domingo, 21 de diciembre de 2014

Aprender a asumir el conflicto

Corazones llenos de amargura


El ser humano, en su búsqueda de realización personal, se topa con realidades difíciles de gestionar. Fracasos emocionales, convivencias tensas, incapacidad para adaptarse y falta de habilidades sociales. La necesidad de protegerse le lleva a reforzar su ego. Así, muchas personas desean ser el centro de todo, ejerciendo una manipulación emocional de los demás. Se muestran intransigentes y susceptibles, guardan memoria de todo lo negativo y utilizan un lenguaje ambiguo para justificarse.

El victimismo se apodera de estas personas. Creen tener derecho a todo, y lo reclaman todo. A veces, bajo una apariencia sumisa y servicial, esconden un terrible orgullo y ejercen una tiranía sobre quienes las rodean.

Con habilidad, emplean sutiles maniobras para crear situaciones conflictivas. Se valen de los rumores y de la murmuración para ir generando desconcierto y dudas. Así van levantando muros, sembrando la desconfianza y haciendo inviable una relación sana y una comunicación armónica con los demás. Pueden reventar iniciativas, proyectos y sueños de otros. Utilizan medias verdades para tejer la mentira de su construcción mental, que les sirve de autodefensa.

Pero, en realidad, quienes crean estos problemas de convivencia suelen ser personas con una autoestima muy baja y un enorme cúmulo de resentimiento. Como piensan que todo el mundo les debe algo, siempre piden más y más. Son incapaces de escuchar el punto de vista del otro, de olvidar y de perdonar. Al contrario, es a ellas a quienes hay que pedir perdón, pues siempre se sienten ofendidas.

Cuánto dolor inútil y absurdo generan estas personas. Cuánto sufrimiento provocan los corazones amargados, separados de la alegría de los demás.  Están tan pendientes de todo cuanto les afecta que abortan toda posibilidad de convivencia armoniosa.

Cuando uno vive de cerca estas situaciones, se da cuenda de la complejidad del ser humano que vive centrado en sí mismo y no soporta los valores y capacidades de los demás, especialmente aquellos que los hacen brillar. Quienes viven así están tan ensimismados que no les queda otro remedio que someter, anular o esclavizar al otro. Cuando no lo consiguen, se desesperan y dan mordiscos a todos aquellos que se cruzan en su camino, especialmente a quienes pueden descubrir su verdadera identidad. Como animales heridos, salen de su guarida dando coces.

La mejor medicina


¿Qué hacer? Algunas personas me consultan cómo actuar en estas situaciones. Intento aconsejarlas desde mi experiencia vital.

Primero hay que asumir, con realismo, que algunas personas son como ortigas y lo único que se puede hacer es vigilar, actuar con prudencia y tacto para evitar pincharse y no irritarlas, sin perder de vista que también son seres humanos merecedores de un profundo respeto. No somos nadie para juzgar su corazón, son dignísimas de ser amadas, aunque sea desde la discreción y la distancia. Su pasado y sus circunstancias vitales quizás son muy complejas y les han llevado a ser como son. Hay que aceptarlas tal cual: este es el mejor antídoto para evitar que se acentúen sus patrones de comportamiento.

Pero, sobre todo, lo importante es tener la capacidad de perdonar siempre. Aunque arañen tu sensibilidad, no podrán arañar tu alma si estás abierto a un reencuentro. Si tu alma está sosegada ya se está abriendo a una nueva oportunidad, que hay que desear con toda la fuerza. Mirar con dulzura a los ojos del otro, con el tiempo, puede producir un milagro. Mirar con amor paciente acabará surtiendo efecto porque la mirada que se dirige al corazón no pasa por la cabeza. El corazón no puede rechazar la autenticidad de una mirada sincera y regeneradora.

Toda persona tiene alma, un trozo de Dios en su vida que ha sido creada directamente por él y está llamada a una experiencia de amor que le haga trascender. Somos amables, es decir, tenemos el derecho de ser amados por encima de todo. Ver las cosas desde la perspectiva del amor requiere esfuerzo, pero permite ver los límites y a la vez saber que participamos del soplo divino. Nuestra existencia es querida por Dios y solo necesitamos descubrir la grandiosidad que tenemos dentro. Junto a la oscuridad habita una luz clarísima. El bien es más fuerte que el mal, ya que estamos concebidos para la felicidad y para cooperar en un proyecto común: humanizar el mundo y la vida de cada persona.

De un corazón avinagrado salen palabras hirientes, pero de un corazón lleno de gratitud sale poesía y dulzura. Solo entendiendo la vida desde la gratuidad, conscientes de que todo se nos ha dado, podremos trazar el rumbo de la vocación humana, que es el amor.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Una mirada perdida

La crisis económica no deja de flagelar a miles de personas que viven sometidas a una terrible presión, dejándolas sin esperanza y sin ganas de luchar. Ante la carencia, lejos de sacar fuerzas de donde no tienen, acaban rindiéndose. Meditando, sentado en un banco del parque de la Ciudadela, observaba a un señor que he visto más de una vez. De tez morena y pelo rizado, con el rostro un poco deformado y señales de vejez prematura, tenía la mirada fija en ninguna parte, los ojos apagados y tristes. Miraba sin mirar, como si el vacío lo hubiera invadido. Estaba allí, pero no estaba. Quizás esa desconexión sea un mecanismo sicológico para sobrevivir ante una realidad demasiado cruda.

Allí permanecía, inmóvil, como si durmiera con los ojos abiertos, escondiéndose de sí mismo en una madriguera invisible hecha de ausencia y olvido. Tan ensimismado en la cueva de su existencia que era incapaz de darse cuenta de que el sol acariciaba sus mejillas, el día era luminoso y las hojas de los árboles susurraban a su alrededor.

Y pensé que para muchos la vida se convierte en un latigazo, pero encerrarse en si mismo tampoco es una salida. No ven, no huelen, no sienten. Su tiempo no es tiempo, su vida no es vida. No saludan cada día como una nueva oportunidad. No admiran la belleza de los colores que les rodean. No ven que cada mañana el ciclo de la vida se renueva con toda su fuerza. Inerte, echado en el banco, aquel hombre era incapaz de respirar la belleza.

Se me encogió el corazón y tuve el impulso de dirigirme hacia él. Quizá había pasado la gélida noche lidiando con su soledad. ¿Dónde está su libertad? Perdida, como su hogar. Ahora su casa es un banco y sus enseres son cuatro cartones para amortiguar la dureza de la madera. El frío y el sol han quemado su piel, pero no dan calidez a un corazón falto de afecto y ternura.

Cuántas historias rotas, cuántos adultos entrando en la ancianidad completamente desvalidos, solos, apartados. ¿Qué le pasó a este hombre para que su dignidad se vea tan pisoteada? Si esto ocurre es porque en la sociedad todavía faltan recursos para todos aquellos que, por circunstancias no queridas, se encuentran al límite de no valorar su propia vida. Si esto ocurre es porque no hay consciencia de “pecado social”. Falta una ética fundamentada en la hermandad existencial, además de los recursos necesarios para atender a quienes sufren, social y laboralmente.

Muchos caen en la desesperanza. Un grito silencioso salió de mi corazón ante la injusticia. Me sublevé, interiormente, mientras aquel hombre, frente a mí, era ajeno a todo cuanto sucedía a su alrededor. Sumido en su letargo, prefería no abrir los ojos del alma.

No soñar nada, no creer en nada, casi ni respirar: este es uno más entre miles que ya no tienen fuerza para mirar adelante, que prefiere no sentir porque la vida resulta demasiado dolorosa. Prefiere no fiarse de nadie, como si el resto del mundo fuera cómplice de su angustiosa soledad. Vive en plano y ve en blanco y negro; prefiere el vacío antes que arriesgarse a confiar en un alma generosa. Quizás un desamor, una traición, un despido, un desprecio o una ruptura lo han desengañado. Su horizonte es un abismo.

Todos tenemos derecho a una vida digna, a un trabajo estable y a ser felices. Este es el deseo de Dios hacia su criatura y el anhelo más profundo del ser humano: crecer, amar, gozar, surcar los vientos de la libertad para alcanzar la máxima plenitud humana. En esto radica la esencia más genuina de la vida: mirar más allá de uno mismo, hacia la trascendencia.

Recé en silencio. Solo desde el silencio podemos ahondar en el misterio de nuestro propio ser. Me dirigí a Dios y le pedí que sacara a ese hombre del pozo que es uno mismo  cuando se hunde en las entrañas de su miseria. Cuesta mucho salir, porque la misma luz molesta al que se ha acostumbrado a vivir en tinieblas. Para un náufrago de la vida, que ha perdido el norte y camina hacia ninguna parte es difícil salir del laberinto de su existencia. Solo desde la caridad podemos convertirnos en brújulas para todos aquellos que han perdido el rumbo y han olvidado la felicidad, a la que todos estamos llamados desde la concepción.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Un cálido adiós a Paula

A sus 92 años, su corazón dejó de latir. Paula fue una superviviente que desafió retos difíciles en su vida. Ahora, abatida por la muerte, culmina su trayectoria dejándonos un enorme bagaje y experiencia.

