Semanas atrás le comenté
a Jesús Roy, capellán de la prisión de mujeres, que me gustaría conocer de
primera mano su labor pastoral en la cárcel de Wad-Ras.Hoy, día 27 de marzo, en
una mañana primaveral y luminosa, he tenido una gran experiencia, sobrecogedora
y entrañable. Jesús, compañero del arciprestazgo del Poblenou, ha tenido la
amabilidad de explicarme con delicadeza y pormenor lo que hace allí. De su mano
he podido conocer cómo es la vida diaria en la prisión, ubicada en la avenida
Bogatell, en la Vila Olímpica de Barcelona.
Jesús tiene aspecto
bonachón, sencillo y asequible. Y vive con total convicción su vocación de
mercedario. Se mueve en la cárcel como pez en el agua. Sin prisa, me ha ido
enseñando las diferentes zonas donde se alojan las reclusas. Cada zona, bien
señalizada, está separada de las demás por puertas compactas. Una funcionaria,
con un grueso manojo de llaves, nos iba abriendo las cancelas y Jesús pasaba
como si estuviera en su casa.
Me ha explicado los distintos
grados de reclusión, según el tipo de delito, y algunas experiencias dolorosas
que ha conocido de cerca. Entre sala y sala, varias mujeres se han acercado a
él, saludándolo con total naturalidad y buscando ayuda, consejo, o preguntando
si tenía información sobre algún juicio pendiente. En muchas de ellas he visto
la pena que las embarga: son conscientes de que se han equivocado y ansían
poder salir algún día. Jesús las trata con exquisita amabilidad. Su trato
cordial y su carácter campechano lo hacen asequible, y esto se ve patente en la
alegría que manifiestan las reclusas al verle. Se ha convertido en una persona
fundamental para estas mujeres privadas de libertad.
Pasamos
al pabellón donde están las reclusas que viven con sus hijos en la prisión. Afrontan
el drama de una familia rota y de los niños que comparten la falta de libertad
de su madre… Son diez mujeres con sus criaturas, algunas de ellas enfermas y
sin un padre que pueda acoger a los pequeños. El dolor se palpa en el aire y no
te deja indiferente. Me pregunté qué sería de aquellos niños inocentes que
todavía no eran conscientes de dónde vivían, herméticamente cerrados, tras
puertas y barrotes que los separan del mundo, del aire libre, de la belleza de
un día primaveral. Un grueso muro se interpone entre ellos y su libertad.
También visitamos la
enfermería, donde las reclusas enfermas o con algún problema de salud son
atendidas por un médico. No había muchas, pero me impactó ver sus miradas
perdidas y tristes.
Cuando llegamos a la
dependencia de las 110 reclusas, me impresionó ver a tantas jóvenes que cumplen
condena, esperando la benevolencia de algún juez y la oportunidad de mejorar su
conducta. Muchas son extranjeras que traficaban con droga y fueron descubiertas
y apresadas. Intenté comprender cómo tantas muchachas con una vida por delante,
por un desliz o un engaño, secuestradas, obligadas o prostituidas, cayeron en
la trampa y fueron víctimas de algún camello sin escrúpulos, atraídas por la
falacia de la felicidad comprada con dinero fácil. Ahora están allí, luchando
contra el tedio con diferentes actividades y talleres que ofrece el centro
penitenciario. El tiempo se desliza más rápido en esos espacios que las ayudarán
a reducir su condena. Mientras tanto, anhelan con esperanza que se produzca el
milagro de la libertad.
Algunas se acercaban a
una ventana para ver el cielo azul y respirar el aire que entraba. Cerraban los
ojos, quizás soñando que estaban ya fuera, dejándose mecer por la brisa
primaveral y acariciar por los rayos todavía suaves del sol de marzo. Pero solo
eran instantes. Una vez abrían los ojos, de nuevo estaban allí, entre paredes y
puertas blindadas, bajo la mirada de un funcionario cargado de llaves. Sueñan,
sí, con su libertad, porque vivir con el espíritu preso hace insoportable los
días y llena de oscuridad el corazón.
