Celebramos el día los Fieles Difuntos y es inevitable
pensar en aquellas personas que han marcado nuestra vida: abuelos, padres,
hijos, amigos, personas que se convirtieron en referencia ética, religiosa y
humana. En ellos reconocemos que la vida ha desplegado todas sus potencias. Han
sido maestros, modelos, ejemplos que han modelado su alma hasta llegar a vivir de
una manera plena y agradecida.
He tenido la suerte de haber encontrado, en mi vida,
personas de una talla humana extraordinaria. Se convirtieron en entrenadores
espirituales que me ayudaron a sacar lo mejor de mí; personas con enorme
sensibilidad que lo dieron todo, un legado de valores más valioso que un cofre
lleno de perlas, corazones vibrantes más preciosos que el oro. Una mente, un
corazón y un alma armonizados valen más que todos los tesoros. Cuánto bien nos
hacen las personas así.
Hoy podemos mirar la vida de frente, podemos soñar, tener
experiencias, proyectos, incluso podemos permitirnos volar sin miedo hacia
rumbos desconocidos gracias a que ellos se atrevieron a mirar la vida con
pasión. La última razón que da sentido a la vida es haber llegado hasta el
final amando, dejando que el amor sea el eje y el centro. Lo único que nos hace
trascender de nuestras pequeñeces y aprender a amar es el otro, que te ayuda a
descubrir que solo dando y viviendo para los demás uno puede crecer como
persona.
Hoy es un día muy especial para tener un recuerdo agradecido
hacia aquellas personas sin las que tu vida no sería la misma. Abrazar el
pasado, los tuyos, con profunda paz, es la mejor manera de agradecer ese legado
de humanidad y espiritualidad que has heredado de ellos.
Estoy a punto de irme a descansar, cierro los ojos e intento
sentir la complicidad de sus miradas. El corazón late con más intensidad.
Quisiera atravesar la oscuridad de mis párpados cerrados, ese muro que separa
la barrera del otro lado, tan misterioso e inaccesible, pero tan cercano. Tan
solo hay un velo finísimo, casi puedo sentir el aliento de esas personas. Estoy
descansando y el sueño va arrastrándome a esa casi muerte. Todo se ralentiza:
el corazón, la respiración, la realidad que se aleja… Cada noche es como un
entrenamiento para el morir, ese momento que se acerca lentamente. Es un
ejercicio para aprender a ir desconectando.
Es verdad que soñar indica que estamos vivos, pero aún y así
estamos fuera de nuestro control. Es como si cada día nos fuéramos
acostumbrando a ver cara a cara a la muerte, y podemos irla incorporando como
algo natural a nuestras vidas. Nunca sabemos si vamos a despertarnos vivos.
Solo Dios lo sabe.
Por eso, ¡qué importante es ir a dormir en paz,
reconciliado, abandonado! Qué importante dar el último beso a la persona amada.
Solo así el sueño será dulce y sereno, hasta mañana… o hasta la eternidad.
Cuánto miedo nos da la muerte. Nos asusta la enfermedad,
vivir con incertidumbre el mañana, que el final poco a poco se vaya
aproximando. Nos produce inquietud el cómo llegará: un ataque, un accidente, un
largo sufrimiento que nos ha mantenido mucho tiempo yaciendo en cama, o quizás
será una muerte inesperada y dulce, mientras descansamos en un sofá.
Todos deseamos una muerte plácida. Desearíamos evitar el
sufrimiento. Pero podemos ver la muerte como un final del recorrido de la vida,
en el cual nos transformamos; un cambio energético donde somos asumidos por una
frecuencia amorosa; un salto cuántico a otra dimensión fuera del tiempo y del
espacio, pues justamente la eternidad está fuera de estas dimensiones terrenas.
Más allá de la física cuántica estamos hablando de entrar en el tiempo de Dios,
que es atemporal y solo se puede entrar en el corazón de Dios cuando él, por su
inmensa misericordia, nos resucita.
Resucitar es comenzar a vivir en cuerpo y alma en la eterna
presencia de Dios. Se podría decir que participamos de la misma cualidad de
Dios: nos volvemos atemporales y el espíritu ya regirá para siempre el cuerpo.
El cielo es la máxima energía amorosa de Dios. Por eso no debemos sentir miedo:
la muerte es un encuentro con la Luz, con la Vida en mayúsculas, la segunda
parte de una aventura que culmina en brazos de Dios, donde el miedo, el dolor,
la soledad, el sentimiento de fragilidad darán paso a un estado de gozo
incesante.
El miedo se convertirá en alegría, el dolor en placer, la
soledad en permanente compañía festiva y la fragilidad en plenitud y en
bienestar. Del sentimiento de indigencia pasaremos a ser una criatura mimada y acariciada
por las cálidas manos divinas. La muerte no es otra cosa que el reencuentro
para siempre del hombre con Dios, es decir, el pasaje definitivo hacia la
eternidad. No es la angustia de un camino hacia el abismo o la oscuridad, sino
hacia la Paz definitiva. Ojalá aprendamos, cada noche, la sabia lección de
dejarnos abrazar y mecer por una mano amorosa que entra en nuestro tiempo y
espacio para velar nuestro sueño. Abrazar la muerte es abrazar cómo Dios nos ha
hecho: hombres mortales. Así es como Dios ha querido crearnos. Pero nos ama
tanto que, para seguir amándonos, nos ha dado una vida que es eterna.
Cómo poder ser un corazón, una mente y una alma armonizados para dejar ese bello recuerdo.en los seres queridos?
ResponderEliminarLa muerte, con todo su posible sufrimiento o muerte inesperada, no es el problema. El problema está en cómo vivir la vida para obtener la recompena de estar junto a Dios.
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