Trabajadora incansable, se abrió camino en medio de un abismo que la rompió emocionalmente, su precoz viudedad. Venía de un pueblo extremeño, muy pobre, y se lanzó a la aventura de la gran ciudad. En Barcelona se sumergió como una pequeña mota anónima en el frenesí del laberinto urbano. Sin experiencia alguna, tuvo que sacar de sí el coraje de una madre que se esforzaba, en un medio hostil, por reconstruir su familia. No fue fácil para ella. Tuvo que dejar a sus hijos en Badajoz. Pero poco a poco, con su trabajo, fue dando estabilidad a la familia. Mujer atrevida, audaz y luchadora, de profesión cocinera, dirigió durante un tiempo la cocina de la clínica Teknon, centro sanitario referente en Barcelona. Corrían los años 60. Diez años después pudo realizar su sueño de reunir a todos sus hijos con ella en Barcelona.

Inició entonces otra aventura: fortalecer el frágil tejido familiar, algo que no fue sencillo y que supuso un profundo desgaste físico y emocional. Pero esta era Paula: nunca le faltó pasión, fuerza ni aliento. Exprimió la vida hasta el último segundo. De fuerte personalidad, no dejaba a nadie indiferente.

Ahora ya descansa en paz. Cuando la vi yaciendo en su cama, sin vida, quedé sobrecogido. La fuerza e intensidad que corrían por sus venas cuando vivían había desaparecido. Allí estaba, en aquella habitación del hospital, un cuerpo silencioso y yerto.

Hoy, contemplando el mar, veo las olas que barren la orilla, arrastrando la arena una tras otra. Miro hacia la inmensidad del horizonte y pienso que mi madre atisba ya otra frontera: la puerta de la eternidad.

Hoy, día 19 de noviembre, celebro la misa funeral en su memoria. Le pido a Dios que un día podamos reencontrarnos. Cuando decimos adiós a alguien siempre esperamos volverlo a ver. Los seres a quien amas de verdad nunca acaban de morir en el corazón. Ya no solo viven en el recuerdo: la fuerza del amor es poderosa y capaz de franquear el muro de la muerte. Por la providencia de Dios, que desde su infinita misericordia nos prepara una vida más allá.

Este es el sentido más genuino del misterio de la celebración eucarística: una misa es la celebración de la vida sobre la muerte. Cristo resucitado, pasando por su pasión, muerte y resurrección, es el centro de la eucaristía. Él nos ha abierto el camino de una nueva vida. Él abrirá las puertas del cielo a Paula. Hoy no celebramos su muerte, sino el paso de la muerte a la Vida con mayúsculas. Celebramos el triunfo de su combate terreno. Junto a Dios, ya disfruta de una existencia plena.

Con emoción contenida, presido la celebración. El altar es la antesala, el puente entre el cielo y la tierra. Mientras elevo a Cristo, en la consagración, siento muy cerca a mi madre y pido al Señor que acoja su alma. Le has dado una larga vida, 92 años, y ahora vuelve a ti. Ya está contigo para siempre.

El 5 de noviembre una lluvia plateada caía sobre las acacias. Hoy, 19 de noviembre, un perfume de eternidad asciende sobre el altar del banquete eucarístico.

Me siento arropado por la comunidad, por mis familiares y muchos amigos. Al final de la celebración se lee el escrito que dirigí a mi madre, Gotas de plata bajo las acacias. Un torrente de gratitud atraviesa mi corazón y ya no puedo contener el llanto. Pero las cálidas y bellas miradas de todos los que me rodean, sus lágrimas, sus abrazos al terminar la misa, me llenan de ternura y me hacen sentir la cercanía de mi comunidad, de mis amigos, y la fuerza hermosa de la Iglesia. Todos unidos, vibrando emocionados, podemos sentir la maravilla de un Dios cuyo único deseo es la felicidad de su criatura. Esta es la grandeza de la Iglesia de Cristo: caminar juntos, fraternalmente, hacia él, que nos lleva al gozo del Padre.

21 noviembre 2014 

domingo, 16 de noviembre de 2014

Una mirada hacia el infinito

Paseo por la Villa Olímpica. Las ráfagas de viento fresco azotan mi rostro. El día es muy claro y el aire que va anunciando la llegada del invierno está calmado. En el horizonte azul el cielo abraza la inmensidad del mar. Surge en mi mente el recuerdo de mis padres; mi pensamiento navega más allá del horizonte. El abismo del mar con el cielo me evoca el abrazo de mi padre a mi madre, ambos fundiéndose en la eternidad.

Cuando se casaron llegaron a ser una sola carne. Ahora serán una sola alma, transparente a los ojos de Dios. Mis recuerdos ensanchan el horizonte, mi mente se abre y me dejo llevar, no solo por el viento que me azota el rostro, sino por un soplo interior que me empuja hacia el infinito. Allí donde ya no puedo verlos, Dios corona sus vidas.

Unas vidas azarosas, intensas, apasionadas. Eran dos esposos que se amaban, se entregaron y quisieron eternizar su aventura. Joaquín se fue antes, en busca de nuevas oportunidades. Y misteriosamente, antes de partir hacia Sevilla, donde trabajaba, quiso prolongar unos días su estancia en el pueblo. Algo lo hizo demorarse, como si quisiera apurar los últimos abrazos con su esposa. Quizás algo en su interior lo advertía de su trágico destino. Unos días más tarde, un infarto le arrancó la vida, desplomándolo al suelo junto al puerto del Guadalquivir. Quedó tendido de espaldas, con la mirada hacia el cielo y la mano en un panecillo que guardaba en el bolsillo de su chaqueta.

Lejos de su esposa Paula, así quedaron truncados dos sueños: el del padre muerto y el de la madre que estaba gestando en su vientre otra vida. Con el corazón roto y sin aliento, la joven esposa afrontó el golpe que marcaría el resto de su vida. El brillo de sus ojos se apagó. Con cuatro hijos pequeños tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para luchar contra el desánimo y no rendirse. Él quedó yaciendo en tierra, con la mirada perdida en el cielo; ella tuvo que mirar hacia el frente para no eclipsar su futuro y el de sus hijos. Dos corazones dejaron de vibrar juntos. La soledad de la joven esposa y la ausencia de cariño aumentaron en ella el instinto de supervivencia. Y se abrió camino, pese al vacío vital que le hacía sentir su  enorme fragilidad.

En el cielo, tres hijos, fallecidos apenas recién nacidos, abrazaban a su padre, aquel hombre de tez morena y frente ancha, y de corazón todavía más grande, que pudo reencontrarse con sus bebés. La tristeza en la tierra se mezclaba con la alegría en el cielo; la angustia de la joven madre sola con el sosiego del joven padre que volvía a contemplar la belleza de sus hijos convertidos en ángeles.

Medio siglo más tarde, cuando la vida de ella se iba apagando lentamente, él, desde el cielo, iba preparando el encuentro definitivo. Durante sesenta años Paula vivió sin ver a su esposo amado, intentando olvidar a sus hijos perdidos. El día de su muerte, el fulgor del sol presagiaba algo nuevo: un momento largamente esperado. Por fin los dos esposos volverían a estar juntos. Esta vez, para siempre.

En mi corazón siempre he tenido una certeza: de manera misteriosa, sin saber cómo, mi padre ha ejercido su paternidad sin las limitaciones humanas ni las barreras del tiempo. Y ahora, cuando cierro los ojos para respirar, sé que los dos estarán juntos en el cielo y recogerán mis anhelos. Serán dos buenos intercesores ante Dios. Me ayudarán a colmar mis deseos de plenitud sacerdotal y protegerán a los hijos que quedamos aquí.

De vuelta a casa, dos rayos de sol atraviesan una espesa nube. Dos almas luminosas me saludan. El lenguaje de la belleza es el lenguaje de Dios. Con esa luz me dicen que están con él.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Gotas de plata sobre las acacias

Como cada mañana, el sol bañaba el patio, salpicado de hermosas flores que rompen la dureza del cemento. Entre la higuera, las macetas de margaritas y los helechos, el sol brillaba por encima de las acacias, iluminando el patio con un fulgor especial. Mientras estaba contemplando la maravilla de este jardín urbano recibí una llamada al móvil, comunicándome que mi madre acababa de morir.

En medio de la belleza exultante, la noticia oscureció mi corazón. Miré al cielo, compungido, buscando una respuesta al dolor de la muerte. Después de varios días grises e invernales, hoy lucía un sol matinal que irradiaba su calor con fuerza. Bajo las acacias recordé mi pasado, mi infancia y mi adolescencia, y me di cuenta de que ni todos los años transcurridos, con sus dificultades, ni la misma muerte podían romper los lazos tan profundos que me unen con mi familia, en especial con mi madre.

Con la mirada puesta en el pasado, recordé tantos momentos vividos con ella, algunos duros, exigentes, otros cálidos. Siempre con una lucha constante por reafirmar nuestros vínculos, pues el pasado configura la identidad personal. Ensimismado en el recuerdo, cuando salí de mi ensueño me percaté de que una capa de lluvia muy fina caía, en gotas plateadas, y bañaba mi rostro. Los rayos de sol atravesaban las gotas, resplandecientes como un nuevo rocío, y la frescura del agua empapaba mis manos. Llovía y hacía sol. El cielo me enviaba esa dulce lluvia para refrescar y embalsamar mi corazón dolorido. En el patio, las acacias reverdecían bajo la caricia del agua caída del cielo.

