domingo, 27 de diciembre de 2015

La aparente fragilidad de la morera

El día empieza a clarear. Son las seis de la mañana. Los pájaros revolotean con vigor en las copas de las acacias, como si anunciaran el amanecer. Un concierto de trinos y agitarse de hojas resuena entre las ramas de los árboles mientras despunta el día y las sombras de la noche van dando paso a la tenue claridad celeste. Las siluetas de las casas y edificios del entorno se van perfilando cada vez más. Estoy asistiendo al parto del nuevo día.

El amanecer se desliza con suavidad hasta que todo queda envuelto en luz y la belleza estalla por todas partes. Cada mañana es un canto al Creador, ningún cuadro puede semejarse a esta escena diaria, por muy geniales que sean las manos del pintor. Dios es un artista insuperable que pinta un cuadro vivo para que descubramos el hábitat que ha dispuesto para nosotros. Su deseo es que disfrutemos del paraíso de la creación, donde el ser humano es el culmen.

Cada día amanece con una música diferente, que conmueve y ensancha el corazón. El silencio matinal invita a saborear el regalo de un nuevo día, su textura, su sonido, su color. En la gelidez, bajo la luz plateada de la mañana, el aire huele a inmortalidad.

Camino hacia la morera del patio y me sobrecoge verla completamente desnuda. El copudo árbol ha dejado atrás su hermoso vestido dorado. Sus ramas se elevan hacia el cielo. El frío las envuelve y el árbol parece muerto, o inmerso en un profundo sueño. Yace aletargado, expuesto a merced del invierno. Frío, lluvia, nieve y humedad lo azotarán, calando hasta sus raíces. Pero allí está, erguido, fuerte en su aparente fragilidad, esperando que, unos meses más adelante, los rayos primaverales vuelvan a acariciar sus ramas.

Me acerco más, toco su tronco y casi puedo percibir su latido lento y sostenido.

Ahora, en este tiempo, no nos puedes dar sombra, brisa y color pero nos das, en tu silencio, una compañía dulce y la belleza de tus ramas desnudas. Hoy nos das algo más profundo: el regalo que tienes adentro, en tus entrañas. Tras la desnudez puedo atisbar la fuerza que late dormida bajo tu piel rugosa, esa capacidad de contenerte para luego explotar y dar más vida. Así eres, morera.

Hoy, un día frío de diciembre, te muestras tal como eres, fuerte y frágil, tan bella desnuda como vestida. Ya no das sombra con tus hojas, pero dejas transparentarse el cielo entre tus ramas. Un día tus hojas volverán a crecer y susurrarán el mensaje de la brisa.

El árbol desnudo lleva en sí la promesa de una fidelidad puesta a prueba por las dificultades. Espera, latente, el momento de volver a vestirse de hojas verdes. Es necesario este periodo de letargo para renacer con más fuerza.

Las estaciones vitales


Al igual que las estaciones del año cambian la naturaleza, también los procesos de crecimiento en el ser humano implican diferentes etapas que sí o sí tenemos que pasar. Por muy maduros que nos sintamos, el corazón, la mente y el cerebro están sujetos a cambios emocionales y sicológicos. En el camino hacia la madurez plena atravesamos diferentes momentos. Nuestra naturaleza humana es limitada: no somos dioses ni inmortales, topamos con nuestros límites continuamente y saberlo asumir y abrazar sin angustia nos da una perspectiva más amplia para poder entender los límites de los demás.

Vernos vulnerables nos hace ser comprensivos con la vulnerabilidad de los otros. Más allá de superarnos a golpe de voluntad, necesitamos aceptar que hemos de aprender de nuestros propios límites. En el conjunto de nuestra realidad hemos de descubrir que también hay belleza en nuestra desnudez interior, como le sucede a la morera despojada de sus hojas: el conjunto del patio no sería lo mismo sin ella, que aporta un toque único y especial.

Descubrir nuestros límites en el fondo es exponernos como se expone la morera al invierno. Descubrir la grandeza y la belleza de su desnudez tiene un sentido: somos parte de la naturaleza y nuestros procesos internos expresan nuestra riqueza humana. La morera puede dar la impresión de estar muerta o dormida, pero es necesario que pase por esa etapa.

Para nosotros también es necesario que haya inviernos. Podemos sentirnos poca cosa, podemos sentir que nuestra alma languidece, que el corazón se nos seca y que nos exponemos a los demás con nuestras contradicciones y debilidades. Sentimos que nuestro oxígeno vital se reduce y que muchas veces no podemos controlar nuestra realidad, y esto nos hace vulnerables.

Hoy contemplo la belleza desnuda de la morera y veo que sus ramas delgadas dibujan la forma de un corazón abierto hacia el cielo. Ese corazón no está muerto: llegará un día en que su potencia contenida hará resucitar al árbol.

Todos somos así: tenemos adentro la vitalidad del Creador que nos puede resucitar y hacer salir de nuestras muertes interiores. Aunque se nos vea sin vida, tenemos una fuerza inusitada que, si nos mantenemos fieles a nosotros mismos, a esa singularidad que Dios nos ha dado, un día nos permitirá florecer en una primavera existencial.

Hemos de aprender a aceptar nuestras estaciones emocionales y espirituales y abrir el corazón a la trascendencia. De esta manera, el invierno de nuestra vida precederá al estallido de nuestra plenitud. 

domingo, 20 de diciembre de 2015

Nadando en el corazón de Dios

En el cambio estacional hacia el invierno el azul del cielo se apaga antes. La oscuridad nos invita a recogernos, como si el silencio tuviera prisa por entrar en el corazón. La tarde ya es noche y nos llama a parar y a adentrarnos en el pozo interior de nuestra existencia.

Pero a nuestro alrededor las luces de las farolas irrumpen con fuerza alargando nuestro ritmo vertiginoso. El frenesí de una vida hiperconectada prolonga el día, ignorando los ciclos de la naturaleza. Así nos va vaciando hasta dejarnos anoréxicos emocional y espiritualmente. Un vacío interior se va apoderando de nuestro vigor hasta dejarnos en el esqueleto de nuestra existencia, con la sensación de que el oxígeno vital se nos agota. El progreso tecnológico y científico no siempre significa progreso interior y espiritual. El culto excesivo al mundo digital lleva a la fragmentación de nuestra identidad; la evolución social nos desarraiga de nuestro yo para convertirnos en seres flotantes, sin rumbo, perdidos en nuestro propio laberinto.

Cuando cae la noche el silencio empieza a susurrarme al oído. Me invita poco a poco a frenar, a detener la inercia de mi trabajo. El silencio me seduce con su melodía suave hasta que, con el paso de las horas, todo se desacelera y entro en una fase de quietud y calma.

El silencio me va penetrando por los poros. Nada daña mis sentidos. El silencio todo lo matiza y lo embellece, dando más intensidad a cuanto veo y siento. En la penumbra, sin ruidos, todo cobra otra dimensión. Los sentidos se agudizan. Hay menos luces, menos sonidos, menos cosas que tocar… En el silencio la realidad tiene otro gusto.

Cuando las aguas del corazón se aquietan, me sumerjo en un mar infinito con sabor a trascendencia. Nado hacia el interior de algo muy grande: un corazón infinitamente misericordioso. Chapoteo en los brazos amorosos de Dios.

El bienestar invade mi alma. Un latido empuja las olas de este océano interior. Como un bebé en brazos de su madre, sereno, abandonado, en paz, soy mirado, contemplado, mecido con inmenso amor.

El silencio ha sido el trampolín para lanzarme al interior del corazón de Dios. Sentimientos de gratitud me llenan y dan un sentido pleno a esta experiencia. Dios juega con su criatura, feliz, y ambos nos aventuramos en una comunión plena. El Grande se hace pequeño y el pequeño se hace grande. Lo divino se humaniza y lo humano, metido en el corazón de Dios, ensancha su alma y se funde con él. Nos convertimos en uno solo.

En esos momentos de intimidad profunda pregusto ya el sabor del cielo. Desde el silencio más íntimo, empiezo a rozar la eternidad.

