Después de un día soleado, con un precioso cielo azul, tras caminar disfrutando de la belleza que me envuelve, percibo el paso del tiempo. El sol marca las horas con los cambios de color en el paisaje mediterráneo, tan lleno de contrastes. A medida que cae la tarde, la luz del sol se va atenuando y el cielo adopta un tono más suave, pero el paisaje no pierde intensidad. Todo se tiñe de una luz cálida, que acentúa las texturas de las rocas y los árboles, hasta que el sol se pone tras la montaña y la luz del día se apaga. La luna comienza a asomar, discreta, elevándose sobre un bello atardecer que precede a la noche. Entre el sol y la luna, entre la claridad y la penumbra de la noche, que va adueñándose del cielo, saboreo unos momentos de gran calma.
La
puesta de sol invita a la reflexión: poco a poco entramos en otro ritmo más
pausado, sereno, de gratitud por lo vivido durante el día. Es el momento de
saborear la belleza que se desborda ante mis ojos. El pulso de la vida
eclosiona convirtiendo la naturaleza en un hogar donde el hombre puede
recrearse en tantas imágenes que lo seducen.
El
ocaso avanza, a pasos delicados. Los últimos rayos de sol desaparecen y una
hora más tarde, la noche ha caído. Ahora ya no veo colores, sino imágenes y
siluetas recortadas sobre el cielo nocturno. La noche ha devorado el color,
pero, sin tener la claridad del día, el manto celeste se convierte en una
cortina de estrellas. Una sensación de inmensidad me invade cuando contemplo el
firmamento, tan poblado de millones de luces que parpadean. En medio de todas
ellas, un enorme lucero, suspendido en medio del cielo, custodia la noche.
Si
por el día me siento como un diminuto ser sobre la cresta de los montes, por la
noche me sobrecoge la inmensidad del cielo, con su estallido de luz. Mi pequeña
retina, apenas milímetros, capta la grandiosidad de un festival luminoso que se
despliega sobre mí. La tierra gira, regalándonos cada día un concierto que
embriaga el alma. No somos conscientes de este espectáculo porque no valoramos
la gran riqueza que el Creador nos ha ofrecido. Vivimos inmersos en una cultura
del ruido, ciegos por la contaminación lumínica y abrumados por el estrés de
las ciudades. No nos damos cuenta de lo que nos estamos perdiendo. El progreso
y la técnica nos están alejando de una tendencia natural que todos llevamos
dentro, que es la contemplación.
Cada
noche, después de cenar, me gusta dar un paseo. Poco tiempo, apenas unos veinte
minutos llenándome de sensaciones diferentes. La brisa, tibia, me acaricia.
Percibo más los olores, escucho el canto de los grillos y el rumor del río.
Oigo el ruido de mis pasos y el movimiento de los árboles mecidos por el
viento. También puedo escuchar mi propia respiración. Todos los sentidos se
despiertan y agudizan. Las pupilas se abren más para captar con mayor precisión
el entorno, potenciando la visión nocturna. En esos momentos, soy más
consciente de mi vinculación con la naturaleza. Estar despierto me lanza a
sumergirme en la noche desconocida, atrapándome en una estampa en blanco y
negro, haciéndome protagonista del último capítulo del día. Ante mí la luna se
eleva. La miro con atención y distingo el relieve de sus cráteres. Decían los
antiguos sacerdotes egipcios que detener la mirada sobre la luna ayudaba a
mejorar la salud de la retina y agudizaba la vista. Para mí es como entrar en
el corazón de esa luz, que me envuelve con su discreta presencia. Rodando por
las alturas, es el faro que da vida y belleza a la noche.
De
vuelta a casa, con la luna a mis espaldas, veo mi sombra proyectada en el
camino. Doy los últimos pasos antes de recogerme, inhalando y exhalando
profundamente. Y me retiro a descansar, a reponer mis huesecitos para iniciar
otra maravillosa aventura al día siguiente.
Dios
me susurra al oído. Le doy gracias y le pido que vele por mí durante la
travesía del sueño hasta que vuelva a despertar. Mañana, al amanecer, saldré de
nuevo y veré salir el sol, un diamante entre las ásperas montañas. Seré testigo
del espléndido fulgor que volverá a teñir de colores el mundo, grabando en mi
retina las imágenes de los campos que despiertan, con fragancia de heno y
hierbas silvestres. Serán los buenos días de Dios a su criatura humana,
Himalaya de su creación.