sábado, 28 de marzo de 2020

Solidaridad global


La pandemia del Covid-19 avanza a velocidad de vértigo. El contagio se multiplica y los fallecidos siguen aumentando cada día. Está especialmente expuesto el colectivo sanitario, las personas que están en primera línea del combate contra el virus. Los recursos todavía son escasos, y sigue habiendo torpeza en la gestión. El pánico se apodera de mucha gente y la psicosis social aumenta. Cada vez hay más personas a quienes les cuesta aislarse.

Por otra parte, hay una carrera a contrarreloj para obtener una vacuna. Aunque ya se están haciendo pruebas en China, otros laboratorios en Europa y Estados Unidos trabajan sin descanso para conseguirla. Los ensayos necesarios harán que se demore unos meses, y durante este tiempo la lucha contra el coronavirus será sin tregua.

El estrés y la falta de recursos están afectando a muchos núcleos de población, sobre todo en Madrid, Barcelona, La Rioja y el País Vasco. Todo es un sin vivir; el miedo crece como el propio virus. Muchos viven asustados. Nos damos cuenta de cuánto valor damos a la vida cuando vemos o pensamos que podemos dejar de vivir.

Planteo un panorama crudo y realista, pero no desesperanzador. ¿Por qué? Porque frente a esta situación sombría y llena de incerteza, en el planeta está sucediendo algo extraordinario. Miles de manifestaciones de generosidad han estallado. Es emocionante ver cómo surgen tantas iniciativas para frenar el avance del virus: desde empresas, familias, personas, instituciones… Todas están sacando lo mejor de sí mismas y nos ayudan a ver el enorme potencial de bondad que hay en el hombre.

Un tsunami de solidaridad


Nos estamos dando cuenta de que el estado solo es insuficiente. La generosidad, la compasión y la solidaridad estallan. La unión y la fuerza de muchos son una infantería, quizás anónima, que junto con los profesionales hacen posible el milagro. No sólo vamos a vencer al virus, sino que habremos logrado vibrar con un solo corazón, capaz de parar el miedo, la desesperanza y la desazón. Habremos logrado descubrir esa capacidad de amor que tenemos dentro, dando incluso la vida, como hacen tantos sanitarios, peleando sin tregua ante la enfermedad.

La vida es un don sagrado, pero también lo que hacemos ha de ser sagrado. Quedo sobrecogido ante este tsunami de solidaridad. Todo el planeta se ha implicado. El virus, finalmente, será combatido, no sólo porque, por fin, el gobierno se ha añadido a la lucha, sino porque la sociedad, en sus diferentes ámbitos, se ha metido de lleno. Cada uno, desde nuestro confinamiento en el hogar, lo estamos parando, aunque tengamos que asumir el sacrifico de estar en un espacio reducido sin poder salir, aprendiendo a convivir, a compartir y apoyar a los que están a nuestro alrededor. Estas situaciones límite nos ayudan a crecer y a ser mejores personas, a valorar lo que somos, tenemos y podemos hacer por los demás. Es una gran oportunidad para descubrirnos a nosotros mismos y saber hasta dónde podemos llegar en nuestras capacidades. Estamos en un mundo globalizado: Internet, la economía y la cultura. Ahora hemos aprendido a globalizar un poco más el bien y la fraternidad universal. Esto es lo que nos hace personas capaces de arriesgarlo todo para que otros vivan. Algo dentro de nuestro corazón nos empuja a ir más allá. Un referente último nos lanza a la mejor versión de nosotros mismos. Somos imagen del Creador y con cada acción generosa que estamos emprendiendo estamos recreando la vida y el mundo, gestando un nuevo amanecer. Estamos aprendiendo una gran lección: no somos nada ni nadie sin los demás.

domingo, 22 de marzo de 2020

Abrazos no dados


Ante la epidemia del coronavirus, los medios de comunicación no dejan de hacerse eco del avance de la enfermedad. Toda la prensa se ha convertido en una catarata imparable de noticias. Los contagiados se multiplican y las muertes van sumando, dejando desoladas a las familias que, sin saber cómo y cuándo han contraído la enfermedad, viven esta tragedia.

Los medios no dejan de darnos estadísticas sobre el efecto propagador del virus. También nos hablan del enorme esfuerzo de los sanitarios, que luchan tenazmente para atender a los enfermos, así como de los científicos que no descansan hasta conseguir el antídoto o la vacuna para el virus. No se deja de hablar de las consecuencias que esto tendrá en la economía del país.