El corazón queda arrebatado ante tanto gozo divino. El aire que respiro es el aire de Dios. Estoy y no estoy. Una luz interior me atrae poderosamente. Tocar a Dios: Dios está en mí, y fuera de mí, todo a mi alrededor huele a Dios. Una dulce quietud desconocida se apodera de mí. En soledad, en silencio, me dejo llevar hasta el misterio. Es tanta la belleza y el gozo que siento que mi corazón se sobrecoge. Me hago más consciente de que ser, vivir, sentir, amar, todo es un regalo que Dios nos hace para que nuestra vida tenga un sentido trascendente.

Cada cristiano, desde su vocación laica o sacerdotal, está llamado a vivir una vida íntima con Dios. Nuestra vocación de servicio a los demás, cuanto más arraigada esté en la mística, más plena y fecunda será.

No olvidemos nunca nuestra cita diaria con el Amigo que nos invita a salir del tiempo y a descubrir los tesoros de su corazón. Dios es tan cercano como misterioso. Su corazón es insondable como las profundidades del océano, en cada recoveco encontramos hermosas perlas que revelan su gloria. Cuando buceamos en él, un chorro de gracia nos invade y una cascada de secretos amorosos se nos desvela. Dios se hace transparente y nos invita a entrar en su tiempo, allí donde el reloj se detiene porque todo es eterno.

Al regresar a la orilla, tengo la impresión de que solo ha pasado un instante. En realidad, ha pasado mucho tiempo, pero las horas se han condensado. No hice nada, permanecí inmóvil, con los ojos cerrados. Blindado para que nada ni nadie interrumpiera la delicia de ese encuentro. Una vez más, Dios me ha permitido llegar a la cumbre de su monte y saborear los placeres de su banquete.

domingo, 6 de diciembre de 2015

La mística de una bella anciana

Camino de los ochenta años, vive la última etapa de su vida plena, serena y abandonada, con una paz inquebrantable. Cada día abraza la realidad y contempla su vida de manera trascendida. Pese a sus dolores y achaques tiene una fuerte certeza: el encuentro con su Creador. Maestra, madre, esposa y viuda de vocación, vive ya con la mirada puesta en el cielo. Mantiene su piel fina y se muestra elegante y exquisita en el trato. Su conversación desvela poco a poco los profundos secretos de su corazón. La belleza de su interior se transluce en su rostro y va más allá de lo físico: su elegancia espiritual expresa la hondura y el sólido fundamento de sus valores. Los leves surcos de su frente esconden una intensa experiencia vital.

Vivió una viudez temprana, con un duelo sereno y contenido. Ha superado una larga y dolorosa enfermedad con paciencia y una absoluta confianza en Dios. Reconoce que ha atravesado amargas noches oscuras, llenas de sufrimiento. Pero ahí estaba, fuerte en su fragilidad.

Mujer de profundas convicciones, toda ella es hermosa. Sus ojos, su semblante, su sonrisa, sus palabras, sus gestos de caridad hacia otros enfermos, la elegancia y el gusto de sus vestidos. Es un alma bella, limpia, dulce, amorosa y tierna, de una exquisita espiritualidad.

Recientemente me comentaba que ha amado mucho a los suyos, con todos sus errores, pero que con los años ha descubierto que nada hay igual que un amor sublime: el amor a Dios. Siente en él un gozo que culmina todo amor humano; por muy bello e intenso que este haya sido, no es nada comparable al éxtasis de un amor que no tiene barreras, que todo lo eleva y lo plenifica. Toda ella ya es para Dios.

Su finura y su capacidad de penetrar en los corazones de los demás la hacen vivir una experiencia mística en su ancianidad. Percibo en ella que respira, huele, ve y toca a Dios como una realidad cotidiana, tan misteriosa y tan cercana a la vez, tan visible y tan invisible, tan cerca y tan lejos, tan íntima como inabarcable, tan tocable como intangible, tan presente como ausente.

Su alma no deja de rezar, con la total certeza de que incluso la aparente ausencia de Dios es presencia absoluta. Y pese a las enormes cargas familiares que soporta a su edad, tiene la frescura del rocío al amanecer. Delicada como una flor, fuerte en sus convicciones, así es como desafía el progresivo desgaste del tiempo y de su enfermedad. En su corazón aún vive la niña que nunca abandonó, la joven que se ha mantenido viva, la adulta que nunca se resquebrajó por la fuerza de su amor, que ha sido capaz de abrirse a la niña interior que tenía dentro. Ahora las tres convergen en una anciana de singular atractivo que encara la etapa más bella de su vida: la espera con dulce impaciencia de la fusión última con su Amado.

Con esperanza serena se prepara para el salto definitivo mientras saborea la brisa que va anticipando ese encuentro. Y mientras tanto, deja que el brillo de ese gran Amor poco a poco la vaya transformando, deslizándose en sus momentos de oración íntima, donde puede sintonizar con él.

En esto consiste la mística de la ancianidad: en seducir al Amor de los amores hasta las puertas de la eternidad. Una historia vibrante, llena de luz, que termina en el umbral del corazón de Dios. 

domingo, 29 de noviembre de 2015

Atrapadas en las emociones

Anhelo de amor


El ser humano anhela, en lo más profundo de su corazón, ser amado. El hombre crece y se desarrolla cuando se abre al otro. El tú ensancha el horizonte del yo. La búsqueda del amor lo llevará a elevarse sobre sí mismo y a descubrir la grandeza y la belleza de un corazón capaz de darlo todo por el otro.

El amor es el pasaje hacia una aventura desconocida y apasionante. Desde nuestra concepción, este deseo innato va creciendo en la adolescencia y culmina en la adultez. El hombre no se entendería sin esa llamada primigenia, inscrita en su mismo ADN.

La comunicación, el afecto, la ternura, el juego, una mirada cómplice… todo forma parte de ese deseo tan profundo. El hombre, sin los demás, se convierte en un náufrago de la existencia, perdido en una isla llamada soledad. De ahí la necesidad de lanzarse en busca de un amor que dé sentido a su vida. Así está soñado y pensado por el Creador.

Tan fuerte es el deseo de ser amado que todo gira en torno a esta apertura. El amor es el valor que configura el trabajo, los sueños, los proyectos…. Todo queda matizado y definido a partir del encuentro con la persona con la que se quiere compartir algo más que tiempo y cosas: la propia vida. Cuando se produce este encuentro, todo cuanto se hace surge de una profunda comunión con el otro. No se pierde la identidad, al contrario: el amor amplía el horizonte de la libertad. Compartir no reduce al otro, sino que lo eleva y lo potencia a medida que la unión se hace más intensa.

Esclavitud disfrazada


Estoy definiendo lo que sería una relación armónica, libre y equilibrada, con madurez y responsabilidad. Pero en la realidad, no todas las relaciones son bellas y plenas. Algunas acaban convirtiéndose en una tragedia. Hay relaciones tóxicas, dependientes, enfermizas, que poco a poco van degradando a la persona hasta reducir su libertad y su capacidad para discernir con claridad. Atrapadas en un laberinto emocional, sin fundamentos sólidos, las personas que viven este tipo de relación son incapaces para decidir con lucidez. Incluso llegan a manipular el lenguaje y a jugar con las emociones para autoengañarse. Cuando se genera una adicción patológica hacia otra persona, se puede llegar a renunciar a uno mismo. Débil y sin fuerza, la persona sometida confunde la realidad con sus ilusiones utópicas e irracionales, y se aferra a ellas porque la mantienen viva sobre un frágil hilo.

Poco a poco se va arrastrando por una vida dolorosa donde el sol se ha nublado y los días se suceden en la sombra. Perdida y sin rumbo, se acerca a un precipicio sin fondo. Su corazón se asfixia, falto de oxígeno y amor. Corre hacia la nada mientras es relación va minando su fuerza vital.

¿Cómo romper estas cadenas?

Mírate a los ojos


Es necesario poner distancia a las emociones y racionalizarlas. Un ejercicio de sinceridad es mirarse a los ojos, ante un espejo, y preguntarse: ¿Qué estoy haciendo?

