domingo, 26 de junio de 2022

Imbuidos de sí mismos


Recientemente he tenido la ocasión de hablar con varias personas que, en su momento, fueron referentes en su campo académico y profesional. Personas acostumbradas a ser el centro, a controlar la situación y a tener a mucha gente a su alrededor.

Pero el tiempo no perdona, y hoy me impresiona ver a algunas de ellas, que tanto brillaron, abatidas por la enfermedad y la decrepitud. Me pregunto cómo es posible que, después de haber sobresalido tanto en el campo intelectual y social, ahora sean incapaces de ubicarse en su entorno próximo: familia, amigos, vecinos y barrio.

Culto al yo

Su tendencia a ser protagonistas las lleva a hablar mucho de sí mismas e incluso a imponer su criterio sobre los demás. Su discurso suele ser radical y no permiten opiniones contrarias. Necesitan demostrar lo que saben haciendo alarde de su elocuencia: saben más que nadie, y los demás deben callar o apartarse. Pueden llegar a humillar a sus oyentes, pues no soportan que las contradigan. Así, aunque empiezan deslumbrando por sus profundos conocimientos, cuando se las conoce un poco más, tras esta apariencia brillante se puede atisbar una persona mucho más insegura.

Estas personas sienten una enorme necesidad de ser ellas mismas. Ya fuera porque, en su crecimiento, fueron reprimidas o demasiado consentidas, no supieron canalizar su potencial. Cuando han podido desplegarlo, nadie les ha puesto límites y ellas tampoco han sabido ponerlos. Nadie les ayudó a descubrir que la sabiduría consiste, no tanto en el cúmulo de conocimientos, sino en la capacidad de saber escuchar, reconociendo al otro como un revulsivo y al mismo tiempo un apoyo para crecer y madurar. Nadie les previno contra el culto a sí mismos. Compartieron sus conocimientos, pero quizás no aprendieron a abrirse a un verdadero diálogo con los demás.

Escuchar al otro cuando se comparte el saber permite el enriquecimiento mutuo. Aceptar puntos de vista diversos evita que la persona se convierta en una apisonadora intelectual. La ciencia crece cuando se da un verdadero encuentro. La amistad también es posible cuando aparcamos nuestro yo a un lado y nos abrimos al otro: siempre puede aportar algo nuevo y positivo a nuestra vida.

Pero constato que, cuando uno siempre ha sido así y no ha tenido la humildad de dejarse corregir, se hace difícil cambiar. El cambio supone un salto de paradigma mental y reconocer que su narcisismo está completamente desbocado. Puede tratarse de un científico, un intelectual, un artista o un doctor en cualquier disciplina. Están tan imbuidos de sí mismos que nadie se atreve a cuestionarlos, porque su carácter beligerante impide que nadie les diga nada.

Un castillo mental

La realidad para una persona así es ella misma: ella y el mundo que ha creado a su alrededor. No admite otra, y menos cuando se ponen en evidencia sus límites y su percepción subjetiva. Huye del mundo real para construir, con buenos argumentos intelectuales, un castillo mental donde se siente segura.

Con el paso de los años, al volverse impenetrables a los demás, estas personas acaban encontrándose muy solas. Sobreviven en su burbuja y afrontan como pueden la realidad que se impone: jubilación, desplazamiento del ámbito donde se proyectaban, sufrimiento por enfermedad, incapacidad para reorientar sus vidas y abordar situaciones imprevistas y dolorosas que les toca vivir.

Caen en un profundo abismo interior, donde sólo pueden oír el eco de su propia voz. Han pasado toda su vida escuchándose a sí mismas, aupadas en el trono de sus logros intelectuales. Pero la realidad es obstinada y choca con las construcciones mentales. Cuando se rinde culto al intelecto, a menudo se olvida el cuerpo. Muchas de estas personas han descuidado su salud. Han vivido aprisa, a velocidad frenética, olvidando que es el cuerpo quien sostiene nuestro sistema cognitivo. La estructura biológica sostiene la mente, y este cuerpo, bien cuidado y con una sana alimentación, permite gozar de buena salud. La mente es tirana y acapara la atención; el cuerpo es sufrido y calla. Pero cuando el cuerpo es castigado e ignorado, acaba reclamando su lugar: es entonces cuando surgen la enfermedad y la discapacidad.

Un baño de realismo

La cruda realidad se impone con el paso del tiempo y los límites físicos. Y de aquí ya no se puede huir. El reloj biológico va marcando los pasos hacia la muerte. Frente a esta realidad, la batalla está perdida. Es entonces cuando vivir se hace insoportable, el cansancio y la tristeza se apoderan de la persona y sobrevive como puede, postrada, esperando que mañana el dolor sea un poco más leve.

¿Qué hacer cuando nos encontramos con personas así? Acompañar con dulzura, ayudando en lo que podamos a paliar su dolor y soledad. Hacer que se sientan queridas.

Para mis adentros medito cuál podría ser el antídoto para no caer en esta actitud, para no encerrarnos en nuestra torre de marfil y aceptar la realidad cuando la vejez nos la presenta en su rostro más duro.

Necesitamos rescatar la humildad. La humildad es el freno y la rienda para ese caballo desbocado de la inteligencia. Sólo así, con humildad, la inteligencia se convertirá en sabiduría y se alcanzará la armonía. La suma de estas dos cualidades nos prepara a todos para zambullirnos en la realidad y doctorarnos en humanidad.