Entre el discurso buenista y tranquilizador de los comienzos y el discurso alarmista que resuena ahora hay una posición intermedia, que yo situaría entre el realismo y la esperanza. Hemos ido del «no pasa nada» al pánico social. ¿Qué vemos ahora? Un esfuerzo por paliar el sufrimiento con medidas insuficientes. La epidemia se ha gestionado con pocos recursos y un retraso por parte de las autoridades a la hora de tomar decisiones, y esto ha dejado un panorama sombrío mientras el virus sigue infectando a más personas y cobrándose más vidas.

Se habla de cifras, no de seres humanos. En la tragedia del 11 M en Madrid sí se hablaba de cada uno de ellos: quiénes eran, qué hacían sus familias, cuál era su trabajo y hasta sus aficiones. Estos fallecidos tenían rostro y nombre, anhelos, sueños, pareja, hijos…

Hoy todo se centra en las estadísticas y en una retórica demagógica y vacía. Mientras el silencio reina en las calles, el ruido mediático se hace insoportable. Las familias se ven desalentadas e impotentes. ¿Qué pasa con aquellos que han fallecido? ¿Y con sus familiares, sus amigos, sus esperanzas? Estas vidas quedan silenciadas por la ametralladora mediática, que dispara minuto a minuto, hasta la saciedad.

Cada uno de estos muertos merece dignidad, reconocimiento y cariño. Estos fallecidos son personas. Aplaudimos los esfuerzos de los sanitarios, y se lo merecen, porque están salvando vidas a contrarreloj. Los muertos no necesitan aplausos, pero sí que los tengamos en cuenta y recemos por ellos, dando aliento a sus familiares.

Toda muerte es trágica, no importa la edad que tenga el que fallece. Pero lo es más no poder despedirte de tu ser querido porque está enfermo y puede contagiar a la persona amada. Si el duelo ya es terrible, la imposibilidad de darle un último abrazo hace que el dolor de la pérdida sea más desolador. La distancia, el vacío y la incomunicación hacen que el sufrimiento atraviese todo tu ser. Las cifras son datos fríos. Las personas son rostros con vida, que seguirían viviendo, amando, sonriendo, si no fuera por esta tragedia.

El ritual de despedida es necesario para el ser humano. Necesita abrazar, mirar, acercarse y hacerle sentir al enfermo que es querido, que su vida ha sido muy importante para los suyos y para los demás. El hombre necesita cerrar ese momento con afecto y con caricias, aunque su corazón llore. Todos estos que han fallecido no han podido abrazar y besar a su cónyuge, o a su hijo, padre, madre, hermano o amigo.

Yo no pido aplausos por ellos, pero sí pido que sus vidas, injustamente truncadas, nos ayuden a valorar el gesto de proximidad y gratitud, la vida y el amor. Ellos han sido héroes de su discreta vida. Ellos han construido una familia, han luchado por sus sueños, han llevado adelante sus proyectos y han dado lo mejor de sí mismos. El amor ha hecho grandes sus hazañas, por pequeñas que nos parezcan. Se merecen nuestro respeto y gratitud. Que la sociología y la ciencia no nos hagan olvidar nunca que todos tenemos nombres, raíces y amigos, una historia y unos vínculos. No olvidemos que cada muerte es un ser humano, conectado consigo mismo y con los demás.

Pido una oración por ellos y por sus familias. Aprendamos a ver al otro como un hermano. Todos estamos delante de una realidad que nos sobrepasa. Más allá de los sentimientos de solidaridad, la persona tiene un deseo innato de unirse a algo o a alguien. Necesita creer en algo o en Alguien que va más allá de su cultura, su formación y su inteligencia. Una fuerza mayor que muchos dicen que es la energía, pero yo la llamo Dios. Él es el origen de estos gestos que van más allá de la solidaridad. Es una pulsión de amor que todos tenemos dentro. Las grandes hazañas del ser humano no sólo las hace por su capacidad talentosa, sino porque algo le empuja a hacer el bien. Lo estamos viendo en la lucha contra el coronavirus.

domingo, 15 de marzo de 2020

Tiempo de recogimiento


Frente a la crisis sanitaria causada por el virus Covid-19, y ante la veloz expansión de la epidemia, las autoridades han decretado el confinamiento en nuestros hogares, repitiendo con insistencia que no salgamos de casa salvo por extrema necesidad, para evitar los contagios virales. Sin duda la epidemia tendrá grandes consecuencias sobre la salud, la economía y la vida social y laboral de muchas personas. Estamos en una situación excepcional en la historia. La paralización de todo el territorio nacional afectará a la vida de cada ciudadano.

