La adolescencia, un estallido
Esta semana he tenido la oportunidad de hablar con algunos
adolescentes. Son jóvenes que están iniciando el camino hacia su madurez y se
encuentran en una etapa muy compleja. Quieren ser adultos, pero todavía viven
situaciones que reflejan una identidad insegura. Les cuesta expresar lo que
quieren, sus hormonas están explotando y los sentimientos salen a borbotones de
su corazón. Reaccionan con visceralidad ante las cosas y en ellos se suceden a
toda velocidad una serie de emociones contradictorias. Abren sus mentes y
quieren experimentar. Están descubriendo el valor de la amistad, empiezan a
sentir el hormigueo de la sexualidad y quieren tener vínculos afectivos. Desean
volcar su corazón en una primera experiencia del amor y se enamoran con una
intensidad tal que parece que les falta el aire. Los amigos son cruciales, el
compañerismo adquiere una fuerza extraordinaria y es en esta etapa cuando
surgen grandes lazos con personas con las que se identifican. Están empezando a
descubrir su propia identidad y balbucean, perdidos en un mar de sentimientos.
Viven entre la efervescencia y la inseguridad, entre el
temor y la autoafirmación. La vida se les queda corta, quieren vivir a tope y conocer
nuevas realidades, pero a menudo se sienten frustrados y miedosos. La amistad
que descubren es una realidad bella, pero también se topan con unos condicionantes
culturales, familiares, religiosos y morales que actúan como diques de
contención para evitar que se precipiten.
El mundo adulto no siempre es un modelo
La falta de educación es peligrosa, pero una educación
excesivamente rígida puede comprometer su crecimiento y su proceso de
maduración. El adolescente puede sentirse coartado e incluso manipulado por
ciertas imposiciones sociales y religiosas que caen como una losa en su vida.
Entre educación y manipulación hay una delgada línea. La
sociedad y la familia proponen modelos que pueden ser cuestionados por los
jóvenes. ¿Por qué? Porque el mundo adulto no siempre les convence. Puede pecar
de un excesivo materialismo, dando un culto exagerado a la buena posición
económica o al prestigio social. La sociedad es víctima de una cultura del
tener y del aparentar lo que no eres. Los adultos también pueden mostrarse
incoherentes ante los jóvenes: dicen unas cosas y hacen otras, y esta
contradicción los confunde. El trabajo es vivido como una esclavitud aceptada
para poder ganar dinero, y no tanto como una experiencia enriquecedora. Los
adultos viven inmersos entre un consumismo patológico y una falta de valores
referentes y esto hace que el adolescente se pierda y busque alternativas. A
veces se sumerge en un submundo que lo aleja de lo que es políticamente
correcto. Su ansia de libertad choca de frente con un mundo lleno de problemas,
ambiciones y conflictos. Y aunque el adolescente está pasando por un proceso de
crisálida, antes de convertirse en mariposa que pueda volar, su instinto es más
fuerte que todos estos factores sociales que le proponen.
Este proceso interior entraña mucho dolor. Está a punto de
convertirse en un adulto que se incorpora a la sociedad, bien establecida con
sus normas más o menos rígidas y que no siempre responden a una concepción de
la vida sana y positiva. La educación nos modela para que seamos sujetos
consumidores y nos pleguemos a los valores que se imponen.
Educar y crecer
Educar es hacer florecer al otro en su máxima potencia,
ayudándole a que cada día sea más él mismo. Es decir, que pueda desplegar todas
sus posibilidades como persona en cualquier ámbito, ya sea social, cultural,
artístico u otro. Educar es ayudarle a descubrir lo que puede llegar a ser,
canalizando todos sus deseos de saber, conocer y experimentar, permitiéndole
que incluso pruebe, se equivoque y fracase. En esto consiste la madurez: en crecer,
aun pagando el precio del dolor. Pero los adultos queremos clonar al
adolescente, queremos que piense y haga lo que piensan y hacen sus padres, sus
tutores o la sociedad que lo rodea. La escuela cae en el viejo riesgo de no
educar, sino de modelar según ciertas ideas y forma de hacer. Así es como puede
llegar a truncar el proceso natural de crecimiento. Una educación así es un
ataque a la libertad y, sobre todo, está impidiendo que el joven salte de su
infancia hacia la adultez. Es verdad que la adolescencia es una etapa crítica,
pero debe pasarla.
Para los padres y educadores lidiar con estos muchachos no
es tarea fácil. Los cambios físicos, psicológicos y sociales que sufre el
adolescente le hacen difícil acoplar sus múltiples realidades: un cuerpo sometido
a una fuerte explosión hormonal, una psicología frágil, problemas de identidad
y un cerebro cuyas neuronas están al tope de su capacidad.
Escuchar con delicadeza
Después de mis conversaciones con los adolescentes, la
conclusión a la que llego es que nos están pidiendo a gritos, a los adultos,
que los dejemos ser ellos. Una fuerza irresistible los lanza al misterio de su
identidad. En esos momentos está en juego su futuro. Si en esta etapa los
adultos no saben estar en su lugar, pueden causarles un profundo daño, a veces
irreversible.
Los padres quieren lo mejor para sus hijos, pero hay que
preguntarse si lo que creen mejor para ellos es realmente lo mejor para los
hijos. No lo sabrán si no tienen la paciencia y el cariño suficiente para
escucharles, dejar que se expresen y hablen libremente. El adolescente, aunque
no lo parezca, sabe muy bien lo que quiere. Sabe distinguir las diferentes
propuestas que le vienen del exterior. Para descubrir la música interior del
joven hay que estar muy atentos, escuchar sin prisa, con dulzura. Sólo así él
abrirá su corazón. Si no es así, nunca lo hará.
Los adolescentes saben mirar a los ojos de los adultos y
descubrir cuál es la intención de los padres. Están entrando en un mundo
desconocido y es normal que a veces se vuelvan introvertidos, por eso hemos de
ser extremadamente delicados en esta etapa. Los padres se la juegan. De cómo
aborden la situación dependerá el futuro de la propia relación familiar. Una
excesiva exigencia que doblegue la voluntad del joven puede provocar una grave
ruptura, y de esto puede derivar una búsqueda de paraísos falsos, que le lleven
a experiencias límite para salir del sufrimiento: droga, alcohol, sexo,
velocidad…, buscando una pseudo-felicidad que lo esclavizará y lo hará
dependiente de narcóticos, pornografía u otras cosas. La adolescencia es una
etapa muy crítica. Si no se les sabe acompañar, es peligroso.
Dejad que sea yo
No hay que tener miedo a dejarles que sean ellos. Si en su
entorno, en su familia, se crea un clima amable, respetuoso y dialogante,
amoroso, siempre atento para descubrir qué motiva al otro, de acogida y de
comprensión frente a sus fallos, el joven tendrá la total certeza de que los
padres lo quieren, lo respetan y, sobre todo, lo ayudan, por muy lejos que esté
de lo que ellos quieren.
Una buena señal será la alegría, la serenidad y la
responsabilidad del joven. Si es así, nada hay que temer, aunque sueñe ir a la
Luna. El resto lo harán la vida, su madurez, los amigos y unos buenos
referentes. No tengamos miedo a la libertad de nuestros jóvenes. Se merecen
nuestra confianza. Nosotros hemos de ser plataforma de lanzamiento hacia su adultez,
una conquista del mundo que empieza por descubrirse a sí mismos y termina en dar
a la sociedad lo mejor de ellos mismos.
Vale la pena la apuesta. El futuro está en sus manos.
Hagamos que se sientan profundamente amados, esta será la clave del éxito.