Mírate y pregúntate. ¿Eres feliz? Tu compañero o compañera ¿quiere lo que tú quieres? ¿Te ama por lo que eres?

Da vértigo hacerse esas preguntas cuando la adicción es muy fuerte y patológica. Pero es tu única salvación. Hay vida fuera de ti y fuera de él. El mundo no se agota en vuestra relación enfermiza. Ten la osadía de mirarte a los ojos y atreverte a asumir lo que ves en ellos.

Quizás entonces veas a una niña que no cesa de llorar. Fija un minuto tu mirada y sé valiente. Tus ojos no te engañan. Tu mente no para de engañarte, tu corazón se hace cómplice de tu miedo. Pero tus ojos no te mentirán. Son la ventana de tu alma, ese lugar que forma parte de tu realidad más esencial. Es lo que eres tú por excelencia: no renuncies a ti, ni a tu libertad, ni a tu vida.

Es verdad que perderás algo: una adherencia emocional que te esclaviza, quitándote la alegría y la libertad. No tengas miedo. Atrévete a ser feliz. Que nadie te quite lo más sagrado: la capacidad para decidir libremente. Recupérala.

Atrévete


Quizás te quedes sin aliento durante unos instantes, pero luego tu capacidad torácica se ensanchará más que nunca y volverás a descubrir la gran persona que eres. Aprenderás a hacerte respetar. No todo vale en las relaciones y no todas las relaciones valen. Atrévete a cruzar al otro lado del abismo. Al otro lado hay alguien que te quiere de verdad y te ayudará a sanar tus heridas.

Confía en ti y en tus amigos: ellos quieren tu bien y tu alegría. No importa el tiempo que necesites: el veneno del pseudoamor cuesta de sacar, porque es doloroso. Es un dardo clavado que, aunque te duele y te desangra, en su momento lo quisiste y ahora forma parte de ti. Es necesario sacar ese aguijón para que puedas recuperar tu salud emocional. Solo así el corazón podrá repararse y encontrará la calma para empezar de nuevo y poder amar de verdad.

Descubrirás que el silencio es necesario para discernir dónde estás y hacia dónde te quieres dirigir. Nunca olvides de preguntar a tu corazón y de mirarte a los ojos en el espejo. Y no te alejes de la sombra cálida de los amigos que tan solo desean tu bien.

domingo, 22 de noviembre de 2015

El gemido de la morera

El día amanece agitado por el viento. Ráfagas persistentes azotan la morera del patio; su tronco firme aguanta las sacudidas, pero sus ramas se doblan, casi con dolor. Cada latigazo arranca una bandada de hojas que caen sobre el patio. La copa del árbol, de un verde otoñal que palidece, se va desnudando.

La mañana clarea y la morera sufre sin piedad el flagelo del viento. No sé si hablar de dolor, pero cuando escucho el gemido de las ramas no puedo dejar de pensar que todo ser vivo tiene un grado de sensibilidad. Escuchando el lamento del follaje y el silencio de sus raíces he sentido que el árbol es más que tronco, ramas y hojas: es un ser que se ve atormentado en su fragilidad, castigado por las inclemencias del otoño. No he podido frenar un deseo de abrazarla, por su ancho y húmedo tronco. Mi morera inspiradora, que acoge silenciosa tantos anhelos de trascendencia, convirtiendo mi pluma en un canto a la belleza que despliega desde sus raíces escondidas hasta las majestuosas ramas que acarician mi corazón. Bajo ella mi alma se ensancha. Ella hace mi vida más bella.

La miro y veo cómo se mantiene erguida pese al viento arremolinado. Hasta mis oídos llega su gemido constante, como de un parto forzoso en el que se ve obligada a desprenderse de sus hojas. Percibo su resistencia, su lucha interior y su fuerza. Se mantiene en pie, pese a las embestidas.

Cuántas veces el corazón humano se ve sometido a vendavales interiores que sacuden su existencia sin piedad. El viento huracanado de hoy sobre la morera me ha hecho pensar que así somos las personas. Cuanto más enraizados estemos, nada ni nadie tumbará nuestros anhelos y esperanzas. La morera embellece el patio con su copa generosa que nos cubre con su amplia sombra. Cuando sopla una brisa delicada, su frescor acaricia nuestra piel. Hoy, aguantando el fuerte viento, quiere ser leal a su misión de embellecer el paisaje del entorno parroquial. No se rinde; el viento agresivo no la tumba.

Una vez ha pasado la tempestad de viento le he prometido que hoy explicaría a mis amigos su valentía, su hazaña, su logro. Morera, sigue regalándonos tu corazón delicado y a la vez fuerte, que hoy ha luchado como un gladiador. El viento te ha arañado con sus zarpas y dentro de ti algo se ha sacudido, pero sigues viva, aunque con menos hojas, acogiendo a todos aquellos que se acercan a tu resguardo. Siempre te he visto exuberante, ensanchando tu corazón hospitalario, pero hoy te he visto en pleno combate contra las fuerzas del viento. Te he visto pelear como un león protegiendo a sus cachorros. No querías que el viento te arrancara de cuajo ni que te derribara al suelo. Tus gemidos me han llegado al alma. Ahí estabas, aguantando sin doblegarte, firme, de pie. Has ganado una batalla de horas. ¡Cuánto me has enseñado hoy! Si estamos bien anclados en el eje de nuestra vida ni los aguaceros ni los vientos podrán con las fuerzas desconocidas que hay dentro de cada uno. A veces la vida es una lucha que hay que saber afrontar sin perder las raíces más profundas: nuestros valores, aquello en que creemos, los fundamentos sólidos que nos ayudarán a permanecer, a ser fieles a aquello que somos y a nuestra vocación.

Cuando el viento deja de soplar, siento alivio y me tranquilizo. Más tarde, el sol cenital lo cubre todo con su calor. Sus rayos espléndidos acarician las ramas heridas y se posan sobre las hojas caídas. De nuevo, morera, vuelves a lucir tu copa llena de color. Vuelves a estar bella antes de que el invierno te acabe de despojar de tu hermoso vestido. Entonces tus ramas dormirán hasta que vuelva a estallar la primavera.

lunes, 16 de noviembre de 2015

Un día claro de otoño

El nuevo día amanece más tarde. Los rayos de sol son más suaves. Las hojas de los plátanos van cayendo lentamente, alfombrando las calles. Aunque es otoño, la temperatura todavía es cálida. El veranillo de San Martín, previo al duro invierno, ilumina y da color a estos días. Los rayos inclinados del sol derraman un calor más suave, pero el contraste de su luz con el cielo azul y las hojas doradas baña de claridad el paisaje urbano. El mar, las calles, los árboles, las plazas y los edificios… todo se reviste de belleza otoñal en esta mañana tan clara.

La naturaleza se despliega siempre, cantando al Creador. Respiro y doy gracias por tanta hermosura a mi alrededor. Entre el frenesí de los coches y el trasiego de idas y venidas del gentío comienzo una nueva jornada laboral.

A media mañana me voy a tomar una infusión calentita bajo el parasol de una cafetería. El sol ya está alto y empieza a calentar, mientras soplo el vapor que sale de la taza. Tomo un sorbo y alzo la vista para contemplar otro paisaje tan bello como el amanecer. El sol, el mar, la luna y el cielo son maravillosos, pero hay algo inigualable, que es la belleza humana y sus gestos.

Veo a un indigente delante de mí, haciendo muecas a una pequeña china sentada en un carrito. Él, grueso y de tez morena, con movimientos torpes e inseguros, hace bromitas a la niña, que lo observa con cara de sorpresa y termina sonriendo. Se queda extasiada con aquel indigente que la hace reír: entre la niña y el anciano se produce una conexión extraordinaria. Un hombre poco hablador, parco, huidizo, se detiene a hacer el payaso con una criatura. Ella mira, ríe, mueve las manitas. No hay lenguaje articulado en ese diálogo insólito, todo son gestos, miradas, muecas cariñosas.