El estado de alarma nos empuja forzosamente a estar recluidos en el hogar. No quisiera entrar en teorías conspiratorias que corren por las redes sociales, y que afirman que el virus está fabricado en laboratorios por élites que quieren dominar el mundo. Quizás haya algo de verdad en ello. Pero quisiera reflexionar sobre la gran oportunidad que esta situación supone para cada uno de nosotros. La paralización y el tener que permanecer en casa nos obligan a replantearnos nuestras relaciones y formas de hacer y funcionar. En medio de una vida llena de frenesí y estrés, quizás nunca hemos tenido la ocasión de parar en seco nuestro ritmo. Desacelerar esta velocidad vertiginosa es una oportunidad única para dar valor al tiempo, que tantas veces nos falta y queremos exprimir al máximo. Ahora, sin querer, tenemos ese ansiado tiempo para estar en casa, en paz, con los nuestros, para cultivar una convivencia familiar más cohesionada, para dialogar y reflexionar.

Tiempo para  crecer


No es el fin del mundo. Por fin disponemos de mucho tiempo para crecer con nuestros seres queridos. Estar demasiado tiempo fuera de casa debilita los vínculos y a veces incluso hace que se rompan. Ahora es el momento para compartir, planear y potenciar el diálogo interpersonal. Si la pandemia nos obliga a pasar mucho tiempo juntos, ¿acaso no es esto lo que siempre anhelamos?

También es un momento para la lectura, no sólo de evasión, sino de libros que nos ayuden a meditar sobre el sentido de la vida, de los demás, de las cosas. Tenemos tiempo para aprender, para conocer mejor nuestra historia, nuestra identidad, los aspectos filosóficos y religiosos de nuestra cultura, que nos ayudan a comprender mejor la realidad que nos rodea y el porqué de los acontecimientos. Tenemos tiempo, también, para cultivar el valor del silencio: apartarse, recogerse, explorar nuestro desierto interior y, desde esa soledad íntima, descubrir el enorme potencial que tenemos dentro. 

Hemos de aprovechar esta situación para reforzarnos moral, humana y espiritualmente. Todo esto tiene una explicación que no alcanzamos a entender, pero que debe tener un profundo significado. Es un momento para encontrarnos con nosotros mismos, para rezar, meditar y profundizar.

Cuidado de la naturaleza


Otro aspecto de la paralización es la limpieza del medio ambiente. En un mes, la polución ha bajado un 30 %. La naturaleza ruge y tiene sus leyes, el planeta grita, pero la vida saldrá adelante porque así está concebida. La crisis sanitaria nos hará pensar en el cuidado de la tierra, el agua, el aire que respiramos. Todos hemos de contribuir a la salud del medio ambiente, que tenemos que cuidar y custodiar. 

Es verdad que el estado de alarma va a provocar una recesión económica grave, pero estamos tan dependientes de un consumismo frenético y tecnológico que, al final, nos quita la salud y el tiempo. Aprendamos a no hacer tantas cosas y a gastar menos. Esta es una ocasión para dar valor a lo que se es, por encima de lo que se tiene.

Valorar la ternura


Quizás lo más doloroso para muchos será la restricción de los espacios de afecto para evitar y combatir el contagio. Muchas personas, estando sanas, no valoran lo bastante la mirada, el abrazo, la comunicación de corazón a corazón, el tiempo para la intimidad. Hacen dejación de este compromiso para fortalecer los vínculos familiares y conyugales. Ahora, el temor al contagio hará que se valoren mucho más las manifestaciones de afecto y los espacios de ternura.

Todo esto me lleva a otra reflexión. ¿Damos el suficiente valor a la delicadeza, a la cordialidad, a la amabilidad, al respeto por aquellos que son cruciales en nuestra vida y en nuestro crecimiento humano?

