Su voz, antes clara y vibrante, ahora suena desgarrada. Me
evoca desespero, decaimiento, incerteza… Miedo. Una situación que quizás nunca
contempló ha golpeado su vida y lo ha lanzado desde la cima de su carrera
profesional a un abismo. Las secuelas de lo que pueda suceder le aterran. Preso
de su cuerpo, su mente brillante quiere ir más allá de lo que la voz le
permite. La recuperación se le hace larguísima, y su rostro refleja el dolor
que le ha marcado.
Un ictus le ha partido en dos. Era una persona creativa,
racional y emprendedora. Se reinventaba cada día y lo entregaba todo en su
trabajo. De talante cordial y ecuánime, su agudeza intelectual penetraba en
profundidad el mundo; era agudo en sus análisis políticos y económicos,
alternativo y abierto de mente. La excelencia era su máxima y la volcaba en
todo cuanto hacía. Entregado y valiente, era un gran empresario con talento y valores
humanos. Lo tenía todo… hasta que un día su estrella dejó de brillar.
Ahora ha quedado reducido a una silla de ruedas. Su cuerpo,
doblegado, afronta un futuro incierto. Pero él sabe, dentro de su alma, que existe
una última voluntad más allá de su cerebro roto. Su destino siempre dependerá
de él, incluso asumiendo las secuelas de este accidente vascular. Conociéndolo,
yo sé que en el fondo de su corazón está trazándose un nuevo itinerario,
teniendo en cuenta todo lo que habrá aprendido en esta dura lección. Quizás la
más dolorosa de su vida.
¿Qué originó ese infarto en su cerebro? ¿Qué estaba
ocurriendo, que él no supo ver? A veces estamos tan pendientes de nuestros
objetivos y metas que nos olvidamos de algo esencial.
¿Qué nos permite hablar, pensar, soñar, movernos, sentir y
proyectar hacia el futuro? ¿Qué nos permite tener visiones con un plazo
determinado, discernir, razonar y elucubrar? ¿Dónde se sustenta la voluntad?
Nos olvidamos de que la mente y su capacidad de imaginar no pueden funcionar
sin el cerebro físico, con su estructura y su química. Pocos piensan que lo que
pueden llegar a hacer en sus vidas no sólo depende de su capacidad de memoria y
razonamiento, sino de unas buenas conexiones entre las neuronas del cerebro.
Para hacer todo esto posible dependemos en buena parte del oxígeno y de los
nutrientes que el cerebro necesita y que nos llegan por la sangre, a través de
unos capilares que deben estar en perfecto estado, sin obstrucciones causadas
por las grasas. Desde el menor de los movimientos de nuestra mácula, hasta
caminar, movernos, comer, digerir y respirar; desde el ver, oír y hablar hasta
elaborar conceptos abstractos, todo depende de un cerebro sano. No podemos
olvidarnos del cuerpo, nuestra casa, donde vivimos durante toda nuestra vida
terrenal. Y los pilares de esta casa son nuestros órganos vitales, que permiten
que vivamos.
Cerebro, hígado, riñones, corazón… Cuánto trabajan,
incansables, para nosotros, y qué mal los cuidamos. Tenemos muy clara nuestra
higiene personal, el cuidado de la piel, la ropa, la vivienda… Pero no la
higiene interna, la de nuestra casa más inmediata, que es el cuerpo. Es tanta
la suciedad que se acumula en nuestros órganos que al final acaban totalmente
agotados, sobrecargados y malnutridos por falta de oxígeno y alimentos de
calidad. Llega un momento en que su funcionamiento se bloquea y así es como
llegamos al infarto y a la parálisis. De aquí surgen las enfermedades
cardiovasculares y estados anómalos, como la hipertensión y los problemas
digestivos, las dolencias degenerativas, como el Alzheimer, y los accidentes súbitos
como los ictus. Este mal cuidado del cuerpo es también el origen de la mayoría
de enfermedades autoinmunes, demencias, alergias y artrosis.
