La educación es un servicio
Nuestra comprensión de la realidad y de la persona marca un
talante a la hora de educar. Esta tarea tan necesaria y tan sumamente delicada
ha de suponer una renuncia al poder. Educar implica un profundo respeto a la
libertad de la otra persona y evitar todo intento de clonarla o modelarla según
nuestras propias ideas.
Educar es una tarea compleja y difícil. De entrada, todos
estamos siendo constantemente educados unos por otros, porque la persona no se
completa sin un proceso progresivo que la ayuda a crecer y a madurar en su
trato con los demás. Hemos de tener en cuenta que podemos estar educando
sabiendo que también nosotros necesitamos ser educados y, por tanto, hemos de
vigilar de no ponernos en una posición de autosuficiencia ante el educando.
Para educar se requiere ser humilde y respetuoso, y es necesario conocer al
otro y descubrir sus valores para poder potenciarlos. A veces, cuando se educa,
nos fijamos más en las lagunas y en los defectos que en sus talentos y
capacidades. No se trata de corregir al otro según mis criterios, sino de
hacerlo crecer según sus inquietudes, talentos, experiencias y opciones. Educar
es ayudar a sacar de adentro afuera lo que define a cada persona, que nace con
el deseo vital de realizarse. Su identidad única e irrepetible la hace ser digna
de todo respeto.
Riesgos del que educa
Educar conlleva riesgos, algunos son muy grandes y conviene
evitarlos para no caer en lo contrario de lo que significa la educación.
Educar no es manipular, utilizar, doblegar, adoctrinar
ideológicamente ni modelar a la otra persona según unas ideas. El concepto
educar a veces se puede confundir con ese celo desmesurado por “salvar” al
otro, ya que podemos considerar que, según nuestra convicción, está errado o
“perdido”. Es muy fácil resbalar por ese sentimiento de exigencia salvífica.
Aquí es donde hay que ser muy honesto, porque el que sea diferente o tenga
otros códigos para captar la realidad no significa que tengamos que cambiarlo
para que vuelva “al redil”, según los paradigmas culturales que se han impuesto
en la sociedad y en las familias. Especialmente tienen un mayor riesgo las
instituciones en las que ponemos nuestra confianza. De entrada, suponemos que
no tienen otra razón de ser que servir a la sociedad. El problema es cuando las
instituciones de todo tipo, políticas, sociales, cívicas, deportivas, incluso
religiosas, utilizan el instrumento del poder para imponer ideas, criterios y
formas de hacer. Para ello pueden valerse de la coacción y el miedo al castigo.
Pero hoy, la forma más frecuente de manipulación es el uso de resortes
psicológicos y emocionales que manipulan a la persona e influyen en ella de
forma inconsciente, condicionando el ejercicio de su libertad.
Cualquier persona que se sienta por encima de los demás, ya
sea por su formación intelectual o moral, por su experiencia o por su
autoridad; cualquier persona que se convierta en un referente moral, educativo o
religioso debe ir con especial cuidado. No puede aprovecharse de su rango y
reconocimiento para saltarse una ley básica de la educación: la libertad.
Influenciar al otro según nuestra cosmovisión es manipularlo sutilmente y
someterlo a nuestro arbitrio. En el fondo, estamos aniquilando su yo más
profundo, convirtiéndolo en un sujeto a merced del supuesto educador, que alega
que todo lo hace por su bien.
Libertad y bondad, imprescindibles
Bondad y libertad van unidas, igual que la maldad va unida a
la esclavitud. El sometimiento y la influencia, por tanto, nunca pueden ser
buenos, aunque se disfracen de humanitarismo.
Educar significa sanear nuestros sentimientos e intenciones.
Cuando el alumno brilla o destaca por algún motivo, existe otro riesgo, que es
la aparición de los celos por parte del maestro. Compararse o sentirse menos
que el otro puede disparar un mecanismo de sumisión y manipulación para
conservar la superioridad sobre él. De este modo, el enseñante se ve atrapado
en un bucle de sentimientos paradójicos: el deseo de servir y el deseo de
mantener su estatus superior. Si no lo resuelve, puede proyectar su frustración
en el otro e impedirle crecer. Esto suele traducirse en una exigencia rayando
la violencia. Cuando el educando propone algo distinto, muestra iniciativa
propia o incluso discute al maestro, este puede reaccionar perdiendo su
autodominio y llegando a la ira o a la humillación del otro porque no puede
controlar la situación.
Para educar tenemos que situarnos entre una exigencia
razonable y la ternura; entre la autoridad y la libertad. Es necesario respetar
la frontera entre el tú y el yo. Educar no es moldear, como se hace con una
obra escultórica; es dejar florecer al otro según su música interior. No
podemos interferir ni hacer injerencia en su conciencia. Hay que potenciar su
yo más genuino. Educar es mostrar, indicar, señalar, acompañar al otro para que
sea lo que quiere ser. Este acompañamiento respetuoso le enseñará a compartir
lo que ha aprendido y su riqueza interior con las personas que le rodean:
familia, amigos, entorno, sociedad… Porque uno no crece ni se realiza si no es para
los demás y con los demás.
Cuántos conflictos se evitarían, cuántos recelos y problemas
en las familias, en las escuelas, en las universidades y en las comunidades
religiosas y movimientos, si aprendiésemos a aceptar al otro y a alegrarnos por
su manera de ser. La educación tiene que partir de aquí: abrazar al otro tal
como es y su realidad. Sólo así le ayudaremos a volar hacia el destino que anhela.