Cuando por roces e incomprensiones todo se descuida, y se deja de mimar las relaciones, estamos incubando otro tipo de virus letal. La indiferencia, la apatía, el mutismo, la distancia, ignorar al otro es una pandemia que causa mucho daño y que se propaga por las familias a gran velocidad. Cuántos matrimonios están en la UCI porque fallaron en su momento las defensas del amor. Hoy, quizás muchos están añorando un abrazo, un beso, un apretón de manos que por culpa de este virus no pueden recibir. Pero es una gran oportunidad para que, una vez se recuperen, vuelvan a encontrarse, a abrazarse, a fundirse para activar el fuego del amor. El ser humano necesita de la energía amorosa, y aunque en muchas personas se haya apagado la pasión, quizás todavía quedan pequeñas brasas que pueden volver a encenderse con el soplo de una nueva esperanza. El fuego que un día se apagó puede volver a eclosionar.

El mejor antivirus


No todo está perdido, por mucho pánico que genere la enfermedad. El ser humano tiene dentro un arsenal de amor y solidaridad, como lo estamos viendo en el mundo sanitario estos días. Médicos, enfermeras, celadores, y muchos otros están dándolo todo. Sólo unidos y solidarios podremos combatir la pandemia. No minusvaloremos esos miles de corazones latiendo al unísono. El cosmos tiembla ante tanta generosidad.

No olvidemos que una bondad globalizada es el mejor antivirus que existe: dejar de ver al otro como un ser lejano y convertirlo en hermano es el mejor antídoto o vacuna contra todo tipo de virus. Esta es la mayor fuerza que nos ha dado el Creador.

domingo, 8 de marzo de 2020

Dejadme ser yo


La adolescencia, un estallido


Esta semana he tenido la oportunidad de hablar con algunos adolescentes. Son jóvenes que están iniciando el camino hacia su madurez y se encuentran en una etapa muy compleja. Quieren ser adultos, pero todavía viven situaciones que reflejan una identidad insegura. Les cuesta expresar lo que quieren, sus hormonas están explotando y los sentimientos salen a borbotones de su corazón. Reaccionan con visceralidad ante las cosas y en ellos se suceden a toda velocidad una serie de emociones contradictorias. Abren sus mentes y quieren experimentar. Están descubriendo el valor de la amistad, empiezan a sentir el hormigueo de la sexualidad y quieren tener vínculos afectivos. Desean volcar su corazón en una primera experiencia del amor y se enamoran con una intensidad tal que parece que les falta el aire. Los amigos son cruciales, el compañerismo adquiere una fuerza extraordinaria y es en esta etapa cuando surgen grandes lazos con personas con las que se identifican. Están empezando a descubrir su propia identidad y balbucean, perdidos en un mar de sentimientos.

Viven entre la efervescencia y la inseguridad, entre el temor y la autoafirmación. La vida se les queda corta, quieren vivir a tope y conocer nuevas realidades, pero a menudo se sienten frustrados y miedosos. La amistad que descubren es una realidad bella, pero también se topan con unos condicionantes culturales, familiares, religiosos y morales que actúan como diques de contención para evitar que se precipiten.

El mundo adulto no siempre es un modelo


La falta de educación es peligrosa, pero una educación excesivamente rígida puede comprometer su crecimiento y su proceso de maduración. El adolescente puede sentirse coartado e incluso manipulado por ciertas imposiciones sociales y religiosas que caen como una losa en su vida.

Entre educación y manipulación hay una delgada línea. La sociedad y la familia proponen modelos que pueden ser cuestionados por los jóvenes. ¿Por qué? Porque el mundo adulto no siempre les convence. Puede pecar de un excesivo materialismo, dando un culto exagerado a la buena posición económica o al prestigio social. La sociedad es víctima de una cultura del tener y del aparentar lo que no eres. Los adultos también pueden mostrarse incoherentes ante los jóvenes: dicen unas cosas y hacen otras, y esta contradicción los confunde. El trabajo es vivido como una esclavitud aceptada para poder ganar dinero, y no tanto como una experiencia enriquecedora. Los adultos viven inmersos entre un consumismo patológico y una falta de valores referentes y esto hace que el adolescente se pierda y busque alternativas. A veces se sumerge en un submundo que lo aleja de lo que es políticamente correcto. Su ansia de libertad choca de frente con un mundo lleno de problemas, ambiciones y conflictos. Y aunque el adolescente está pasando por un proceso de crisálida, antes de convertirse en mariposa que pueda volar, su instinto es más fuerte que todos estos factores sociales que le proponen.

Este proceso interior entraña mucho dolor. Está a punto de convertirse en un adulto que se incorpora a la sociedad, bien establecida con sus normas más o menos rígidas y que no siempre responden a una concepción de la vida sana y positiva. La educación nos modela para que seamos sujetos consumidores y nos pleguemos a los valores que se imponen.