En aquel momento mi alma, mi mente y mi corazón fueron conscientes del regalo de mis padres: la existencia. He recibido este don inmenso por amor, y ni los defectos, ni los límites, ni los problemas son impedimento para que me dé cuenta de que sin los padres no sería, y que todo lo ocurrido, bueno y malo, ha sido causa necesaria para que yo naciera.

Abrazar la vida es abrazar los orígenes, el pasado, la historia y los acontecimientos que han hecho posible que seas lo que eres. Mirar con gratitud hacia atrás es la única manera de vivir el presente con plenitud y el futuro con esperanza. Vivir armonizado y reconciliado ayuda a afrontar todos los desafíos de la vida, por difíciles que sean, creando vínculos muy fuertes. Esta mañana, mirando al cielo entre las acacias me di cuenta de que los lazos son más poderosos de lo que creía. Cuando recibí la noticia empecé a sentir la ausencia de mi madre, como si algo muy arraigado se desprendiera de mí. Sentí el vacío en mi red emocional, el desgarro, la desconexión energética. En ese momento, una parte de mí se moría. Había muerto aquella que me había dado la vida.

Pero su mano protectora no se ha apartado del todo. Es a partir de ahora cuando puedo aprender a iniciar otro tipo de relación, que pese a la ausencia no es menos intensa. Es como si estuviera viva de otra manera.

Después de ese momento tan denso me desplacé en seguida al hospital donde había fallecido. En el trayecto mi imaginación seguía volando, surcando las profundidades del corazón humano y sus misterios, ahondando en sus pequeñeces y grandezas, entre los límites que nos hacen frágiles y el amor generoso que ensancha el corazón. Solo cuando llegas a la meta de la libertad orientada hacia los demás y hacia el amor es cuando reconoces, con humildad, el don maravilloso de la existencia. Aunque diminuto ante la grandiosidad del cosmos, el corazón humano posee más potencia que todo el universo.

Llegué a la habitación donde yacía mi madre. La encontré inmóvil, serena, envuelta en la sábana. Su cuerpo estaba presente pero el vacío me invadió. ¿Está, no está? Recé por su alma y mientras lo hacía sentí una reconexión, un diálogo interior fluyendo en mi mente. Pedí a Dios que abriera sus entrañas y que la acogiera en el banquete celestial. Que le abriera sus moradas para que pudiera reencontrarse con los suyos: su esposo Joaquín, sus hijitos fallecidos a edades muy tempranas, cuando la hambruna y la miseria azotaban los pueblos, durante la posguerra.  La abuela Araceli y la tita Carmen, dos pilares que aguantaron fuerte los reveses de la vida, dando estabilidad a la familia. El nieto, Raúl, que como un destello de luz brilló y se fue apagando en su adolescencia. Sus hermanos Manolo y José, auténticos supervivientes que sortearon toda clase de dificultades para superar la carencia y el sufrimiento y llegar a fundar una familia.

Volverás a respirar con ellos el aroma seco del trigo y la cebada, el olor rancio de la piel de oveja. Allí estarás, una invitada más, con el traje de fiesta en el ágape donde la alegría es eterna.

No más luchas, no más dolores ni soledad. Ahora solo te queda acurrucarte en los  brazos de un Dios Padre que solo quiere el disfrute y el gozo de sus criaturas. Antes de morir te agarrabas a las manos de José, tu yerno, como sintiendo vértigo de pasar al otro lado. No querías irte, no querías sentirte sola en el viaje hacia la otra orilla. Ese salto abismal te asustaba.

Pero en pocos segundos te fuiste. Tu cuerpo seguía allí, en la cama del hospital, pero tu alma cruzó el abismo para encontrarse con la luz, con el corazón ardiente de Dios.

Cuando te vi, muerta, ya estabas fuera de allí. Seguiste el itinerario que toda criatura ha de seguir, pasando muchas veces por intrincados laberintos hasta llegar al culmen, a la razón de su existencia, que no es la muerte sino el encuentro con Dios. Este es el final de todo hombre: el abrazo eterno con su Creador.

Antes de dormir salgo al patio. Una luna llena resplandece en el firmamento claro, sembrado de estrellas. El sol radiante de esta mañana, las gotas de plata cayendo sobre las acacias, la luna y las estrellas de noche… El cielo está de fiesta. 

sábado, 1 de noviembre de 2014

La muerte, un viaje a la eternidad

Celebramos el día los Fieles Difuntos y es inevitable pensar en aquellas personas que han marcado nuestra vida: abuelos, padres, hijos, amigos, personas que se convirtieron en referencia ética, religiosa y humana. En ellos reconocemos que la vida ha desplegado todas sus potencias. Han sido maestros, modelos, ejemplos que han modelado su alma hasta llegar a vivir de una manera plena y agradecida.

He tenido la suerte de haber encontrado, en mi vida, personas de una talla humana extraordinaria. Se convirtieron en entrenadores espirituales que me ayudaron a sacar lo mejor de mí; personas con enorme sensibilidad que lo dieron todo, un legado de valores más valioso que un cofre lleno de perlas, corazones vibrantes más preciosos que el oro. Una mente, un corazón y un alma armonizados valen más que todos los tesoros. Cuánto bien nos hacen las personas así.

Hoy podemos mirar la vida de frente, podemos soñar, tener experiencias, proyectos, incluso podemos permitirnos volar sin miedo hacia rumbos desconocidos gracias a que ellos se atrevieron a mirar la vida con pasión. La última razón que da sentido a la vida es haber llegado hasta el final amando, dejando que el amor sea el eje y el centro. Lo único que nos hace trascender de nuestras pequeñeces y aprender a amar es el otro, que te ayuda a descubrir que solo dando y viviendo para los demás uno puede crecer como persona.

Hoy es un día muy especial para tener un recuerdo agradecido hacia aquellas personas sin las que tu vida no sería la misma. Abrazar el pasado, los tuyos, con profunda paz, es la mejor manera de agradecer ese legado de humanidad y espiritualidad que has heredado de ellos.

Estoy a punto de irme a descansar, cierro los ojos e intento sentir la complicidad de sus miradas. El corazón late con más intensidad. Quisiera atravesar la oscuridad de mis párpados cerrados, ese muro que separa la barrera del otro lado, tan misterioso e inaccesible, pero tan cercano. Tan solo hay un velo finísimo, casi puedo sentir el aliento de esas personas. Estoy descansando y el sueño va arrastrándome a esa casi muerte. Todo se ralentiza: el corazón, la respiración, la realidad que se aleja… Cada noche es como un entrenamiento para el morir, ese momento que se acerca lentamente. Es un ejercicio para aprender a ir desconectando.

Es verdad que soñar indica que estamos vivos, pero aún y así estamos fuera de nuestro control. Es como si cada día nos fuéramos acostumbrando a ver cara a cara a la muerte, y podemos irla incorporando como algo natural a nuestras vidas. Nunca sabemos si vamos a despertarnos vivos. Solo Dios lo sabe.

Por eso, ¡qué importante es ir a dormir en paz, reconciliado, abandonado! Qué importante dar el último beso a la persona amada. Solo así el sueño será dulce y sereno, hasta mañana… o hasta la eternidad.

Cuánto miedo nos da la muerte. Nos asusta la enfermedad, vivir con incertidumbre el mañana, que el final poco a poco se vaya aproximando. Nos produce inquietud el cómo llegará: un ataque, un accidente, un largo sufrimiento que nos ha mantenido mucho tiempo yaciendo en cama, o quizás será una muerte inesperada y dulce, mientras descansamos en un sofá.

Todos deseamos una muerte plácida. Desearíamos evitar el sufrimiento. Pero podemos ver la muerte como un final del recorrido de la vida, en el cual nos transformamos; un cambio energético donde somos asumidos por una frecuencia amorosa; un salto cuántico a otra dimensión fuera del tiempo y del espacio, pues justamente la eternidad está fuera de estas dimensiones terrenas. Más allá de la física cuántica estamos hablando de entrar en el tiempo de Dios, que es atemporal y solo se puede entrar en el corazón de Dios cuando él, por su inmensa misericordia, nos resucita.

Resucitar es comenzar a vivir en cuerpo y alma en la eterna presencia de Dios. Se podría decir que participamos de la misma cualidad de Dios: nos volvemos atemporales y el espíritu ya regirá para siempre el cuerpo. El cielo es la máxima energía amorosa de Dios. Por eso no debemos sentir miedo: la muerte es un encuentro con la Luz, con la Vida en mayúsculas, la segunda parte de una aventura que culmina en brazos de Dios, donde el miedo, el dolor, la soledad, el sentimiento de fragilidad darán paso a un estado de gozo incesante.

El miedo se convertirá en alegría, el dolor en placer, la soledad en permanente compañía festiva y la fragilidad en plenitud y en bienestar. Del sentimiento de indigencia pasaremos a ser una criatura mimada y acariciada por las cálidas manos divinas. La muerte no es otra cosa que el reencuentro para siempre del hombre con Dios, es decir, el pasaje definitivo hacia la eternidad. No es la angustia de un camino hacia el abismo o la oscuridad, sino hacia la Paz definitiva. Ojalá aprendamos, cada noche, la sabia lección de dejarnos abrazar y mecer por una mano amorosa que entra en nuestro tiempo y espacio para velar nuestro sueño. Abrazar la muerte es abrazar cómo Dios nos ha hecho: hombres mortales. Así es como Dios ha querido crearnos. Pero nos ama tanto que, para seguir amándonos, nos ha dado una vida que es eterna. 

domingo, 19 de octubre de 2014

Nadar en la calma

Después de una jornada de actividad, el día va declinando y el tono vital va bajando. El sol, lentamente, desciende y su luz se apaga. Sigue su ciclo y se va, dejando que la luna vaya ascendiendo con su tenue luz. Del brillo luminoso de la mañana pasamos a la suavidad del atardecer. El azul eléctrico del cielo anticipa la noche; se encienden los focos y las luces de la ciudad, se cierra un ciclo y entramos en otra fase más serena y tranquila, que invita a meditar.