Me emociona ver esta escena. La niña no entiende nada, pero está a gusto. El hombre ha salido de su muralla, ¡es un milagro! Y la niña ríe, cada vez más. No lo puedo creer, este hombre, metido en su mazmorra interior, completamente aislado y desconectado de todo y de todos, está jugando con una pequeña inocente.

Maravillado, veo como el sol baña sus rostros. No les hacen falta palabras, bastan sus miradas. Dos culturas, la china y la americana; dos generaciones, entran en diálogo, saltando todo abismo cultural y social. Dentro de ese hombre huraño hay escondido un corazón.

Quizás la vida no le ha dado lo suficiente como para que deje fluir sus palabras, pero algo de amor queda en su interior. Entre ambos se abraza la fragilidad, encarnada en dos personas tan diferentes: una niña que se abre como un amanecer y un anciano que ve cómo su vida se va apagando. El sol y la sombra se abrazan. El hombre, pese a su dolor, se hace un poco niño, y la niña, con su mirada inteligente, se hace un poco adulta. Ve cara a cara un rostro curtido por el sufrimiento y la soledad, ¿qué debe pasar por la mente de esa pequeña, que tanto disfruta con el desconocido que le arranca la risa?

En esta mañana clara de otoño el hombre solitario ha tomado un sorbo de alegría. Tal vez lo irá paladeando durante el día, guardándolo como un tesoro en su gruta interior, y le ayudará a soportar mejor el frío que se avecina. Sin salir de mi asombro, he dado gracias a Dios por contemplar esta escena llena de ternura de buena mañana. Y me quedo con la sensación de que el ser humano, pese a sus experiencias llenas de dolor y contradicción, es capaz de sacar lo mejor de sí. Los límites no pueden con la belleza, con la ternura ni con el amor. La llamita que todos llevamos dentro, por pequeña que sea, no se apaga hasta que demos el último suspiro. Desde las profundidades de la miseria el hombre siempre es capaz de trascenderse, siempre hay un resquicio por donde puede soplar el aire y reavivar la llama. Las tinieblas no lo arrastrarán hacia la nada. Aunque indigente y pobre, el hombre capaz de hacer reír a una chiquilla conserva su dignidad intacta.

Vuelvo a mis tareas, como de ordinario, con un sabor agradable en la boca y en el alma. No lo olvidaré.

domingo, 1 de noviembre de 2015

El tiempo, un regalo que se escapa

El hombre, en su existencia, está sujeto al tiempo y al espacio. Su dimensión histórica y su temporalidad contribuyen a forjar su propia identidad.

Nacemos en una fecha concreta, un día, un mes, un año, y en un contexto histórico, con un entorno social y familiar. Estamos de lleno insertados en el tiempo.

La pregunta sobre el valor del tiempo forma parte de la búsqueda del sentido de la vida. Este es objeto de muchas reflexiones filosóficas y teológicas, como las que se hizo san Agustín.

Pero ¿qué es el tiempo? Aunque nos parezca que es un concepto abstracto que no tiene forma, no por ello es menos real. Nos damos cuenta de que nacemos, crecemos, maduramos y envejecemos. Las diferentes etapas que marcan nuestra vida se suceden en el tiempo.

Las emociones, la pasión o la desidia dan un carácter elástico al tiempo, que se nos hace corto o largo, tedioso o veloz. Su paso por nosotros es una sucesión de momentos fugaces en los que nuestro corazón vibra. Cuantos más años vivimos, más parece que el tiempo acelerara su velocidad. Los días, los meses con sus estaciones, los años, se van sucediendo. Te miras al espejo y ves las huellas del paso del tiempo en tu rostro: la textura de la piel baja de tono, aparecen las arrugas, el cabello encanece… con la sorpresa de que la mirada nunca envejece, aunque sí los ojos. Cada noche que pasa nos queda menos tiempo para enfrentarnos al inevitable final de esta vida.

A veces el tiempo se convierte en una carga pesada que nos cuesta aceptar, porque nos recuerda nuestro final biológico. Muchos tienen la soberbia de querer alargar su juventud con operaciones de cirugía estética, como si quisieran detener el tiempo, y caen en una espiral angustiosa, porque no soportan asumir las consecuencias físicas y sicológicas del deterioro progresivo de sus órganos vitales. Por mucho que lo intenten estas personas, el tiempo las irá empujando hasta la muerte.

¿Por qué se dan estas actitudes? Buscar la eterna juventud es una forma de querer huir de la propia realidad. Quizás falta madurez para asumir nuestra condición mortal. Somos así, o no seríamos humanos ni existiríamos. Solo abrazando la realidad, tal como estamos configurados por nuestra genética, descubriremos que la muerte forma parte de nuestro código vital. La tenemos inserta en nuestros genes. Se podría decir que la muerte empieza ya con nuestro nacimiento.

Pero aquel que acepta y asume la muerte aprende a vivir la vida con la máxima intensidad, dando sentido y esperanza a sus días. El tiempo ya no le pesa ni le asusta. Cuanto más vive, más experiencia atesora, y más sabiduría: aprende a bailar con el tiempo y dejarse llevar al son de su ritmo. Saborea todo lo que acontece, aprende las grandes lecciones de la vida. Ya no le abrumará la velocidad ni la lentitud: disfrutará de su ritmo. Lo que importa es sacar jugo a toda experiencia y adquirir serenidad ante lo que nos sucede. Todo añade valor y crecimiento. Es tan bello el instante de un beso que querrías eternizar como saborear la soledad de una tarde.

El tiempo te lleva inexorablemente a una etapa de plenitud de la vida, cuando te conviertes en oro líquido, doctorado en la vida y en el amor. Es entonces cuando el ser es más que el hacer y el aspecto físico ya no importa. A un adolescente el tiempo se le queda corto; a un adulto le pasa volando y a un anciano que va llegando al final de su camino, consciente de la densidad del ser, ya no le angustia el ritmo del tiempo porque ha aprendido a saborear su riqueza interior.

El tiempo es el gran regalo que no se deja atrapar. Solo permite que nos deslicemos por él como un surfista sobre las olas: disfrutando de esa aventura que lleva a vivir la vida hasta el límite de la existencia.

La misión del tiempo es dejarte a las puertas de una vida nueva, más allá del tiempo y del espacio. No es un salto al vacío, es un salto a otra dimensión, hacia una vida más plena que no podemos imaginar, fundiéndonos con el Ser Absoluto, libres para siempre de ataduras. En esta existencia nueva ya no volaremos por el cosmos, sino que navegaremos en el Amor Absoluto.

Podemos atisbar esta plenitud ya aquí, cuando vivimos una experiencia de amor tan intenso que perdemos la noción del tiempo e incluso del espacio, como si flotáramos en el infinito. Esto nos lleva a la culminación de nuestra existencia. Cuando se experimenta un amor tan incondicional es cuando se empieza, aquí y ahora, a saborear la eternidad. Solo quien ama se convierte en señor del tiempo.

domingo, 18 de octubre de 2015

Escuchar el silencio

El crepúsculo del día invita a cambiar de ritmo. La calma se desliza a medida que se hace de noche. El ruido poco a poco se va alejando en el ocaso de la jornada. Todo va adquiriendo otro cariz: la suavidad de la luz va penetrando en el corazón. Ya estás a punto de dejarte mecer por el silencio.

Una lucidez interior va dando valor y sentido a los acontecimientos del día. La melodía del silencio susurra en tu oído y se apodera de ti una claridad. Desde la soledad aprendes a descubrir que el silencio no es ausencia de ruido, sino un nuevo lenguaje que nos acerca al misterio de la realidad, más allá de sus aspectos físicos y emocionales. El silencio te acerca al sentido último de la existencia.

No hablo de un silencio absoluto y total, sino de un lenguaje que no necesita palabras ni sonidos, sino certezas interiores; hablo de una experiencia sobrenatural.

El silencio no es ausencia de comunicación: es sonido sin ruido que expresa lo inenarrable. Me atrevería a decir que el silencio es el lenguaje de Dios, y no hablo del lenguaje articulado, sino de una comunicación directa, de corazón a corazón. El lenguaje de Dios no pasa necesariamente por la mente, sino por el alma.