Educar y crecer


Educar es hacer florecer al otro en su máxima potencia, ayudándole a que cada día sea más él mismo. Es decir, que pueda desplegar todas sus posibilidades como persona en cualquier ámbito, ya sea social, cultural, artístico u otro. Educar es ayudarle a descubrir lo que puede llegar a ser, canalizando todos sus deseos de saber, conocer y experimentar, permitiéndole que incluso pruebe, se equivoque y fracase. En esto consiste la madurez: en crecer, aun pagando el precio del dolor. Pero los adultos queremos clonar al adolescente, queremos que piense y haga lo que piensan y hacen sus padres, sus tutores o la sociedad que lo rodea. La escuela cae en el viejo riesgo de no educar, sino de modelar según ciertas ideas y forma de hacer. Así es como puede llegar a truncar el proceso natural de crecimiento. Una educación así es un ataque a la libertad y, sobre todo, está impidiendo que el joven salte de su infancia hacia la adultez. Es verdad que la adolescencia es una etapa crítica, pero debe pasarla.

Para los padres y educadores lidiar con estos muchachos no es tarea fácil. Los cambios físicos, psicológicos y sociales que sufre el adolescente le hacen difícil acoplar sus múltiples realidades: un cuerpo sometido a una fuerte explosión hormonal, una psicología frágil, problemas de identidad y un cerebro cuyas neuronas están al tope de su capacidad. 

Escuchar con delicadeza


Después de mis conversaciones con los adolescentes, la conclusión a la que llego es que nos están pidiendo a gritos, a los adultos, que los dejemos ser ellos. Una fuerza irresistible los lanza al misterio de su identidad. En esos momentos está en juego su futuro. Si en esta etapa los adultos no saben estar en su lugar, pueden causarles un profundo daño, a veces irreversible.

Los padres quieren lo mejor para sus hijos, pero hay que preguntarse si lo que creen mejor para ellos es realmente lo mejor para los hijos. No lo sabrán si no tienen la paciencia y el cariño suficiente para escucharles, dejar que se expresen y hablen libremente. El adolescente, aunque no lo parezca, sabe muy bien lo que quiere. Sabe distinguir las diferentes propuestas que le vienen del exterior. Para descubrir la música interior del joven hay que estar muy atentos, escuchar sin prisa, con dulzura. Sólo así él abrirá su corazón. Si no es así, nunca lo hará.

Los adolescentes saben mirar a los ojos de los adultos y descubrir cuál es la intención de los padres. Están entrando en un mundo desconocido y es normal que a veces se vuelvan introvertidos, por eso hemos de ser extremadamente delicados en esta etapa. Los padres se la juegan. De cómo aborden la situación dependerá el futuro de la propia relación familiar. Una excesiva exigencia que doblegue la voluntad del joven puede provocar una grave ruptura, y de esto puede derivar una búsqueda de paraísos falsos, que le lleven a experiencias límite para salir del sufrimiento: droga, alcohol, sexo, velocidad…, buscando una pseudo-felicidad que lo esclavizará y lo hará dependiente de narcóticos, pornografía u otras cosas. La adolescencia es una etapa muy crítica. Si no se les sabe acompañar, es peligroso.

Dejad que sea yo


No hay que tener miedo a dejarles que sean ellos. Si en su entorno, en su familia, se crea un clima amable, respetuoso y dialogante, amoroso, siempre atento para descubrir qué motiva al otro, de acogida y de comprensión frente a sus fallos, el joven tendrá la total certeza de que los padres lo quieren, lo respetan y, sobre todo, lo ayudan, por muy lejos que esté de lo que ellos quieren.

Una buena señal será la alegría, la serenidad y la responsabilidad del joven. Si es así, nada hay que temer, aunque sueñe ir a la Luna. El resto lo harán la vida, su madurez, los amigos y unos buenos referentes. No tengamos miedo a la libertad de nuestros jóvenes. Se merecen nuestra confianza. Nosotros hemos de ser plataforma de lanzamiento hacia su adultez, una conquista del mundo que empieza por descubrirse a sí mismos y termina en dar a la sociedad lo mejor de ellos mismos.

Vale la pena la apuesta. El futuro está en sus manos. Hagamos que se sientan profundamente amados, esta será la clave del éxito.