Vamos alocados por la vida, nos enfadamos con ella o con
Dios si no alcanzamos lo que queremos. Vivimos estresados, pensando sólo en
hacer y en tener. Y nos olvidamos de que, en el fondo, no estamos hechos para
ir siempre corriendo, haciendo más de lo que tenemos que hacer y a un ritmo
frenético. Queremos tenerlo todo ya y además gozar de reconocimiento, bienestar
y dinero. Nos hacemos adictos al trabajo y no sabemos descansar.
Llegar a un equilibrio armónico es lo que más nos cuesta
porque vivimos lanzados como un cohete sin calibrar los riesgos. Está muy bien
el esfuerzo, la superación, las ganas de vibrar e incluso las ganas de servir,
vivir y disfrutar. Pero nos olvidamos de algo primigenio, algo innato, como es
el silencio. Nos falta tiempo para discernir hacia qué dirección vamos.
La mente, el corazón y el alma deben armonizarse para que no
nos lancen hacia el precipicio. Contemplar, pasear, meditar, dejar la mente y
los sentimientos parados y tranquilos, de tanto en tanto, nos puede ayudar a
tener la medida justa en todo aquello que hacemos y nos proponemos.
Hacer esto nos ayudará a controlar más la poderosa mente y
los fluctuantes sentimientos, sabiendo en cada momento a dónde vamos. Uno lo
puede tener todo: propósito vital, una profesión que te realice, economía, fuertes
vínculos emocionales e incluso una vida espiritual rica. Pero si nos olvidamos
de la casa del cuerpo y la descuidamos, lo que aguanta toda nuestra vida es la
actividad biológica. Si no estamos sanos, hasta nuestra vida espiritual se
puede resentir, como la emocional y la intelectual. Una buena salud
cardiovascular es fundamental para todo nuestro cuerpo. Tenemos una red de
venas, arterias y capilares cuya longitud, si la sumáramos, alcanzaría unos 90
000 kilómetros, ¡más de dos veces la vuelta al mundo por el Ecuador! El buen
estado de los vasos sanguíneos es esencial, tanto como el contenido que fluye
por ellos: la sangre. Necesitamos buenos conductos y sangre limpia y rica en
nutrientes para poder irrigar todos nuestros órganos vitales. Esto nos aportará
calidad de vida y mejorará nuestra actividad mental, emocional y espiritual.
Todo se equilibra, pero todo depende de la calidad de lo que comemos. ¿Qué le
echamos a nuestro tan maltratado cuerpo?
El cuerpo es sagrado y nos permite tener una vida plena o
una vida llena de dolores y sufrimiento. He conocido a otras personas que han
tenido problemas parecidos. Urge superar la dualidad cuerpo-mente. Urge dejar
de idolatrar la mente y la capacidad de raciocinio en detrimento del valor del
cuerpo y sus funciones. La diosa mente te puede ayudar a descubrir grandes
enigmas del universo, pero ¡qué poco sabemos de nuestro universo interior, de
nuestra química, de nuestra biología y de nuestras neuronas! Somos incapaces de
mirar nuestro cuerpo y aún menos de escucharlo. ¿Cómo se siente? ¿Qué necesita?
¿Qué nos está pidiendo? No lo escuchamos hasta que estalla con una respuesta
patológica, y a veces demasiado tarde, dejando enormes secuelas. Si aprendemos
a tener un diálogo con el cuerpo y lo llegamos a conocer, cuidándolo
correctamente, este nos dará lo mejor, porque está concebido para vivir en
plenitud. Ojalá nuestra voluntad haga posible que mente, cuerpo y espíritu
vayan de la mano. Sólo así estaremos preparados para cualquier aventura. Vivir
despierto y a la vez sereno hará que nuestra vida sea fecunda y que nos
enamoremos de los bellos paisajes que hay en nuestra casa interior.