El silencio pide una actitud receptiva, que hace posible el vacío primigenio donde no existen ruidos. Es necesario apagar los ruidos de dentro para poder descubrir la omnipotencia de Dios haciéndose asequible. Su presencia es tan real como la noche, como el aire, como el oxígeno invisible que respiramos, como el calor del Sol, como la brisa que acaricia; tan real como mi propia existencia, como el beso de dos enamorados.

Solo desde el silencio se puede saborear el placer de la contemplación. Dios es una presencia suave y discreta, casi imperceptible, y solo puedes llegar a sintonizar con ella cuando lo buscas en soledad. Solo así, cara a cara con él, se puede iniciar un diálogo que tiene lugar en tu alma, en tu corazón, en tu mente. No necesitas los oídos para escucharlo, ni los ojos para verlo, ni el olfato para olerlo, ni el tacto para tocarlo.

Basta una fe atrevida que no necesita de la razón, una certeza vital que va más allá de toda lógica. No es una presencia física, es una certeza espiritual que se nos confiere por puro don revelado. Ahí está: no es una sombra tras un árbol. Es una luz imperceptible que atraviesa el alma sin pasar por los sentidos. Es una realidad viva que te invade, envolviéndote hasta fundirte con él. Se mete por los poros y empiezas a saborear la divinidad: Dios dentro de ti. No es que te conviertas en un dios; es que Dios se convierte en ti: te revistes de trascendencia y te haces uno con él.

El silencio nos ha fundido. Dios respira en el hombre: es un misterio que solo los místicos pueden entender. Es el abrazo del amado, hasta llegar al éxtasis.

Saber escuchar el silencio es cerrar las puertas del mundo y, en la soledad, aprender a descodificar ese silencio. Dios no para de comunicarse con el hombre ayudándole a descubrir su auténtica dimensión: una criatura de Dios llamada a la vocación contemplativa. Somos creados por amor para alabarle con otro tipo de liturgia, con otra melodía: la armonía del silencio. Con el aliento de Dios, nos convertimos en música de cielo. El perfume de la caridad será el aroma de santidad a la que todos estamos llamados.

Lánzate a la aventura milagrosa del silencio. Te ayudará a levantarte sobre ti mismo para ver mejor el rostro de Dios. Él siempre te está esperando, es fiel a su cita diaria.

Atrévete a saborear el misterio de Dios, su presencia es más dulce que la miel. Atrévete a buscar un rato, no importa cuándo, al amanecer o por la tarde, en el crepúsculo o de noche. Él siempre te espera. Aléjate de todo ruido, los de afuera y los de dentro. Deslízate por su corazón: sentirás algo bellísimo, un gozo incontenible y una felicidad con sabor a eternidad. Como decía Fray Marc, el monje guía del monasterio de Poblet, cada uno somos un monasterio precioso, rincón de silencio donde se alberga Dios.

domingo, 11 de octubre de 2015

Fragilidad cautivadora

El domingo pasado bauticé a Samari, una bebé gitana de dos meses, con rostro dulce y grandes ojos negros. Me sobrecogió contemplar la mirada tan viva en su carita; su vulnerabilidad despertó mi ternura y  percibí el instinto de supervivencia que animaba aquellos ojos. Sentí su fragilidad y la incertidumbre de su futuro. Samari se abre a la vida en un entorno familiar complejo, lleno de dificultades. ¿Qué será de ella? Su padre obtuvo un permiso para que lo dejaran salir de la prisión para estar con su hija en ese día. Es un muchacho de apenas dieciocho años. Cogía a su bebé, la miraba, jugaba con ella y la complicidad entre ambos me reveló un corazón lleno de ternura y delicadeza oculto en este joven que ha sido penado con la cárcel.  

Wabi-sabi, dicen los japoneses, para referirse a la belleza imperfecta. Esta sería la palabra para definir la escena, bella, insólita, donde el cariño del padre hacia su hija rompía los límites y las barreras sociales. Más allá de la carencia se adivinaba algo auténtico. Sin trabajo, sin dinero, sin libertad, a ese padre no le faltaba lo más necesario, la fuerza que, como un torrente, se abre paso incluso ante el abismo. El amor supera el presente roto, puede crecer y salvar todo obstáculo.

La madre, nerviosa, no dejaba de moverse, como si temblara ante la precariedad de su vida: sin recursos, sin apoyo, se encontraba con el reto de criar y amar a esa pequeña a la que quizás no podrá dar la estabilidad y la educación que necesita. Tal vez le venga grande tanta responsabilidad: su hija necesitará cuidado, salud, afecto…

Y allí estaban los tres, padre, madre, hija, ante la pila bautismal. Pese a las circunstancias adversas son un matrimonio, una familia. Y pese a la sensación de fragilidad, hay en ellos una fuerza poderosa. Mientras un fino hilo aguante esa relación, bastará para que la vida siga y se despliegue. Por eso, cuando me despedí de ellos, tuve una última certeza. Samari es hija de sus padres, pero también es hija del amor y de la Vida. Sobre todo, es hija de Dios. El cielo luminoso de la tarde brilló para ella en ese momento. A través de las fisuras existenciales, otra Luz iluminó el alma de sus padres.

domingo, 27 de septiembre de 2015

El poder sanador del perdón

Un camino sin rumbo


Estamos ante un boom de terapias alternativas que se proponen como solución de muchas patologías y trastornos. Algunas son muy serias y realmente pueden ayudar a resolver ciertos problemas. Pero también constato que un número creciente de personas van probando una terapia tras otra sin resultados.

Hoy, aparte de las disciplinas médicas convencionales, están surgiendo nuevas metodologías y planteos más allá de los fármacos y la tecnología. Lo fundamental para la mejora real del paciente pasa por el médico o el terapeuta: que realmente tenga tiempo suficiente y capacidad de escucharle, y así, juntos, puedan descubrir el camino hacia la sanación y la recuperación de la salud integral.

Pero más allá de la proliferación de técnicas y tratamientos, tanto convencionales como alternativos, la recuperación de la salud pasa por algo que está condicionando el mismo ADN de las personas. Son muchas las causas que generan patologías. Estas pueden tener su origen en la infancia, en experiencias nocivas, en patrones de comportamiento que se somatizan en forma dolencias físicas y psicológicas, en algunos casos psiquiátricas. Me atrevo a afirmar con rotundidad que nadie está al margen de los condicionamientos educativos que han podido marcar con su rigidez a la persona. Nadie es inmune al impacto de su entorno familiar y social, y de un pasado donde se han generado profundos agujeros existenciales. Somos fruto de una historia, de una familia, de unos errores y unos aciertos que han afectado a nuestra trayectoria, creando una personalidad concreta con sus límites y su grandeza. Somos lo que somos porque en nuestra vida ha convergido una serie de hechos que han posibilitado nuestra biografía, llena de luces y de oscuridad. Aunque no tengamos culpa de lo ocurrido anteriormente, todo ello ha configurado nuestra existencia.

Si estamos siempre pensando qué seríamos si nuestro pasado hubiera sido diferente caeremos en una constante queja, en un descontento de ser quienes somos porque no nos gustamos.

Y damos vueltas y vueltas sobre nosotros mismos, sin resolver el problema de identidad que nos aqueja. Buscamos miles de terapias sin conseguir la sanación. Nos arrastramos por el tobogán del victimismo y nuestra vida languidece, mientras intentamos inútilmente cambiar lo que es imposible cambiar: el origen de nuestra historia.

El vacío se va apoderando de nosotros y llegamos a olvidar el sentido de la vida. Vivimos como sonámbulos, sometidos a la tiranía de los cambios emocionales. Nos pesa vivir: nos pesan los demás, nos pesa el trabajo, la familia, hasta los amigos. Nos arrastramos por la vida sin una meta que nos haga levantarnos cada mañana con ánimo. Las noches se convierten en batallas interiores contra el sueño. Vamos sin rumbo de un lugar a otro, sobreviviendo, huyendo sin llegar a ninguna parte.