El silencio me va llenando. De la prisa paso a otro ritmo, más despacio. El tiempo es otro. De la vorágine paso a la calma, tan deseada, a la oración, a dejarme mecer en las aguas cristalinas del corazón de Dios, donde puedo nadar hasta deslizarme en sus misteriosas entrañas. Él me invita a parar, a callar y a saborear las delicias de su presencia latente en el envés de la belleza que he podido admirar durante el día.

Ayer, en una excursión a la montaña, pude contemplar a Dios en los rostros de tantas personas que viajaban conmigo, buenos corazones que avanzan en su crecimiento humano y espiritual; en la majestuosa creación, en los bosques, en los montes y los ríos; en los claros y oscuros de la historia, en las obras humanas y en la sublime inteligencia de esta criatura. La belleza de la creación expresa cuánto nos ha amado Dios, cuánto nos ha dado para que podamos disfrutarlo hasta el éxtasis. El  gozo espiritual hace inenarrable la experiencia de amar. La mística del cristiano pasa por la intimidad con un Dios creador, por una relación interpersonal con Dios hecho hombre en Jesús, que encarna el corazón entrañable del Padre.

Aprender a nadar en la calma interior es hacer una inmersión en Cristo. Él convertirá la calma en algo más que ausencia de ruido o de frenesí: hará de ella un estado que nos llevará al epicentro de nuestra existencia: el misterio de la pequeñez humana ante la grandeza de un Dios que ha cometido la locura de establecer una alianza de amor con su criatura.

Dios ha decidido abrazar al hombre, haciéndose presente en su historia, y ensanchar su horizonte, haciendo crecer sus anhelos de plenitud. El otro día paseaba por la playa. El agua, vestida de un azul intenso, salpicada por los rayos de sol, estaba calmada, parecía un inmenso estanque de cristal bañado de luz resplandeciente. Otros días las olas juegan saltarinas con la arena de la orilla, sacudiéndola con fuerza, pero ese día solo el aire murmuraba a mis oídos. Dios me hablaba en esa calma del mar que parece dormir, pero que está ahí, inmenso, quieto. Mi mirada se perdió en el horizonte. Yo, insignificante ante tanta inmensidad, pensé que solo desde la calma, dejándose mecer por el silencio, se puede escuchar el lenguaje de Dios, tan nítido como esas aguas cristalinas en la hora cenital del día.

Toda criatura amada anhela fundirse con el creador, fuente inagotable de vida y felicidad. Ante el mar me dije que solo cuando paras, te apartas y contemplas, admirando el mundo a tu alrededor, puedes escuchar el susurro melodioso que Dios está interpretando para ti. Nunca deja de seducirte. Nadando en su corazón podrás establecer un diálogo auténtico, una comunicación íntima y sincera. Será entonces cuando el sol de Dios te bañe y acaricie las aguas calmadas de tu alma. La luz sobre ellas es el reflejo amoroso de su presencia. 

domingo, 5 de octubre de 2014

Abrazar los límites

Una de las cuestiones más importantes que se plantea el ser humano es el conocimiento de sí mismo. Aunque nos parezca incómodo, de manera progresiva nos vamos dando cuenta de cómo somos, y a veces nos topamos con cosas que no nos gustan. La tendencia a compararnos con otros hace más difícil aceptar nuestros propios límites.

Hay cosas que nos gustan, y otras que no. El físico: alto, bajo, feo, guapo, gordo, flaco. Nuestras habilidades, emociones y sentimientos. Reconocemos nuestros límites y queremos controlar nuestras reacciones para poder alcanzar nuestras metas. Sobre todo nos preocupa el qué dirán y aquellas limitaciones que afectan nuestra inteligencia, salud y aspecto físico. Muchas veces creernos inadecuados nos genera un sentimiento de autodesprecio. La opinión ajena pesa como una losa terrible sobre la vida de muchas personas, minando su autoestima y provocándoles inseguridad, miedo y desorientación. En realidad, dar demasiada importancia a lo que dice la sociedad puede paralizar y conducir a la frustración y al desespero.

Como siempre, es un problema de percepción de uno mismo y de los demás. Debes asumir que ni tú ni las personas a las que amas son perfectas. Como humanos, todos estamos cargados de historias personales, familiares y emocionales; de defectos, limitaciones y miedos. Todos, por mucho que ofrezcamos una imagen serena, de estabilidad y ecuanimidad, todos, como diría un teólogo, tenemos agujeros y experiencias que nos han marcado. La cuestión de fondo es tener la sabia humildad de saber que somos fruto de otras personas que nos han querido, aunque estuvieran cargadas de imperfecciones y defectos.

Esto es básico para reorientar la vida. Están surgiendo muchas terapias alternativas que prometen ser la gran solución a los problemas vitales de la persona. Halagando la autoestima, algunas de ellas sacan el dinero de los pacientes de manera muy sutil. Así mismo proliferan desde hace  años los libros de autoayuda, brindando tantos métodos y soluciones que uno se pierde en un bosque laberíntico. Una persona insatisfecha y desorientada puede pasarse la vida buscando sin llegar a ningún lugar.

Detrás de esta variada oferta y de la búsqueda de tantas personas inquietas hay un hambre de sentido, por un lado, y un afán de lucro por parte de muchos gurús o líderes ―no todos, pero sí muchos―. De aquí que cada uno presente su terapia o su sistema como la panacea que soluciona todos los problemas, desde la identidad propia, el pasado y los traumas de la infancia hasta las inseguridades presentes y los miedos al futuro. La terapia se convierte en una máquina de hacer dinero y, de manera muy sutil, crea una dependencia con el paciente.

Todo es más sencillo. En el fondo, uno mismo ya sabe cómo es, ¡claro que lo sabemos! La cuestión es tener el coraje de aceptarse con humildad y reconocer que, aún con sus límites y defectos, cada persona vale más que el universo entero. En la vida no se trata de caer bien a todos, ni de ser el primero, ni de convertirse en un superman o una superwoman. Un amigo me decía: imagina una gran estepa poblada por millones de personas. Nadie es más importante que los otros, todos somos iguales. El crecimiento personal no consiste en ser perfecto o en no tener agujeros, sino en saber que los tienes y convivir con ellos sin que sean para ti un problema, aunque los demás sí hagan un problema de ellos. Nadie puede huir de su contingencia: somos vulnerables, enfermamos, padecemos dolores físicos, emocionales y espirituales. Sentimos dolor, rabia, tristeza. Nos equivocamos. ¡Este es nuestro mundo real! Luchas, aciertos, errores, avances y retrocesos. Nos caemos y nos levantamos de nuevo; saltamos de alegría ante una buena noticia, o nos entristecemos con el duelo que nos pesa en el corazón. Es nuestra manera de existir, con un corazón que anhela, que sueña, que avanza intrépido pero que también tiembla ante el futuro incierto. Cabalgamos a lomos de la existencia y ante la meta que nos espera el corazón se nos encoge. Somos capaces de lo mejor, pero también del peor error. Es nuestra naturaleza humana, donde conviven estas realidades tan diversas.

A pesar de su fragilidad, solo el hombre, en todo el universo, posee un corazón, una mente y un alma que, bien armonizados, lo hacen dueño de su existencia. Hay un anhelo de mejora innato que hemos de potenciar, sin obsesiones ni vanidades. Tampoco se trata de resignarnos o de rendirnos: soy así, no puedo hacer nada. Pero el punto de partida es la aceptación. Abrazar el cómo soy será el pilar de equilibrio. La única manera de ser que tenemos es ser lo que somos y quienes somos, con todo lo que esto conlleva. De no ser así, no seríamos. Llegar a entender y aceptar esto es necesario para una vida plena. Por tanto, prefiero ser una persona limitada antes que perderme en las vaguedades de ciertas filosofías.

El ser humano, aunque limitado, es lo mejor de la creación. ¡Cuánto valor tiene! ¿Somos capaces de verlo? De cómo abracemos nuestra realidad dependerá la felicidad que experimentemos.

La grandeza del hombre es que, a pesar de su pequeñez, anhela el infinito: es la búsqueda de la razón última que da sentido a la vida. Ojalá aprendamos a vivir con calma y paz nuestra existencia, limitada pero valiosa, por el hecho de ser polvo en medio del universo, pero criatura soñada y amada por el Creador, un Dios personal que nos ama desde nuestra concepción hasta nuestro reencuentro con la Vida.

Joaquín Iglesias

4 octubre 2014 – San Francisco de Asís 

domingo, 14 de septiembre de 2014

¿Miedo a la soledad?

El ser humano no se entiende sin su dimensión relacional. Desde que los dos gametos se unen para generar la nueva vida, el embrión queda conectado a su madre a través del cordón umbilical, durante nueve largos meses, hasta el parto. En el vientre materno se inicia una intensa relación que pasará por diferentes etapas a lo largo de la vida del nuevo nacido. Es una relación que ya nunca morirá.