Que Dios ayude a estas
muchachas y que sepan descubrir que la vida tiene sentido solo cuando uno se
abre a los demás y descubre la fascinación del amor, que es el trampolín de la
auténtica libertad. Qué importante es la tarea apostólica de los mercedarios,
que les hacen sentir que Dios es el único camino hacia la verdadera libertad,
aunque esta empiece entre barrotes. El amor de Dios es como unas alas, que te
elevan más allá de los muros de la cárcel y hasta lo más hondo de tu propio
corazón. Bendita tarea la del sacerdote, la de hacer que el preso se sienta
restaurado por la misericordia de Dios, que lo perdona todo, hasta la peor
atrocidad que uno haya cometido. Porque Dios es esencialmente perdón y amor.
¡Cuántas conversiones se han producido entre rejas! Ningún pecado, si hay
arrepentimiento sincero, puede escapar al torrente de su gracia. Porque su
compasión y su amor pueden más que el pecado. Solo desde la humildad y el arrepentimiento
uno puede poner su vida de nuevo en rumbo hacia la libertad y la felicidad. Desde
el abandono en sus manos, la misma cárcel se convierte en escuela y en una
experiencia sanadora y liberadora, un punto de partida para el reencuentro. Ojalá
muchas mujeres salgan de la penumbra del egoísmo y se encuentren con el brillo
auténtico de la verdad.
Estamos acabando la
visita y, finalmente, salimos a la zona que ellas llaman “destino”. Aquí, a las
que han mostrado una mejoría notable de conducta se les asignan trabajos de
mantenimiento, limpieza, lavandería y taller, con un pequeño sueldo que les
ayuda a cubrir gastos o que envían a sus países de origen. Sus semblantes aquí
tienen otro aspecto. Centradas y serenas, realizan su trabajo con empeño, conscientes
de ese privilegio y de que están a punto de conseguir el tercer grado, que
consiste en cumplir su condena trabajando afuera y pernoctando en la prisión.
180 mujeres disfrutan de esta semi-libertad. Sus días son menos pesados, en
espera de la libertad definitiva.
Reflexivo ante lo que he
contemplado y las explicaciones de Jesús, pienso que tendré que ir digiriendo
todo cuanto he visto y oído. Más allá de un médico, una asistenta social, una
psicóloga o un letrado, más allá de la amabilidad de un funcionario o de la
compañía de otra reclusa para compartir su pena y su cautiverio, creo que todas
estas mujeres esperan con ansia la presencia del sacerdote. Porque el delito
cometido no solo hace mella en su psique, sino también en su alma, y el vacío
que deben sentir se hace pesado de soportar. Al dolor físico y la privación de
libertad se le añade un dolor moral y un dolor del espíritu. Almas perdidas,
muchas de ellas son jóvenes con vidas truncadas y un porvenir incierto. Una vez
salgan de la prisión, ¿qué les espera? ¿Serán capaces de sortear las
dificultades y podrán integrarse en la sociedad? ¿Podrán recuperar los vínculos
familiares rotos?
He salido impactado y con
un cierto pesar, recordando a ese montón de chicas, mientras hacemos el camino
de retorno hasta la salida. Tras cada reja que franqueamos, quedan atrás sus
rostros, algunos con una leve sonrisa. Abandonamos el recinto con discreción. Quisiera
animarlas, asegurarles que un día volverán a saborear el gusto de la libertad.
Alguna, cabizbaja, nos mira de reojo, quizás deseando seguir nuestros pasos.
Ya afuera, despidiéndome
de Jesús, medito que el gran tesoro de la libertad solo se consigue cuando
creces hacia adentro. Camino hasta la parroquia y el aire juega conmigo,
deslizándose entre mis poros. Respiro y me siento más vivo que nunca. Mi paso
es ligero. Cruzando las calles, soy consciente del don maravilloso de la
creación y de la vida. Cuánto derroche amoroso el de Dios, cuyo deseo es la
libertad y la felicidad de su criatura, para que pueda alcanzar la plenitud como
persona.
Una vez llego al patio de
la parroquia, abro la puerta del templo y doy gracias a Dios por esta experiencia.
La Iglesia es puerta que lleva al corazón de Cristo, presente en el sagrario. Y
él es la suprema libertad del hombre.
Joaquín Iglesias
Marzo 2012
Será casualidad que el Sacerdote se llame Jesús? es ésta una forma de estar más cerca de ellas, presentándose como hombre de carne y hueso que les lleva consuelo y un poquito de tranquilidad a su corazón? Gracias
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