¿Dónde se encuentra la solución a esta patología del ser?

No la encontraremos en el médico o en el terapeuta, tampoco en una receta, una dieta o una terapia alternativa. La solución a este tipo de problemas no está fuera sino dentro de uno mismo.

El perdón sanador


En nuestro interior poseemos las herramientas necesarias. Con la ayuda adecuada podemos iniciar un proceso de autocuración. Para llegar hasta aquí hay que tener tres cosas claras: tenacidad, humildad y valentía. Son necesarias para aceptar y abrazar con realismo el pasado, por muy oscuro que sea, y lanzar una mirada serena a nuestra historia sin buscar culpables, sin juicios, hasta llegar al perdón.

Por muy herido que estés, por mucho daño que hayas recibido, hay algo mayor que ese dolor y ese mal: es el perdón. El perdón siempre puede más si lo das con todas tus fuerzas y tu intención.

Cuando perdones de corazón tendrás paz. Solo así, aunque esto no cambie las circunstancias externas, una calma desconocida invadirá tu interior. El pasado ya no pesará tanto. Las lagunas serán solo una marca de tus luchas: las cicatrices de tu psique. No te impedirán vivir la vida con nuevos aires de libertad.

El poder sanador del perdón ayuda a deshacerte de los monstruos interiores y a pactar una tregua contigo mismo, liberándote de los sentimientos de culpa. El perdón te ayuda a llegar al núcleo del problema: aceptar con humildad tu propia indigencia y ser capaz de perdonarte a ti mismo y a los demás. Y esto implica desengancharte del resentimiento, de la tristeza y la culpa.

Llegaremos a la auténtica libertad cuando seamos capaces de dejar la esclavitud del pasado. Lo único que tiene la capacidad de sellar toda hemorragia psíquica es el perdón. Es lo único que nos restaura, desde las vísceras hasta el alma. El perdón tiene un efecto terapéutico de gran alcance. ¿Tendremos la osadía de renunciar al victimismo complaciente o preferimos rascarnos las heridas hasta convertirlas en una pupa gigante? ¿Viviremos centrados en nuestras llagas o preferimos aceptar el reto de la vida? Si lo hacemos así, convertiremos las cicatrices en laureles de triunfo, porque habremos ganado el auténtico combate: salir de uno mismo y darnos cuenta de que hay vida ahí afuera. Habremos ganado la peor guerra y el fulgor de la victoria asomará con fuerza en nuestra mirada.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Una estrella que se apaga

Una muerte inesperada


El 7 de septiembre a las seis de la tarde recibí la noticia. Un amigo muy querido, Pepe Poyatos, a quien tanta estima tenía, había fallecido. El corazón me dio un vuelco al escuchar la noticia. Me la comunicó otro amigo, directa, clara y contundente, con un tono que expresaba su honda tristeza, su dolor y su aprecio, mezclados con una rebeldía solapada. ¿Por qué esta muerte tan inesperada?

Incapaz de digerirlo, quise saber cómo había sido, en un inútil intento de comprender las razones del trágico suceso. Cuando colgué el teléfono no lo podía creer. Pepe solo tenía 47 años. Mirando al cielo, me pregunté por qué una vida tan bella quedó segada de esta manera, tan súbita. Necesité varios minutos para serenarme.

Salí al patio y me senté en un banco, intentando asimilar lo que había escuchado. Los recuerdos se amontonaron con mis lágrimas contenidas. Intenté poner en orden tantos encuentros, conversaciones, experiencias, largos paseos juntos… Lo sentí tan próximo que me hizo revivir los momentos más intensos de nuestros diálogos, aquellos en que tratábamos del tesoro más grande, la vida, y él me hablaba de sus inquietudes, alegrías y preocupaciones. Mientras conversaba sus ojos brillaban y su corazón ardía.

Pepe amaba la vida. Era un hombre inquieto, de aspecto tímido pero de trato afable, trabajador incansable y fiel.

Era sano, creativo, apasionado y a la vez reflexivo. Vivía volcado a su familia y a su trabajo, sin olvidar a sus amigos. Sencillo y humilde, pero luchador, ningún reto lo acobardaba. Profesor entregado con una gran capacidad educativa, sabía conectar con los jóvenes. Era exigente y comprensivo a la vez, y ayudaba a sus alumnos a crecer. Llegó a ser un pilar del colegio donde trabajaba.

Hombre con profundos anhelos, sus interrogantes revelaban una vida interior muy rica y densa. Buscaba respuestas a tantas cuestiones sobre la vida, el amor, la familia, el sufrimiento, la maldad, la trascendencia, Dios…

Totalmente comprometido, luchaba, y si caía se levantaba de nuevo. Amaba y soñaba, siempre con la mirada puesta en el horizonte; nunca se rendía pese a los reveses de la vida. Firme, con la cara muy alta, siempre tiraba hacia adelante, hiciera frío o calor, sintiéndose apoyado o solo en medio de la tormenta existencial. Allí estaba Pepe, un auténtico gladiador.

Curtido, sabía afrontar el combate de cada día. Si se sentía frágil, sacaba fuerzas de donde no las tenía. Pepe agarró la vida con tanta fuerza que la exprimió, sorbo a sorbo, quizás hasta la extenuación.

Pensando en esto, dos sensaciones embargaban mi corazón: la pena de haber perdido un amigo y la gratitud por esa hermosa amistad, por tantos momentos de paseos apacibles, momentos luminosos de compartir tantas cosas.

Sentí que una estrella se apagaba en el firmamento de la existencia, pero a la vez pensé que no podía apagarse y ya está. Lo auténtico nunca muere y, aunque el cielo se oscurezca por una tormenta, el sol sigue brillando por encima del agua y las nubes.

Sé que estás ahí


Escribo esto de noche. Salgo de nuevo al patio, buscando una nueva estrella en el cielo. Veo solo dos sobre el azul oscuro del firmamento. Una de ellas parece hacerme un guiño y me emociono. Pepe, sé que estás allí, en las alturas.

Sé que sigues brillando para todos aquellos que te quieren: Mónica, tus hijos Vicky y Guillem, tu madre… Tus amigos, tus compañeros. Sé que en mi duelo también me ayudarás, desde el cielo, y que después de esta breve oscuridad por tu pérdida volverás a brillar como siempre, ya no como una estrella, sino como un sol que no se apaga, porque participarás de la misma luz de Dios en la eternidad.

Iniciamos una nueva etapa de nuestra amistad: yo aquí, tú allá, velando por todos aquellos a quien amas. No te veré, pero sabré que estás ahí, ya trascendido, en el brillo de aquellos que han alcanzado la corona del Amor. 

Te pido, en esta noche, que cuides y protejas especialmente a Mónica, a Vicky, a Guillem, a tu madre y a tu hermana. Que les des paz y serenidad, para seguir afrontando la vida de cada día. Que sientan tu aliento, tu mirada y la caricia de tu dulzura, para que sepan que tú estás ahí, con ellos, y que tu amor, desde el más allá, les ayude a sobrellevar el vacío insoportable que les ha quedado con tu ausencia. Porque para ellos has sido el universo de sus vidas y hoy viven como si ese universo se les hubiera caído a los pies. El corazón te falló, pero ahora tienes un alma luminosa para dar luz y fortalecer a los tuyos.

Con mi afecto y gratitud, con mi amistad y con la complicidad de siempre, te recuerdo y sé que, silencioso y discreto, estás aquí.

En el tanatorio


Una vez llego al tanatorio, apresurado, sorteo a las gentes en busca de la sala donde se exponen los restos mortales de Pepe.

Llego y mi corazón vuelve a encogerse. Allí estás, yaciendo en el féretro. Me recibe tu madre, sollozando, y me acerco a la vitrina para darte mi último adiós. Las lágrimas de tu madre caen. Ha perdido a su hijo en la plenitud de su madurez.