Cuando nace, el pequeño se relaciona no solo con sus progenitores, sino con todas aquellas personas que tiene a su alrededor. No nace aislado, sino inmerso en una familia, una sociedad y una cultura que lo acoge y le inculca sus valores, su lengua y sus conocimientos.

Nuestro cerebro también es un cúmulo de conexiones. La misión de las neuronas es llevar la información del mundo exterior al cerebro, y de este a los diferentes órganos de nuestro cuerpo. Su buen funcionamiento depende de un equilibrio armónico entre sus conexiones. Todo son auténticas redes de comunicación, dentro y fuera de nosotros. Desde el primer momento estamos generando redes con los demás. Podríamos afirmar que desde que nacemos hasta que morimos estamos vitalmente unidos a los otros.

Estamos programados, por así decir, para conectar con los demás. El aislamiento, por tanto, nos da un vértigo terrible y la tendencia natural es evitarlo.

Tenemos miedo, más que a la soledad en sí, a sentirnos solos. La soledad no tiene por qué ser abandono ni aislamiento. Es más, a veces la soledad es necesaria para reflexionar y darle a las cosas su justa medida. Un tiempo de soledad nos ayuda a tomar distancia entre nosotros y la realidad para contemplar nuestra situación de manera más serena y objetiva. Pasar un tiempo solos incluso nos ayuda a mejorar nuestra relación con los demás.

Por otra parte, cuántas personas viven rodeadas de gente ―familiares, amigos, compañeros― y, sin embargo, se sienten solas. La soledad no es tanto la ausencia de los otros, sino una forma de vivir nuestra relación con los demás. No todas las relaciones son sanas y buenas, ni todas cubren nuestras necesidades de compañía y afecto.

Todos tenemos la necesidad de compartir nuestra vida con alguien. De aquí el miedo a perder a los seres queridos. La viudez, que sufren tantas personas, necesita un tiempo de duelo para asumir el nuevo estado. El cónyuge fallecido, aunque falte, sigue viviendo en el corazón del que continúa. Pese a su ausencia física, el viudo o viuda lo tiene muy presente. La red emocional que se ha creado en la pareja es tan intensa que no se rompe fácilmente, ni siquiera con la muerte.

El miedo que aqueja a muchas personas es la falta de afecto, de ternura, de complicidad. Se añora una mirada, el soñar juntos, el compartir momentos de alegría y de dolor. El vacío emocional al que se enfrentan los viudos necesita de muchos recursos para superarse. En esta etapa de su vida aún pueden iniciar una nueva y maravillosa aventura. Con su valioso bagaje, fruto de su experiencia, pueden reconstruir su vida y sus relaciones con los demás. Trascendiendo de una situación emocional dolorosa pueden iniciar otra época de plenitud vital. Ahora son oro líquido. Conozco a personas mayores que han dado este gran salto en su vida: han abrazado la soledad, aceptándola con paz. Su actitud les ayuda a abrirse a los demás y a profundizar en su vida interior, sumiéndose en la riqueza del silencio hecho oración.

Para estas personas, la soledad ya no es un fantasma temible, sino el regalo de una nueva etapa. Ya no es un lastre sino una llamada al silencio natural, a una vocación más contemplativa, a un viaje al interior del alma. La soledad nunca es ausencia, ni lejanía, ni abandono. Tampoco es aislamiento, ni vacío, ni un laberinto sin salida. Para los místicos es una situación que lleva a vivir un estado de gracia. Todo se convierte en regalo, gratitud y gozo del alma. Las relaciones se dan desde la libertad. El amor ha trascendido. El silencio y la soledad son aliados de la plenitud. Todo tendrá su medida justa. Es la etapa, más que del hacer, del ser, en comunión con el Creador. La suavidad y la belleza guiarán nuestros pasos por la senda de retorno a Dios. Es la etapa de reconectar con la eternidad, donde el soplo divino y la vida humana se unirán para siempre.

domingo, 7 de septiembre de 2014

El aliento de Dios

El Génesis narra que Dios, al atardecer, solía pasear por el paraíso con Adán. Como dos buenos amigos, criatura y creador caminan juntos, compartiendo momentos de sosegado diálogo, silencio, miradas. La amistad se acrecienta entre Dios y el hombre.

Al anochecer me quedo solo en el patio parroquial. Silencioso y acogedor, es el lugar donde paseo y miro el cielo, siempre diferente, unos días estrellado, otros nublado, algunas noches de oscuridad intensa, otras iluminadas por la luna. En el patio me siento como Adán ante la presencia sigilosa de Dios, paseando entre las acacias, la morera, la fuente… La brisa sopla entre las ramas de los árboles y las plantas que bordean el jardín me dan las buenas noches. Ese encuentro diario me ayuda a contemplar con calma las muchas experiencias que he vivido durante el día. Desde la gratuidad me doy cuenta de que todo cuanto pasa en mi vida no es indiferente ni en vano, todo tiene un sentido si lo vivo con este gran aliado amigo que me conoce desde que me formé en las entrañas maternas. Ese vínculo misterioso me une de una manera sorprendente con Aquel que exhaló su aliento en el barro y formó al hombre.

Lo moldeó con sus manos, haciendo su cuerpo, y después le dio su hálito, infundiéndole el alma y la vida. Por eso la primera relación del hombre, desde el primer momento de su existencia, es la conexión con aquel que le ha dado vida. Así lo siento en la soledad de la noche. Anhelo encontrarme con él, aunque sé que ya lo tengo dentro de mí. De ahí que quiera dedicar unas horas a dejarme envolver por las manos amorosas de Aquel que además de haberme creado, fruto de su amor, se ha convertido en un padre y en un amigo cercano y cálido. Aunque a veces parezca callar, no dejo de sentir su aliento balsámico en mi corazón. Cuando cierro los ojos lo siento en la oscuridad. Lo veo en la belleza que me rodea y escucho el susurro de su voz en la delicadeza con que me revela su innegable presencia.

Mi corazón late, conmovido, y enmudezco, porque ni las palabras, ni el oído ni la vista son ya necesarios. Cuando la contemplación se convierte en intimidad, todo sobra. Solo basta la certeza de un amor que desde el día que nacimos no ha dejado de seducirnos. Dios nos quiere conquistar para que formemos parte de él.

El tiempo se detiene y los límites del espacio parecen desvanecerse. Ya no son el tiempo ni el espacio el lugar donde me muevo, sino su corazón. Cuántas noches me he dejado llevar por ese soplo, que viene a elevarme, poco a poco, hasta que mi alma llega a fundirse con él en una íntima comunión. Es como si pregustara el cielo. Dios me regala, cada noche, un anticipo del paraíso en su cita diaria.
Lejos del ruido nos encontramos como dos amigos, llenos de complicidad, que quedan a esas horas furtivas para explicarse secretos. Él, lo divino, yo lo humano. Sin prisa, como niños contándonos nuestras aventuras, disfrutamos de estos momentos de íntima amistad. Tanto es el gozo y la alegría que el tiempo se para y comienzo a saborear la eternidad. Son paréntesis de plenitud, oasis en medio de la seca y ruidosa ciudad.

Respiro profundamente y a lo lejos suena una campana, que me recuerda que ese momento tan entrañable toca a su fin, que hay que descansar. Como camarada de una misma historia de amor con Dios, ella también me llamará a la mañana siguiente, anunciando un nuevo día para seguir ahondando en esta experiencia.

Le pido a Dios que no retire su aliento de mí, el oxígeno que me hace vivir la vida como un don, y duermo abandonado, dejándome mecer por las delicadas manos del Creador, que me contempla como una madre a su pequeño. Hasta la próxima cita. 

domingo, 31 de agosto de 2014

A la conquista del viento

Estos días he tenido la oportunidad de pasar un tiempo de calma y de reflexión para poder organizar el nuevo curso, que se inicia en septiembre. Han sido unos días de sosiego y descanso, en medio de la naturaleza, saboreando cada instante. Largas caminatas por senderos de montaña y bellos parajes me han hecho ser más consciente del regalo de existir.

Contemplando montes, valles, bosques y pantanos, redescubro la vinculación del hombre con la naturaleza. Por las noches, el cielo salpicado de estrellas se convierte en un festín de luz. Caminar bajo miles de luceros suspendidos de la bóveda del cielo hace de la noche un momento inolvidable. Pensar que son cúmulos de gases incandescentes, a miles de años luz, sobrecoge y asombra. Allí estaba yo, diminuto ser ante la grandeza del cosmos, viendo y sintiendo cómo la alfombra luminosa del cielo me envolvía en un éxtasis silencioso.

En el campo, el día, la tarde y la noche se alternan en un ritmo lleno de belleza. Por la mañana se respira la suavidad del amanecer y el frescor del aire fragante. Los primeros rayos de sol acarician la cresta de las montañas, con su beso matinal que cubre de oro las plantas y resplandece en las gotas de rocío. El sol y la roca inician la aventura de un nuevo día. Más tarde, la luz inunda los valles y los bosques, jugando entre las ramas. La exuberancia de las plantas adquiere mil tonalidades de verde formando una sinfonía multicolor con el ocre de los campos segados, el gris de las peñas y el rojo de las bayas que maduran en los arbustos. En medio de esta explosión de vida, siento el aliento de Dios sobre su creación: todo está lleno de su Espíritu.

