Paseo por la Villa Olímpica. Las ráfagas de viento fresco
azotan mi rostro. El día es muy claro y el aire que va anunciando la llegada
del invierno está calmado. En el horizonte azul el cielo abraza la inmensidad
del mar. Surge en mi mente el recuerdo de mis padres; mi pensamiento navega más
allá del horizonte. El abismo del mar con el cielo me evoca el abrazo de mi
padre a mi madre, ambos fundiéndose en la eternidad.
Cuando se casaron llegaron a ser una sola carne. Ahora serán
una sola alma, transparente a los ojos de Dios. Mis recuerdos ensanchan el
horizonte, mi mente se abre y me dejo llevar, no solo por el viento que me
azota el rostro, sino por un soplo interior que me empuja hacia el infinito.
Allí donde ya no puedo verlos, Dios corona sus vidas.
Unas vidas azarosas, intensas, apasionadas. Eran dos esposos
que se amaban, se entregaron y quisieron eternizar su aventura. Joaquín se fue
antes, en busca de nuevas oportunidades. Y misteriosamente, antes de partir
hacia Sevilla, donde trabajaba, quiso prolongar unos días su estancia en el
pueblo. Algo lo hizo demorarse, como si quisiera apurar los últimos abrazos con
su esposa. Quizás algo en su interior lo advertía de su trágico destino. Unos
días más tarde, un infarto le arrancó la vida, desplomándolo al suelo junto al
puerto del Guadalquivir. Quedó tendido de espaldas, con la mirada hacia el
cielo y la mano en un panecillo que guardaba en el bolsillo de su chaqueta.
Lejos de su esposa Paula, así quedaron truncados dos sueños:
el del padre muerto y el de la madre que estaba gestando en su vientre otra
vida. Con el corazón roto y sin aliento, la joven esposa afrontó el golpe que
marcaría el resto de su vida. El brillo de sus ojos se apagó. Con cuatro hijos
pequeños tuvo que sacar fuerzas de flaqueza para luchar contra el desánimo y no
rendirse. Él quedó yaciendo en tierra, con la mirada perdida en el cielo; ella
tuvo que mirar hacia el frente para no eclipsar su futuro y el de sus hijos.
Dos corazones dejaron de vibrar juntos. La soledad de la joven esposa y la
ausencia de cariño aumentaron en ella el instinto de supervivencia. Y se abrió
camino, pese al vacío vital que le hacía sentir su enorme fragilidad.
En el cielo, tres hijos, fallecidos apenas recién nacidos,
abrazaban a su padre, aquel hombre de tez morena y frente ancha, y de corazón
todavía más grande, que pudo reencontrarse con sus bebés. La tristeza en la
tierra se mezclaba con la alegría en el cielo; la angustia de la joven madre
sola con el sosiego del joven padre que volvía a contemplar la belleza de sus
hijos convertidos en ángeles.
Medio siglo más tarde, cuando la vida de ella se iba
apagando lentamente, él, desde el cielo, iba preparando el encuentro
definitivo. Durante sesenta años Paula vivió sin ver a su esposo amado,
intentando olvidar a sus hijos perdidos. El día de su muerte, el fulgor del sol
presagiaba algo nuevo: un momento largamente esperado. Por fin los dos esposos
volverían a estar juntos. Esta vez, para siempre.
En mi corazón siempre he tenido una certeza: de manera
misteriosa, sin saber cómo, mi padre ha ejercido su paternidad sin las
limitaciones humanas ni las barreras del tiempo. Y ahora, cuando cierro los
ojos para respirar, sé que los dos estarán juntos en el cielo y recogerán mis
anhelos. Serán dos buenos intercesores ante Dios. Me ayudarán a colmar mis
deseos de plenitud sacerdotal y protegerán a los hijos que quedamos aquí.
De vuelta a casa, dos rayos de sol atraviesan una espesa
nube. Dos almas luminosas me saludan. El lenguaje de la belleza es el lenguaje
de Dios. Con esa luz me dicen que están con él.
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