendencia, cuando cerramos los ojos y nos ponemos en actitud de oración, dejando que el Espíritu de Dios nos dé el impulso necesario para superar toda fuerza de gravedad —de inercia, de temor— que nos impide subir bien alto. Necesitamos un primer empuje, un impulso para que el viento, con su fuerza, nos eleve hasta el sueño más alto, con la confianza de que volveremos a quedar de pie; sin miedo a las turbulencias de la inseguridad, como Pedro, que temía ahogarse al caminar sobre las olas; sin temor a chocar con los montes o a caer en el abismo.
Seremos capaces de hacerlo posible cuando Dios es quien nos pide que no pongamos freno a nuestros sueños y que confiemos en Él. Entonces, os aseguro que todo aquello que soñamos será el preludio de una nueva realidad, que viviremos bien despiertos. A veces no habrá que volar tanto hacia arriba, sino sumergirse en lo más profundo del corazón para descubrir realmente qué es lo que tanto deseamos, cuál es nuestra esperanza, qué queremos culminar. La misma realidad que vivimos comenzó siendo un sueño.
Una tarde, paseando por la Vila Olímpica, divisé la puesta de sol. La luz declinaba en medio de un estallido multicolor en el cielo. El sol encendía las nubes, antes grises y densas, ahora luminosas como brasas. Cerré los ojos y, al abrigo de un copudo árbol, arrullado por la brisa, me dejé llevar por un perfume de trascendencia, que me hizo saltar en el tiempo y el espacio. En la luz de aquella tarde otoñal, que iba apagándose lentamente, soñé.
¿Qué soñé, en aquel instante tan denso, tan largo?
Soñé que, como pastor de dos comunidades, lograba crear un grupo de cristianos, auténticos y apasionados seguidores de Jesús. Soñé que la serenidad de esa tarde invadía a todos los que forman parte de estas parroquias. Soñé que, por fin, como aquellas nubes prendidas por el sol, sus corazones se encendían y vibraban al unísono. Soñé que el sentido de pertenencia a la parroquia se convertía en una adhesión viva a Cristo. Soñé que las parroquias crecían, no solo en número, sino en espiritualidad y compromiso. Soñé en un estado de alegría contagiosa, en una hermosa fraternidad. Soñé que nada impedía la comunión gozosa en Cristo. Soñé que cada uno de los feligreses era un testimonio vivo, radiante, capaz de encender el corazón de todo aquel que se le acercara. Soñé que las eucaristías se convertían en auténticas experiencias de cielo con Cristo sacramentado, sentido pleno de nuestra identidad cristiana. Soñé que cada parroquia se convertía en una inmensa bandera de esperanza que aleteaba con el soplo del Espíritu Santo. Soñé que las diferencias entre unos y otros no eran causa de distanciamiento, sino una riqueza a explorar. Soñé que todos formábamos un gran tapiz de realidades entretejidas y multicolores.
Soñé que teníamos un único Amor, que un día nos enamorábamos de Él y, por Él, todos nos reuníamos allí, juntos, viviendo una gran experiencia de cielo y con una misión metahistórica, adelantándonos al tiempo, como si ya estuviéramos resucitados.
Soñé que el gozo nos invadía, que el Amor de nuestra vida había logrado hacer el milagro de estar juntos, dejándonos mirar por Él y respondiendo a su invitación de seguirle. Soñé que, partiendo todos de diferentes historias, convergíamos en una sola historia y caminábamos hacia el mismo fin.
Soñé que allí, en el templo físico, la comunidad se extendía, creando verdaderos lazos de fraternidad unos con otros. Soñé que el amor superaba los defectos, que antes eran causa de malestar, allanando los límites y sacando lo mejor de cada uno para ofrecerlo a los demás.
Soñé que todos soñábamos y elevábamos el espíritu hacia nuestra meta: y es que, cuando ya saboreamos la eternidad, nos damos cuenta de que estamos hechos para el amor y que nuestro fin es volver con Aquel que nos ha creado y amado.
Sueño con un proyecto pastoral dinámico y entusiasta, creativo, fraternal y solidario. Con una clara misión: llevar la buena nueva de un Dios amor, que se encarna en Jesús, como motor que nos lanza a salir de nosotros mismos y, sobre todo, a salir al encuentro de los demás. La comunión ha de ser un signo distintivo de nuestra identidad, así como la apertura a otras realidades eclesiales y pastorales. Sueño con unas comunidades testimoniales. La autenticidad es el último revulsivo que puede interpelar a tantos y tantos que buscan una respuesta válida capaz de cambiarles el corazón. Solo así podremos llevar a cabo este asombroso y gran proyecto de ayudarles a descubrir la auténtica razón de sus vidas.
La experiencia religiosa no es otra cosa que vivir, muy de cerca, la presencia de Dios. Una comunidad bien enraizada en Cristo, en el más allá, puede traer el cielo al más acá, participando ya en la tierra de una realidad que nos sobrepasa.
Esta realidad nos hace participar de la misma naturaleza de Dios, que es el alma. Por eso anhelamos, buscamos y deseamos abrazar al que nos ha creado con un único motivo: amarnos.
Por eso, tarde o temprano, sé que mi sueño se hará realidad. Todos hemos quedado prendados del gran arrebato de su amor. Él nos saca de nuestras miserias, su fuego deshiela el alma más dura, penetrando hasta el último resquicio del corazón que se resiste. Cuando se vive así, uno queda desconcertado y a la vez sobrecogido de tanto derroche de amor. Esta es la locura de Dios: no ceja hasta conquistarnos, como lo hizo con san Agustín.
Mi amigo César me preguntó, ¿qué miras con los ojos cerrados? Le respondí que soñaba. Tan solo fueron unos minutos que me supieron a eternidad. Cuando abrí los ojos, el sol había desaparecido tras las nubes oscuras, que amenazaban un cambio de tiempo. El frío se despertaba e iniciamos el camino de regreso.
Me pregunté si sería capaz de hacer posible este sueño y me dije: sí, estoy dispuesto, porque para Dios no hay nada imposible. Cuando dejas que sea él quien protagonice tu sueño, solo él podrá hacerlo realidad.
Poco a poco, las farolas de la calle se fueron encendiendo. Alcé la cabeza y vi la puerta de la parroquia de San Félix, el lugar donde culminé la jornada con una preciosa eucaristía. Mi gran sueño estaba allí, en mis manos, cuando consagraba. Di gracias a Dios por tanto don inmerecido. No se puede soñar sin esperanza y no se puede tener esperanza sin certeza. Y la tenemos. La gran certeza de que Dios anida en nuestro corazón.