Un día fui a caminar por la vall d’Àger, recorriendo la falda del Montsec. De pronto, aparecieron en el cielo decenas de parapentes ascendiendo hacia las nubes. Como una bandada de gaviotas, se dejaban llevar por las corrientes de aire, girando y evolucionando en las alturas. Bajo las lonas de colores, hombres y mujeres se atrevían a conquistar el cielo, cabalgando a lomos del viento. Admiré su valor y la inteligencia humana, capaz de ingeniar medios para jugar en el cielo, desafiando la gravedad. Volando como pájaros dominan las corrientes aéreas, deslizándose con suavidad sin motor ni otra fuerza que la del mismo viento. Valentía, sagacidad y creatividad son los ingredientes necesarios para lograr cualquier hazaña. Sumados al compañerismo y al conocimiento adecuado, hacen posible que el hombre llegue hasta los límites de su libertad, alcanzando sus sueños más audaces. Aún sin alas, el hombre puede volar gracias a su ingenio y su voluntad.

Sí, el hombre se siente llamado a surcar las alturas, pero también a explorar sus profundidades más íntimas. Le gusta cruzar los cielos, pero también necesita bucear en su corazón. Solo así podrá acercarse cada vez más al misterio de su existencia y superar los valles, cimas y abismos que se le resisten, porque participa de la inteligencia y la libertad de Dios. Está hecho a su imagen y semejanza.

En la vida hemos de aprender a asumir riesgos si queremos volar alto. Pero hasta que no se llegue a la cima el aprendizaje es importante. Hay que asumir los errores con humildad y saber levantarse cada vez que nos caemos, alejando el vértigo y el desánimo. Vencer el miedo al vacío pide silencio y un abandono profundo, a la vez que confianza y certeza. Hasta en los desafíos más arriesgados de la vida el viento del Espíritu nos impulsa. Él nos lleva a surcar la inmensidad del cielo y nos da la fuerza para seguir, para vencer el miedo y el cansancio. Dios nunca permitirá que nos precipitemos al vacío si nos apoyamos en él y tenemos fe. Él es el único Señor de los vientos y las tempestades, el Señor de todo lo creado. Y la gran aventura y meta del hombre es amar. Solo quienes emprenden este viaje serán libres para sobrevolar el cielo de su existencia.


Joaquín Iglesias - 29 agosto 2014

domingo, 24 de agosto de 2014

La solidez de un amor

Seguros, firmes, serenos, con pasos suaves, se acercan hacia el altar para renovar el sí que se dieron ante el Señor, hace 50 años.

La música de la marcha nupcial recuerda aquel primer sí que se dieron Pilar y Adolfo, un sí quizás tembloroso, pero firme. Un sí que la fuerza de su amor ha consolidado con el tiempo, aunque con la incerteza de un futuro que se abría ante ellos. Un sí que los llevó a desafiar toda clase de tormentas, un sí tan fuerte que superó el miedo al compromiso de por vida. Un sí que logró vencer al tiempo, la apatía, el cansancio y la desesperanza. Un sí que pronunciaron en un terreno sagrado, donde Dios se convertía en el gran aliado de su matrimonio.

Este ha sido el fundamento de su relación. 50 años más tarde, el brillo de sus ojos no se ha apagado y la sonrisa de Pilar sigue manando, como una fuente de aguas cristalinas. 50 años después se han convertido en auténticos guerreros del amor. Ni el calor asfixiante del verano ni el frío del invierno de su existencia, ni el fuego ni el hielo han derribado la fortaleza de su amor. El corazón de Pilar es rocío del amanecer, y el corazón de Adolfo es cálido como los rayos de sol en el ocaso. Serenidad, hondura, calma y pasión. Dos corazones latiendo al unísono mueven más energía que todo el universo.

50 años más tarde, en un día como hoy, fiesta de santa Rosa de Lima, ese amor sigue tan vivo como una rosa fresca y lozana. El tiempo ha dejado su huella en la piel, en los rostros, en algún que otro achaque. El deterioro físico aparece inevitablemente. Pero hoy, el sí de ellos es un sí rotundo, seguro, decidido. Sus voces suenan claras y firmes. Sus ojos son limpios, sus miradas dulces. La piel de su corazón no ha envejecido, por sus corazones no ha pasado el tiempo. Al dar ese sí, espontáneo y fresco, no solo es como si no hubiera pasado el tiempo, es como si ambos hubieran rejuvenecido. Cruzan miradas de complicidad, se sonríen.

En la comunión, Pilar alza la voz para cantar «Si me falta el amor, nada soy», el himno a la caridad de San Pablo. Sin el amor se apaga la luz, la vida envejece, la suave brisa da paso a una ráfaga de invierno flagelador. Solo el amor puede convertir una noche oscura en un día luminoso; un desierto árido en un vergel, el corazón de piedra en un corazón de carne, el abismo en claridad, una pesadilla en un canto gozoso, el abatimiento en libertad y alegría. Con la espontaneidad, que le salía del rostro y del corazón, Pilar miraba a su esposo con dulzura mientras cantaba. En aquellos momentos, se estaba convirtiendo en faro luminoso para toda la comunidad celebrante. La hondura y la solidez de dos esposos que han sabido permanecer juntos, fuertes como dos palmeras y flexibles como dos bambúes, que ni la sequía ni los vientos huracanados han podido tumbar. Sus corazones están elevados y enraizados en Dios.

Su familia ―hijos, hermanos, nietos―, sus amigos y la comunidad fuimos testigo de un amor impresionante. En la liturgia de la renovación el cielo se abrió, y el perfume de su nuevo sí, reafirmado con intensidad, dio un aire de trascendencia al templo. Porque en cada eucaristía Dios en Jesús nos está diciendo que sí. Se renueva un pacto, una alianza de Dios con cada uno de nosotros. La eucaristía es el signo más claro de su sí. Su muerte en cruz selló este sí y lo hizo estallar en la resurrección. Es tan grande su amor, que ni la muerte puede matar su proyecto.

El profetismo bíblico revela el amor de Dios hacia su pueblo en alegorías conyugales, como signo de fidelidad. ¡Qué experiencia y qué lección para todos! Pilar y Adolfo nos enseñan que Dios se vale del matrimonio para que nunca olvidemos que él es fiel a su comunidad, a su familia, y que la eucaristía es un memorial en el que se hace presente, de nuevo. La Iglesia es nuestro hogar; la eucaristía es su gesto sublime de amor.


Ojalá, Pilar y Adolfo, sigáis brillando. No dejéis que el fuego de vuestras antorchas se apague. Porque hoy, más que nunca, la Iglesia necesita faros luminosos que orienten a tantos corazones perdidos en el mar de su existencia. Y que seáis puerto de acogida de muchos que están sufriendo en la orilla de sus vidas. No os canséis, con vuestras manos firmes, de ayudar a salir del lodo de la desesperación a otras gentes que han perdido el rumbo. Toda vocación tiene como fundamento el amor. Gracias por dejarnos saborear la dulzura de vuestro amor.

viernes, 15 de agosto de 2014

El abrazo de la morera y la luna

En una silenciosa noche de agosto la luna, sin prisa, asciende sobre el mar, cruzando en su recorrido por encima de calles y plazas. Llega hasta los plataneros que custodian el campanario de la parroquia y se desliza entre las ramas. La luna está llena, resplandeciente, y el cielo empalidece, aterciopelado bajo la brillante luz. Entre la brisa suave de esta cálida noche pasa por encima de las copas de los árboles y se posa suavemente encima de la morera del patio.

Las hojas de la morera se perfilan sobre la faz de la luna. Es como si quisieran jugar. Emocionado, intento retener esos bellos y efímeros instantes, imposibles de plasmar en el cuadro más hermoso. Nunca había visto la morera tan iluminada, de noche. La luz  de la luna proyecta su sombra en el patio, moteando el gris del asfalto. Admirando tanta belleza, me pregunto por qué precisamente esta noche, vigilia de santa Clara, la morera y la luna se abrazan. Me quedo largo rato contemplando ese encuentro, ese diálogo silencioso que asciende desde la raíz del árbol frondoso hasta la altura inaccesible de la luna. Árbol y astro se entrelazan en la dulzura de una sorprendente amistad. El patio entero parece transfigurado, todo reluce bajo la claridad matizada del cielo.

Estremecido por tanta belleza, me voy a descansar. Desde la ventana, les deseo una feliz noche a estas dos amigas insólitas. Poco a poco la luna se desplaza para seguir su curso en el cielo; la morera continúa en su lugar. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que vuelvan a encontrarse? La brisa de la noche parece entonar una melodía, un canto de amistad entre el cielo y la tierra, un canto entre la naturaleza viva y la bóveda celeste, entre el creador y su creación, entre la belleza y el hombre que la contempla.
Esta noche, la luna es algo más que una esfera de roca y la morera más que un árbol erguido. Más allá de dar luz la una, y sombra la otra, más allá de orbitar por el cielo o de crecer siguiendo su impulso vital, luna y árbol resplandecen, como respirando una alegría profunda.