Contengo mi emoción mientras contemplo a mi amigo. Un cristal en la penumbra y la muerte me separan de él. Su madre abraza la caja con fuerza, no quiere apartarse de él, no puede soportar verlo sin vida. Se aferra al cristal del féretro, sin comprender el por qué de esta tragedia. Yo la veo y siento su profundo dolor y la inmensa fuerza del amor de una madre. Su grito quiere atravesar la vitrina, como queriendo tocar, acariciar por última vez al hijo muerto. ¿Qué pasa por su mente en esos momentos? El niño que había tenido en brazos ahora va a ser enterrado, en la flor de su vida. El vínculo que los unía se ha roto. Qué duro debe ser para una madre ver morir a su hijo.

Voy a saludar a la familia y mi boca enmudece. Para mis adentros rezo por ellos.

Mi emoción aumenta cuando me acerco a la que fue su compañera en los últimos años: Mónica, que no deja de llorar desconsoladamente. La estrecho entre mis brazos sintiendo su fragilidad y su dolor. La miro a los ojos, que son un torrente de lágrimas, e intento consolarla mientras ella me aprieta con fuerza. Pepe le hablaba de mí, dice, y le comentaba mis escritos.

La veo bondadosa, con una mirada clara, aunque nublada por el llanto. Mi duelo se funde con el suyo en este abrazo: yo también he perdido un gran amigo. Siento en su delicadeza el vacío que la rompe por dentro, su necesidad de calor y de amor. La vida de su amado se ha evaporado. Pero tras el ocaso de su existencia su alma ha partido hacia un lugar nuevo donde ya nunca más sentirá el peso de sus limitaciones. En el más allá se unirá con Dios, la fuente de la existencia, que da sentido y esperanza a nuestras vidas.

Este Dios llenará de claridad nuestras sombras. No todo acaba en nuestra vida mortal. Esta es la primera parte de una historia que continúa tras la muerte. La bella historia de Dios con el hombre no tiene fin, porque con su resurrección nos hace eternos para seguir amándonos. Pepe, sin duda, vive para siempre en el corazón de Dios en espera del futuro encuentro con su amada y con los suyos. 

domingo, 13 de septiembre de 2015

Mirar desde el alma

El frenesí de una sociedad volcada al rendimiento, a la eficacia, a la productividad, nos impide detenernos para dar valor a los pequeños acontecimientos que cada día suceden a nuestro alrededor. Convertimos nuestra vida en un maratón y no saboreamos el valor de lo cotidiano. Como si fuéramos a bordo de un tren de alta velocidad, los ojos no pueden captar el instante y el cerebro no puede retener las imágenes del paisaje.

Las emociones estéticas surgen a partir de lo que entra por nuestros ojos. Tenemos dos puertas que conectan el cerebro con la creación, a fin que podamos admirarla y disfrutarla. Son la ventana del alma que nos permite saborear el tejido multicolor que baña la naturaleza. Nuestros ojos nos abren a la realidad. Ver es un regalo precioso: convierte las señales eléctricas en una imagen, a través de un complejo proceso neuronal que nos permite comunicarnos con el mundo exterior.

Pero los ojos, más allá del lenguaje verbal, también comunican de adentro hacia afuera y expresan emociones y sentimientos. Nuestros ojos no solo tienen la función de fotografiar la realidad; abren nuestro interior hacia ella y solo podemos hacerlo si detenemos la mirada para deleitarnos en aquello que estamos viendo.

Más allá de ver


Mirar va más allá de nuestras conexiones nerviosas. Una mirada que goza con lo que ve está saboreando el gusto de la vida. La mirada abre muchos horizontes, porque cuando se mira se capta otra textura más allá de lo orgánico: una mirada profunda ve el reverso de la realidad.

No nos damos cuenta de la cantidad de detalles que se nos escapan porque no tenemos el ojo acostumbrado a observar ni a contemplar.

De la misma manera que decimos que no es lo mismo oír que escuchar, también podemos decir que no es lo mismo ver que mirar. Podríamos comparar la visión global y superficial con la visión detallista y profunda: la mirada del observador científico y la del ingenio creativo; la mirada penetrante de un poeta, la de un pintor.

Un hermoso geranio en un balcón; unos amigos enfrascados en una conversación; un escaparate con un atractivo diseño que invita a entrar; dos patinadores que pasan rozándote… Son impactos visuales que percibes al ir despacio. Si al ver y al oír sumamos esta mirada profunda, aprenderemos a dar sentido y a saborear la vida.

Hay otras miradas, esas bellas miradas de complicidad que acompañan gestos dulces, abrazos llenos de pasión, sonrisas y silencios que dicen más que muchas palabras. Los ojos se llenan de emoción ante el susurro de un enamorado, la fragilidad de un abuelo que habla con dificultad, el vigor de un niño que corretea sin parar, la mirada de una pareja que se entrecruza… todo esto ensancha el corazón.

Dejemos que nuestros ojos desplieguen todas sus posibilidades. No seamos hipermétropes, viendo solo lo lejano y descuidando lo próximo. Tampoco seamos miopes, perdiendo de vista el horizonte y dejando que lo lejano se vuelva difuso. Nuestra potencialidad visual es inmensa. Nuestros ojos están formados de tejido cerebral, el mismo que forma las neuronas. Y, como afirman los neurocientíficos, el cerebro tiene una plasticidad enorme para adaptarse a la realidad. Sabiendo esto, podemos hacer que esta realidad que vemos quede enriquecida por una mirada más honda y consciente.

Cuando sabes mirar estás paladeando, gustando, asimilando la realidad. Y con tus ojos devuelves otro mensaje de respuesta. Mirar y que te miren es establecer una comunicación que llega hasta el alma.

domingo, 30 de agosto de 2015

El brillo de la luna sobre el mar

El verano está muy avanzado y la mañana es fresca. Sobre las ramas de las acacias cantan algunos pajarillos que me hacen de despertador. Más allá del patio, en la biblioteca de la universidad, el sol acaricia la cima del edificio dándole un tono rojizo. Todo está en calma. Algunas hojas amarillas de la morera han caído, alfombrando el suelo alrededor de la mesa donde me siento a escribir. La belleza matinal, con sus melodías y su textura, se despliega, dejando intuir el rostro de su Creador.

El sosiego me invita a meditar sobre el paseo que di al atardecer, el día antes, caminando hacia el mar. Los rayos de sol se iban apagando y el matiz suave de los colores iba anunciando la llegada del crepúsculo. Sobre el mar, el cielo se teñía de tonos pastel azulados sobre el gris del mar en calma.

Al amanecer, ese mismo día, había paseado por el campo, en tierras de Ponent, respirando el frescor del rocío en los valles cubiertos de robles y encinas. Allí fui testigo del nacimiento de un nuevo día. Contemplé cómo el sol se deslizaba tras la montaña, lanzando sus primeros rayos y bañando el campo de color. Poco a poco fue ascendiendo, con luminosidad creciente, hasta elevarse sobre el cielo, radiante, con toda su fuerza.

Aunque muchas mañanas veo salir el sol, cada día es un espectáculo diferente, ofrecido por una mano amorosa que desea que mis sentidos puedan gozar de su creación. Recordé aquellos versos tan hermosos del canto de Débora: Sean los que te aman, Señor, como el sol cuando nace con toda su fuerza. Saborear y gustar las primeras caricias del sol es delicioso y di las gracias, respirando profundamente el oxígeno fresco de la mañana.

Esto lo meditaba de noche, sentado frente al mar, mientras la luna se reflejaba en las pequeñas olas, formando un sendero luminoso hacia mí. El sol de la mañana lo bañaba todo; la luna de la tarde trazaba un camino de luz sobre las aguas. Otro hermoso espectáculo natural: el suave celeste del firmamento sobre el mar plateado.

Miraba y remiraba sin cansarme, extasiado, y meditando. Comparé el oleaje con la humanidad, bañada por la luz de la luna. Y también lo comparé con la vida de cada hombre, bañada por la luz divina. Esta luz atraviesa toda la existencia humana. La luna se convierte en un faro que indica el camino hacia un nuevo horizonte. Aunque a veces nuestro mar interior se oscurezca, siempre brillará una luz, aunque sea pequeña, que disipará la angustia y la oscuridad. El hombre tiene un camino trazado hacia la luz, dependerá de su voluntad y su libertad que se oriente hacia ella y dé sentido a su existencia.

