Después de una jornada de actividad, el día va declinando y
el tono vital va bajando. El sol, lentamente, desciende y su luz se apaga.
Sigue su ciclo y se va, dejando que la luna vaya ascendiendo con su tenue luz.
Del brillo luminoso de la mañana pasamos a la suavidad del atardecer. El azul
eléctrico del cielo anticipa la noche; se encienden los focos y las luces de la
ciudad, se cierra un ciclo y entramos en otra fase más serena y tranquila, que
invita a meditar.
El silencio me va llenando. De la prisa paso a otro ritmo,
más despacio. El tiempo es otro. De la vorágine paso a la calma, tan deseada, a
la oración, a dejarme mecer en las aguas cristalinas del corazón de Dios, donde
puedo nadar hasta deslizarme en sus misteriosas entrañas. Él me invita a parar,
a callar y a saborear las delicias de su presencia latente en el envés de la
belleza que he podido admirar durante el día.
Ayer, en una excursión a la montaña, pude contemplar a Dios
en los rostros de tantas personas que viajaban conmigo, buenos corazones que
avanzan en su crecimiento humano y espiritual; en la majestuosa creación, en
los bosques, en los montes y los ríos; en los claros y oscuros de la historia,
en las obras humanas y en la sublime inteligencia de esta criatura. La belleza
de la creación expresa cuánto nos ha amado Dios, cuánto nos ha dado para que
podamos disfrutarlo hasta el éxtasis. El
gozo espiritual hace inenarrable la experiencia de amar. La mística del
cristiano pasa por la intimidad con un Dios creador, por una relación
interpersonal con Dios hecho hombre en Jesús, que encarna el corazón entrañable
del Padre.
Aprender a nadar en la calma interior es hacer una inmersión
en Cristo. Él convertirá la calma en algo más que ausencia de ruido o de
frenesí: hará de ella un estado que nos llevará al epicentro de nuestra
existencia: el misterio de la pequeñez humana ante la grandeza de un Dios que
ha cometido la locura de establecer una alianza de amor con su criatura.
Dios ha decidido abrazar al hombre, haciéndose presente en
su historia, y ensanchar su horizonte, haciendo crecer sus anhelos de plenitud.
El otro día paseaba por la playa. El agua, vestida de un azul intenso,
salpicada por los rayos de sol, estaba calmada, parecía un inmenso estanque de
cristal bañado de luz resplandeciente. Otros días las olas juegan saltarinas
con la arena de la orilla, sacudiéndola con fuerza, pero ese día solo el aire
murmuraba a mis oídos. Dios me hablaba en esa calma del mar que parece dormir,
pero que está ahí, inmenso, quieto. Mi mirada se perdió en el horizonte. Yo,
insignificante ante tanta inmensidad, pensé que solo desde la calma, dejándose
mecer por el silencio, se puede escuchar el lenguaje de Dios, tan nítido como
esas aguas cristalinas en la hora cenital del día.
Toda criatura amada anhela fundirse con el creador, fuente
inagotable de vida y felicidad. Ante el mar me dije que solo cuando paras, te
apartas y contemplas, admirando el mundo a tu alrededor, puedes escuchar el
susurro melodioso que Dios está interpretando para ti. Nunca deja de seducirte.
Nadando en su corazón podrás establecer un diálogo auténtico, una comunicación
íntima y sincera. Será entonces cuando el sol de Dios te bañe y acaricie las
aguas calmadas de tu alma. La luz sobre ellas es el reflejo amoroso de su presencia.
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