Me viene a la memoria mi niñez, cuando, en las noches de verano, me asomaba a la ventana de mi habitación, siempre fiel a mi cita con la luna, que contemplaba hasta quedarme dormido, mecido en su luz. Miro por última vez hacia el patio y siento que mi corazón late con ellas. Luna y morera, cielo y tierra, ser humano. Entre las criaturas nace una hermosa complicidad porque todo, firmamento, tierra y ser humano, está llamado por el creador a convivir armónicamente. Todas las criaturas somos polvo celeste insuflado por el Espíritu Santo, creadas con amor y por el amor divino. La belleza es imagen de Dios. Y Dios ha creado las cosas para que el hombre se enamore de la inagotable belleza del universo.

domingo, 20 de julio de 2014

Una vocación llena de alegría

Bajo la morera, cuando el día despunta y el cielo clarea, con una brisa sanadora y un aire muy limpio, respiro dando gracias a Dios por una persona que sabe transmitir la alegría como algo fundamental en su vida, y que se dedica a hacer el bien a muchas personas.

Un amigo me había hablado muy bien de ella. Tras varios intentos de llamada, por fin contactamos por teléfono. De voz clara y fresca, se comunica con facilidad y en seguida acordamos un día para encontrarnos. Nos vimos por primera vez en primavera.

Si tuviera que identificarla con una estación del año, sería justamente la primavera, porque es un estallido de vida y de alegría. Desprende vitalidad, no solo por su rostro, sus gestos, su mirada y sus labios. Todos sus poros emanan la bondad que surge de su corazón. Es vital y existencialmente feliz. Rebosa entusiasmo y se la ve enamorada de la vida, de los suyos y de su trabajo, de las personas. Por eso, todo lo que hace como terapeuta lo vive como una vocación, una llamada a una misión de servicio. Sus manos, su corazón, su aliento vital, ya son terapéuticos porque ha convertido sus talentos y capacidades en herramientas potentísimas y sanadoras. Desborda vitalidad porque es alguien que ha decidido dar un sentido hermoso a su vida.

Pero su camino no ha sido siempre fácil. Es una mujer que ha pasado por experiencias muy densas, algunas durísimas, y esto le ha dado la capacidad de penetrar hasta lo más hondo del corazón humano y comprender el dolor y las limitaciones de los demás.  Conoce el vacío existencial, la enfermedad, la angustia y la lucha por recuperar la paz interior perdida. Sabe llegar hasta lo más frágil del ser humano porque ha palpado la ruptura del yo más profundo y el renacimiento de la esperanza. Por esto, además de sus dones sanadores y su fina intuición, sus terapias son algo más que una aplicación de técnicas o conocimientos. Con ella el paciente se reencuentra a sí mismo y es invitado a abrazar su realidad con perdón y bondad. Solo así iniciará el camino de recuperación.

Saber, escucharse, sentirse y ser conscientes del enorme potencial de autocuración que tenemos es esencial, y así lo enseña en sus charlas y en grupos de mujeres a las que ayuda. Ya no solo se trata de mejorar la salud, sino de aprender a disfrutar de la vida tal como es. Los pensamientos y creencias negativas, el cansancio y el estrés se somatizan y terminan bloqueando nuestra energía, convirtiéndose en enfermedades diversas. La verbalización es fundamental: la palabra nos da poder para recobrar la salud o para perderla, para salir adelante o instalarnos en una tristeza patológica. Salir de uno mismo y hacer el bien es la mejor de las terapias. Amor, alegría, compasión, perdón y aceptación son los pilares de la salud y así lo entiende ella.

Vive su vida con pasión. Tiene un carisma especial para escuchar el cuerpo y la mente de los pacientes, no solo desde el oído, sino desde todo su ser, hasta llegar a percibir lo que se mueve en el fondo del alma. Esto le permite aplicar mejor sus métodos sanadores, con amor y creatividad, de manera totalmente personalizada y sin ahorrar en tiempo y en recursos. Su amplia experiencia humana, acumulada después de más de veinte años ayudando a muchísima gente, ha hecho de ella no solo una gran terapeuta, sino una gran mujer, una gran madre, una gran esposa, una gran amiga y una gran educadora. Enamorada de Dios y del bien, es feliz desplegando la vocación que un día descubrió: la de dar con alegría.

domingo, 13 de julio de 2014

Anclado en la soledad

Cruzó el charco hace doce años. De manos habilidosas y creativo, antes del boom informático trabajó como técnico reparador de máquinas de escribir. Hábil en su desempeño, de talante amable y con facilidad para las relaciones sociales, se fue labrando un camino en su país y logró reunir un pequeño capital. Pero todo esto se volatilizó cuando la informática desbancó las máquinas de escribir y perdió su trabajo. Los bancos de su país hicieron un “corralito” y se quedó sin nada: sus sueños, sus metas y la alegría se desvanecieron con sus ahorros.  Acostumbrado a disfrutar de una buena posición económica, no se había preparado para los cambios tecnológicos y la revolución de Internet, y se quedó al margen en su proyección laboral. Desde entonces comenzó un doloroso declive, un largo vía crucis que ha durado hasta hoy.

Sin empleo y sin dinero, sin horizontes de futuro, se ha ido arrastrando con una fractura interna que le ha impedido sobreponerse y le ha hecho caer en una situación de casi indigencia.

Las relaciones con su familia siempre fueron difíciles. Su madre murió cuando era niño y su madrastra no lo trató bien. Con seis años, empezó a ir de casa en casa, con diversos familiares, porque en el hogar de sus padres molestaba. Por parte de sus hermanos recibió un trato agresivo, incluso violento, en algunas ocasiones. De adulto, tampoco llegó a casarse ni a formar una familia.

Cuando se quedó solo, sin dinero y sin trabajo, un sobrino suyo le buscó empleo en un carguero. Pasó cinco años en el barco, siguiendo la ruta del Pacífico y navegando de costa a costa, transportando fruta a países como Japón, China y Estados Unidos. Cinco años navegando, quizás deseando que el mar se tragara sus angustias. A veces pasaba más de un mes sin anclar en puerto. Al principio le costó habituarse a la vida mar adentro, sobre todo cuando soplaban fuertes vientos y se agitaba el oleaje. Llegó a ser ayudante del timonel y ocupaba su lugar al timón en los días de mar calma. 

Cuando atracaban en puerto, se dejaba tragar por la vorágine de una sociedad consumista, sobre todo en Estados Unidos y Japón. La frivolidad y la diversión fácil lo dejaban extenuado; él buscaba cómo ahogar sus penas y su soledad. Aquellos intervalos de frenesí lo anestesiaban emocionalmente, pero no conseguían calmar su angustia. De nuevo lanzado a la soledad del mar, volvía a navegar. Hasta que se le hizo insoportable vivir lejos de tierra firme, constantemente zarandeado por las olas.

Aunque le pagaban poco, logró reunir algunos ahorros que le permitieron, una vez que dejó el barco, terminar la carrera de Derecho en horario nocturno. Combinaba sus estudios con algunos trabajos temporales, pero seguía sin rumbo, mientras su país se hundía en una crisis económica y política: revueltas estudiantiles, conflictos sociales, abusos de poder… Volvió a sentir una inseguridad enorme y decidió tomar otro rumbo, esta vez no hacia Oriente, sino hacia Europa. Y, concretamente, a España.

Inició otra travesía que sería tan dura como nunca pudo imaginar. En Europa se convirtió en una persona sin documentación que le permitiera desplazarse libremente de un sitio a otro. Tenía ya 60 años y un profundo desarraigo de su país, de su cultura y de su propia identidad. El paro y las dificultades para encontrar trabajo embistieron contra él como las olas del Pacífico cuando navegaba en el carguero. Aquí volvió a sentir otro tipo de soledad, quizás más angustiosa, por estar lejos de sus raíces, en un país que al cabo de unos años también se sumió en una profunda crisis.

Finalmente, encontró empleo en la recogida de la fruta, en Murcia. Pero al poco tiempo sufrió un ataque de corazón mientras trabajaba en la huerta. Se desplomó en el suelo y tuvieron que hospitalizarlo. Empezaba a rendirse, solo y abatido; iniciaba otra etapa de su vía crucis, marcada por la enfermedad coronaria que iría debilitando su vitalidad.

Un sobrino suyo, que estaba en Barcelona, lo llamó para vivir con él. Aquí encontró alojamiento en casa de otros familiares. Tenía un techo y una mesa, pero continuaba sin encontrar trabajo fijo y algo que diera aliciente a sus días. Se refugió en la lectura, de periódicos y de libros que le daban o tomaba prestados. Y en su gran pasión, la única que, durante unas horas, cada semana, lo hace vibrar ante un televisor: el fútbol.

Un buen día, vino a mi parroquia de Badalona y se ofreció para ayudar en lo que hiciera falta. Así comenzó nuestra amistad. Cuando me trasladé a Barcelona, a mi nuevo destino parroquial, él también vino a colaborar. Al menos, tiene un lugar donde comer y dormir, un espacio donde proyectarse y relacionarse con los demás, un trabajo con el que distraerse y llenar sus horas. 

Hace poco su salud sufrió otro bajón. Las venas que irrigan su cerebro y su corazón, gravemente obturadas, le impedían la circulación de la sangre y la consiguiente falta de oxígeno lo entorpeció y lo hizo lento e inseguro. La ansiedad lo llevó a comer sin control, sobre todo muchos alimentos grasos y dulces, quizás para compensar la amargura de su vida. Empeoró y de nuevo tuvo que ser intervenido, en una delicada operación para desbloquear sus venas troncales. Ahora se encuentra mejor. Le quitaron un peso del pecho, pero no del alma. Sueña con regresar a su país, aunque no quiere perder su independencia, y tampoco quiere cortar sus vínculos con España, esta tierra que le ha acogido y que ha empezado a amar.

