domingo, 21 de octubre de 2018

Como animales heridos


Vivir es un reto apasionante. El ser humano no sólo existe como otros tantos seres en la naturaleza. La consciencia de nuestro yo nos hace dar un paso más allá: no somos algo, somos alguien especial e irrepetible. Ese plus de la consciencia nos hace ser personas muy diferentes, con un potencial enorme capaz de crear, amar, soñar y arriesgarnos por algo o alguien a quien queremos. Tenemos la información genética para convertirnos en auténticos héroes de nuestra existencia. Somos capaces de vivir la vida con auténtica pasión. Todo lo que nos rodea puede llegar a ser una experiencia intensa, desde la belleza de un paisaje hasta un nuevo propósito o una nueva relación. Si sabemos extraer el jugo a lo que vivimos, todo será crecimiento, aprendizaje y descubrimiento que nos llevará a un mayor gozo y alegría.

Para ello es necesario integrar la realidad cotidiana: desde fracasos, rupturas, sufrimiento hasta logros, éxitos y errores. Es decir, hemos de asumir que somos vulnerables, pero también con la capacidad de mirar muy alto, más allá de nosotros mismos. Si sabemos trascender nuestros propios límites y nuestros condicionamientos e hipotecas, llegaremos a fortalecer la esencia pura de nuestra existencia.

Tenemos dentro una capacidad racional, de autoanálisis, para no dejarnos atrapar por emociones o sentimientos que nos quitan la lucidez para actuar según lo que somos: hombres y mujeres protagonistas de nuestra historia. Sí, con límites y agujeros, pero también artífices de auténticas hazañas: llegaremos tan lejos como queramos llegar.

Tenemos un potencial sagrado capaz de convertir nuestra vida en un milagro. Estamos llamados a recrear y ajardinar el mundo, embelleciéndolo. Somos parte de una historia que va más allá de nosotros mismos. Somos fruto del amor y esa realidad espiritual y energética nos hace ser constructores de algo nuevo. Surcamos los cielos de nuestra existencia en busca de nuevas aventuras.

Heridas que destruyen


Pero ¿qué ocurre cuando nos quedamos encallados, atrapados en situaciones que ahogan ese anhelo de vivir con pasión nuestra existencia? ¿Qué ocurre cuando pasamos de la fe a la destrucción? ¿Por qué a veces pasamos de una vida plena a una vida mediocre, del amor al odio y al resentimiento, de la cordialidad a la crítica destructiva, de un sano realismo a un pesimismo enfermizo? Del coraje pasamos al miedo, de la ternura a la agresión, de la paz interior a la violencia verbal y a un enfado permanente. Y, sobre todo, dejamos de tener un propósito vital y caemos en el vacío más profundo que lentamente va desintegrando la esencia de nuestro ser. La rabia acumulada se convierte en un arma letal que nos volatiliza por dentro. Somos como animales heridos que necesitamos desgarrar y aplastar, volcanes en erupción siempre escupiendo fuego; potros salvajes pegando coces…

Un animal herido sangra hasta debilitarse, pero se nutre de la fuerza del resentimiento, que le hace mantenerse. ¡Cuánta energía desperdiciada en dañar y autodañarse!

Las personas así heridas emprenden una huida hacia adelante, hasta llegar a la pérdida de su identidad, hasta la propia locura. Como los animales heridos, son incapaces de mirar, de discernir, de rezar y reflexionar. ¿Qué hacer cuando esta actitud existencial y psicológica se convierte en una patología? ¿Qué hacer con estas personas tan heridas, tan rotas, tan descoyuntadas? ¿Quién las hirió de esta manera?

La importancia de abrirse


Todos sufrimos golpes en la vida, pero no todos reaccionamos igual. Ante una misma circunstancia dolorosa, hay quienes se hunden y hay quienes se sobreponen y salen adelante. Otros tardan más en reaccionar, o necesitan tiempo para ir asimilando la experiencia y extraer de ella una enseñanza, o más fortaleza. No hay dos personas iguales. Pero ciertas actitudes contribuyen a ahondar la herida, mientras que otras ayudan a sanarla.

Sanar a una persona herida no es fácil, porque muchas veces se cierra en sí misma y rechaza ayuda. Se resiste a cambiar y no quiere arriesgarse. Aunque pida ayuda, en realidad lo que quiere es reafirmarse en su posición y que los demás le presten atención y la escuchen. Pero no quiere salir del hoyo. Y busca mil razones para justificar su actitud y su forma de ser.

El primer paso para la sanación, creo, lo ha de dar la misma persona dañada. Es importante que vea la necesidad de abrirse a los demás —y de abrirse a Dios—. No para que se limiten a regalarle el oído, sino para que puedan ayudarla a salir de una situación que no la hace feliz y le impide crecer. La persona herida ha de tener el valor para curarse, y las curas duelen. Deberá renunciar a algunas seguridades e ideas, quizás. Deberá salir de su zona de confort, porque a veces el dolor y la oscuridad también son guaridas confortables. Si se ha instalado en la rabia o en la tristeza, necesitará coraje para salir de ellas.

Cuando una persona se abre, igual que una casa oscura y cerrada, la luz poco a poco va penetrando en su interior e iluminando todos los rincones. Quizás se asuste al ver tanto caos, tanto miedo… pero es el primer paso para sanarse y dejar que su vida cambie.

¿Qué podemos hacer?


¿Qué podemos hacer los demás? Generar ese ambiente de confianza, de acogida y de respeto, necesario para que la otra persona pueda abrirse. Quizás al principio no podremos hacer mucho; simplemente estar ahí, respetarla y amarla aunque sea a distancia. Tratarla con extrema suavidad y mucho tacto. Los que tratan animales heridos saben cuánto cuesta acercarse a ellos, y cuánta delicadeza hace falta para que recuperen la confianza. También hace falta paciencia y tiempo.

Y lo que siempre podemos hacer por estas personas heridas es rezar. La oración es mucho más eficaz de lo que creemos. Quizás no veamos resultados inmediatos, pero si aquella persona ocupa un lugar en nuestro corazón, ofrezcámosla a Dios. Pidamos al Padre amoroso que cuide de ella, que la proteja. Santa Mónica nunca se cansó de rezar por su hijo, que andaba perdido entre filosofías y vanidades intelectuales… Finalmente Agustín se convirtió al cristianismo, ¡y qué gran cristiano fue!

Cuando estemos ante una persona iracunda, enfadada existencialmente, amargada o conflictiva, mirémosla con ternura y comprensión. Mirémosla con ojos de Dios, como una madre. Quizás descubramos las claves de su enojo o de su postura. Y podremos atisbar cómo tratarla para ayudarla, si está en nuestras manos. También hemos de ser humildes y aceptar que no siempre podremos ayudar. Cada alma encierra misterios enormes, que sólo conoce Dios, y hemos de respetarlos. Pero, como decía san Juan de la Cruz, hay un remedio que pocas veces falla: «Donde falte amor, por amor… y sacarás amor». Amar, y saber cómo amar, es la mejor terapia.