¿Qué pasa por su mente, en las largas horas que permanece sentado en el patio? Le gusta barrer las hojas secas y meditar al sol. ¿Qué sueños, qué inquietudes, que recuerdos pueblan su memoria? Ante personas como él, castigadas por la vida, que han optado por la desvinculación para evitar más sufrimientos, uno se siente impotente y a la vez deseoso de ayudar, de aportar al menos una gota de calidez a ese espíritu fortificado entre los muros de su soledad.

domingo, 29 de junio de 2014

El tesoro de un pobre

El Cristo que no se quemó

Lo conocí un verano. Fue un tiempo en que se produjeron muchos incendios por toda la Península. Montañas y bosques enteros quedaron arrasados por los fuegos que dejaron desnudos y desolados muchos paisajes.

Él era carpintero, un gran artesano, activo y trabajador, apasionado por su oficio. De manos fuertes, erosionadas por el trabajo, la alegría formaba parte de su talante natural. Era un hombre enamorado de la vida. Recuerdo que una noche calurosa de verano me explicó una curiosa historia.

Una vez, siendo niño, su padre le regaló un crucifijo de madera que guardaba como una auténtica reliquia. Cuando fue adolescente, el padre le contó la historia de esa cruz. Había quedado intacta después de haber sido metida en un horno. El intenso fuego del horno tenía que haber reducido a cenizas aquella cruz de madera, pero no fue así. El padre quedó tan impactado ante el hecho que no se lo podía creer. Lo sacó, lo limpió, lo barnizó y lo guardó durante mucho tiempo, hasta que se lo regaló a su hijo y le explicó la historia. Como creyente que era, él colgó la cruz en una pared. Pero, además, la llevaba prendida en su corazón.

Sus ojos se humedecieron mientras me hablaba, lleno de emoción. Estaba revelando su secreto a un padre, un hombre en cuyo horizonte siempre está la cruz, como gesto sublime de donación a los demás.
Aquella noche recé con fervor ante el crucifijo de mi parroquia. Le dije a Jesús que ni el abismo, ni la noche, ni la muerte, ni el dolor, podrán impedir que la cruz sobreviva al horno del pecado. La cruz inicia una vida nueva, libre del fuego del orgullo humano, que nos lleva a unirnos para siempre en el fuego vivificante de Dios. La cruz no solo no lo mató, sino que hoy sigue colgando del pecho de millones de personas que esperan en él.

Así empezó mi amistad con Antonio, un hombre de piedad muy sencilla, pero con una bondad enorme. Nuestras vidas se cruzaron hace casi quince años. Desde entonces, se ocupó de la carpintería y los apaños de mi anterior parroquia. Fuimos mejorando y ampliando el equipamiento parroquial: atriles, mesas, ventanas, puertas… Era mi san José, siempre atento, disponible, servicial.

Una mirada en la madrugada

Otra historia que me explicó Antonio fue algo que le sucedió siendo niño. Iba con su padre, de madrugada, a buscar cartones por las calles de Barcelona. Era una noche de invierno y el aire cortaba la piel. Pero aquel día tenían que comer, y ni la soledad ni el frío los detenían. De pronto, el niño vio a alguien que se asomaba a una portería. Se giró y se quedó absorto mirando a una bella mujer que también se protegía del frío. Sus ojos brillaban y le dirigió una cálida sonrisa que le iluminó el alma. Era la mirada tierna de una madre hacia su hijo. En aquel momento, pese al desconcierto, le invadió un profundo bienestar. Quiso avisar a su padre para que la viera, pero al volverse de nuevo ya no la encontró en el portal, había desaparecido. Abrumado, se quedó preguntándose qué había pasado. No la olvidó jamás, y me dijo que era como si la Virgen María, bella e iluminada, se le hubiera aparecido para darle ánimos en aquella madrugada gélida.

La cruz sacada del fuego y la mirada dulce en la noche marcaron toda su vida. La última vez que hablé con él me dijo que seguía conservando la cruz, y que significaba todo lo que le había pasado.

La pobreza digna

De joven tuvo que marchar de casa para labrarse un futuro. Se desligó mucho de sus padres y emprendió una vida azarosa sin un rumbo determinado. Su objetivo era trabajar mucho para ganar dinero y luego poder disfrutar los fines de semana, apurando hasta la extenuación la búsqueda de placer. Se casó, tuvo varios hijos y profesionalmente llegó a ser un buen carpintero, al que no faltaba trabajo ni ingresos. Pero poco a poco la frivolidad y el alcohol lo arrastraron y su vida se fue derrumbando. Abandonó su hogar. Cuando el trabajo comenzó a escasear y se hizo mayor, empezó a vivir precariamente y cayó en la indigencia más absoluta. Cuando lo conocí vivía como okupa en una chabola de Badalona. Su única compañía era un perro ciego al que cuidaba. Dormía a su lado, en su tosca cama, un viejo somier desvencijado. Cuando me llevó a su casa, me dio un vuelco el corazón. Él me decía: este es mi palacio, y me contaba lo bien que se encontraba en aquel cuartucho de apenas doce metros cuadrados donde cocinaba, dormía y se lavaba. Me ofreció, abriendo su pequeña nevera, un poco de cocido de verduras que se había hecho con legumbres del tiempo y unos huesos de jamón. El hombre era feliz, en compañía de su perro, y compartía conmigo lo poco que tenía. Me miraba, con los mismos ojos brillantes de aquel niño que, una noche fría de invierno, contempló a la mujer luminosa en la portería; los mismos del adolescente que años después recibiría de su padre un crucifijo que no se quemó en un horno; los que ahora, con ternura, miraban al viejo perro. No pude evitar unas lágrimas cuando vi cómo lo acariciaba. Él hacía de lazarillo del animal que lo acompañó hasta su muerte. Cuando el perro murió, lo cargó a la espalda para darle digna sepultura en las montañas que rodean Badalona. Hizo una cruz de madera y la puso sobre la tumba del perro.

Me dije, Dios mío, cuánta dignidad hay, a pesar de todo, en esta persona. Aquella noche la pasé sin dormir. Dios me había permitido ver que la pobreza, con toda su crudeza, es igual de digna cuando hay un corazón bueno.

Una cruz, una aparición, un perro ciego y un anciano: forman parte de la historia de un hombre que llegué a querer con toda mi alma. No tenía nada, pero tenía una bondad y una generosidad rayando el derroche. De lo que le daba por sus trabajos, buena parte se la gastaba en regalos para sus hijos y amigos. Cuando le pedí algunos encargos, él dijo que a partir de entonces sus manos trabajarían para el Señor. Con sus pocas herramientas hacía maravillas y siempre se mostraba feliz, porque en su desolada vejez había encontrado la paz haciéndose útil en una parroquia.

Esta es una de las más bellas perlas que conservo de mi época de Badalona: un corazón que, no teniendo nada, amaba la vida y hacía el bien, compartiendo no tanto lo que tenía como lo que sentía.

Pierdo a un amigo

Murió la noche de San Juan en un hospital de Badalona. Su hijo Jordi me llamó al día siguiente para decirme que su padre había fallecido y que supiera que me apreciaba mucho. La noticia me golpeó. Desde hace un año le habían diagnosticado un cáncer de páncreas y, estando enfermo, todavía vino a verme algunas veces a mi nueva parroquia. Su enfermedad ya estaba haciendo estragos en su cuerpo y en su rostro. Se volvía lento y en los últimos tiempos pasó largos periodos en el hospital, donde lo mantenían con tratamientos que tan solo alargaron su agonía. La última vez que lo vi había perdido mucho. Su rostro vaticinaba ya el desenlace final. Hace cuatro semanas lo llamé al hospital. Quería ir a visitarle un día y darle un último abrazo. Pero no pudo ser. Aquel día se despidió con un enorme afecto.

Cerró sus ojos en una noche festiva, él que era tan amante de las fiestas. Subió al cielo, para celebrar una verbena eterna junto a Dios.

Ante la llamada del hijo enmudecí, con un nudo en la garganta. Sentí que un gran amigo se me había muerto sin que pudiera darle un abrazo. Lo sentí con toda mi alma.

Con las manos de su corazón había creado una obra de artesanía mucho mayor que con la madera: una amistad que iba más allá de todos los límites. Como un cuadro policromado, pintado con el alma, así era nuestra amistad. En el cielo nos veremos bajo el misterio de aquella mirada al descubierto, en completa compañía. Se le acabó la soledad. De su chabola saltó al paraíso para vivir en la eterna luz del corazón de Dios. Aunque aparentemente distante, estaba ya muy cerca de él. Me hizo descubrir como nadie que Dios está entre los pobres; vi el rostro de Dios en él, que todo lo había perdido menos la dignidad. Fue una experiencia dura y bella que Dios me regaló. A él le agradezco que me permitiera acercarme al misterio de la cueva de Belén: el misterio de un Dios que renuncia a su fuerza todopoderosa para hacerse pobre y mendigar nuestro amor. Se hace indigente para que le abracemos. ¡Qué misterio tan grande! Para comprenderlo es necesario pasar de la teología intelectual a la teología vital; del conocimiento a la vivencia personal, del saber al reconocer y estrechar la mano de Dios en la historia personal del ser humano.