Cuanto más oscurecía el mar, más aumentaba la claridad. A veces podemos sentir que nuestra alma también se oscurece, pero misteriosamente la luz de Dios se torna más intensa y las aguas interiores clarean. Es como si el hombre, junto a sus contradicciones internas, tuviera una capacidad para discernir que más allá de sus fuerzas hay un rescate; en su destino brilla la esperanza.

Ante la inmensidad de su océano existencial, el hombre no acaba perdiéndose, como pensaban los existencialistas ateos. Para ellos, el hombre es un náufrago obligado a navegar por una existencia absurda. Pero la realidad es que en su interior el ser humano posee una fuerza desconocida que lo empuja a abrirse al misterio, más allá de la razón. Está concebido como criatura de Dios. Pese a sus incertezas, está llamado a vivir en la luz de la trascendencia. Esto es lo que constituye la esencia de la vida: mirar al infinito y buscar respuestas ante sus profundos interrogantes.

Frágil y pequeño ante la inmensidad del mar, pero iluminado por un Creador amoroso, entiendo cada vez mejor a san Francisco, el pobre de Asís, enamorado de la creación. Llamaba hermano al sol, y a la luna hermana. Sentía la fraternidad cósmica entre él y las demás criaturas, todos hijos de un mismo Padre, y alababa a Dios por ello en su cántico.

¡Loado seas, Señor, porque nos has creado!

domingo, 23 de agosto de 2015

¿Metas inalcanzables?

Encontrar el propósito vital


Todos deseamos tener un propósito en la vida. Cuánto cuesta alcanzarlo. Las metas no tienen por qué ser solo en la línea profesional o económica. Muchos han logrado sus objetivos profesionales pero sienten que no van en la dirección correcta. Incluso disfrutan de un estatus social y económico, pero en su corazón hay un latido que no suena con el ritmo de la alegría. Se afanan por muchas cosas, pero no acaban de sentirse llenos, con esa paz que hace discernir lo que es realmente valioso en la vida. Lo tienen todo: reconocimiento, éxito, posición social, pero cuando se enfrentan al silencio una gotita de amargura escondida va agrietando su corazón.

Cuando reducimos el propósito de la vida al bienestar material y ponemos por encima de lo esencial lo que es accidental; cuando rendimos culto al trabajo, a la economía, al bienestar o al estatus social, nos hemos alejado del valor de lo sencillo, de la amistad, de la persona. Hemos olvidado la importancia de las relaciones, de lo emocional y lo espiritual. Vivir un divorcio entre lo que uno es y lo que está haciendo es renunciar a la propia identidad, que tiene que ver más con lo que se es que con lo que se hace.

El estrés laboral y profesional, las exigencias del mercado, muchas veces nos alejan de nuestro núcleo. Quizás es más fácil hacer lo que los otros quieren que asumir la libertad de la autoexigencia, que implica estar muy despierto para descubrir el auténtico propósito de nuestra vida. Nos dejamos arrastrar por el miedo al qué dirán, vivimos una dualidad constante. A veces nos falta voluntad, energía para afrontar un proyecto personal que implica darlo todo. Esto requiere estar alerta para aprovechar todas las oportunidades que surgen. Cualquier propósito implica madurez en las relaciones humanas, empezando por los vínculos más cercanos: esposo, esposa, padres e hijos, familiares, amigos, compañeros de proyectos…

Para alcanzar lo que tu alma anhela, es decir, tu propósito, has de tener claras las varias dimensiones del ser humano: física, emocional y mental. Sin ellas no podremos alcanzar la plenitud como personas.

La tríada del equilibrio


Nuestro cuerpo es importante: no podemos olvidar el cuidado y la atención de nuestras necesidades biológicas. La salud física es un barómetro que nos indica cómo estamos viviendo y si nuestro estilo de vida es acorde con lo que somos y sentimos. Muchas enfermedades y trastornos tienen su origen en un desajuste emocional o espiritual que se somatiza en un problema físico.

La dimensión mental nos aporta la riqueza del raciocinio y nos ayuda a enfocar nuestros esfuerzos. Las facultades intelectuales son grandes instrumentos a la hora de hacer realidad nuestros sueños y proyectos.

La dimensión emocional nos enriquece con sentimientos, emociones y pasión. Junto con la inteligencia, nos abre a una visión más amplia y trascendente de la vida, y nos ayuda a discernir nuestra vocación, desde nuestras habilidades y capacidades volcadas al servicio de los demás.

La dimensión emocional, psicológica, es importantísima, porque afecta a todas las demás y en especial a nuestras relaciones humanas. No podemos proyectar nuestro futuro sin un equilibrio en las relaciones. La solidez de este equilibrio es fundamental, ya que nuestras carencias emocionales nos quitan lucidez, pueden dificultar nuestro conocimiento de la realidad y, por tanto, impedirnos alcanzar nuestras metas.

En definitiva, alcanzar el gran propósito de tu vida pasa por armonizar las emociones con la razón; la experiencia con las ideas y creencias; pasa por integrar la dimensión ética y trascendente en el día a día. Armonizar esta triple dimensión: cuerpo, mente y corazón, ayuda a objetivar los anhelos más profundos del alma.

Descubriendo tu vocación


Solo así estaremos avanzando hacia el futuro, viviendo la realidad cotidiana como una auténtica vocación de servicio. Cuando el corazón se abraza con la razón en el espíritu estamos viviendo centrados en el eje de nuestra existencia. Todo tendrá su medida y su verdadera dimensión.

El hombre siente un profundo vacío existencial cuando no descubre que está llamado a mirar más allá de sí mismo. El sentido último de su vida es amar y eso es lo que le hace ser reflejo del Ser.

Sin este propósito el hombre se pierde, se frustra por dentro, su identidad se diluye y pierde referencias y valores hasta disiparse en la nada, cayendo en lo absurdo de la existencia. Vegetará anímicamente.

Pero con propósito el hombre levanta el vuelo, trasciende, surca nuevos horizontes. El miedo no lo paraliza, al contrario: lo empuja hacia nuevas metas. Una paz inquebrantable marca su rumbo hacia la plenitud de su ser. A todo lo que hace le encuentra sentido, por pequeño que sea. Respira, mira al cielo, agradece. Ha renunciado a la competitividad. Los otros ya no son enemigos. Los otros son una escuela en el camino de la madurez y del crecimiento interior.


Cooperar, servir, amar: esto ha de guiar todo anhelo de búsqueda, todo deseo ardiente del alma. Cuando aprendamos a mirar más allá de nuestros propios límites y necesidades sabremos que estamos por el buen camino. Ni los errores ni las malas experiencias nos impedirán lucir con dignidad la corona de nuestra existencia. 

domingo, 16 de agosto de 2015

El rostro del mal

Después de tantas noches calurosas, la lluvia de la tarde ha traído el frescor. Salgo al patio. Una suave brisa sopla entre las ramas de las acacias y la morera. Las hojas, cubiertas de gotas cristalinas, parecen adelantar el rocío de la mañana. Sorteo algunos charcos que hacen de espejo del cielo y siento un gran bienestar.

El patio se ha convertido en un claustro. La noche es apacible y la calma se apodera de mí, invitándome a penetrar en el misterio. Viajo al interior de mi corazón, intentando digerir una densa experiencia: ¿tiene rostro el mal? Busco respuestas en el silencio de la noche. El gris plateado del cielo despide una tenue luz. No estoy totalmente a oscuras. El guiño de algunas estrellas parece hacerse cómplice de mi corazón en esta vigilia.

El silencio me lleva a territorios interiores desconocidos. Avanzo hacia a un nuevo horizonte, donde el alma y el corazón se unen como el cielo y el mar. Allí, desde lo más profundo de mi ser, doy alas a mis pensamientos.

Ver el mal cara a cara


Sobre el mal se ha vertido mucha tinta. Se ha hablado y escrito sobre él desde el punto de vista filosófico, teológico y moral, pues toca aspectos que afectan a toda la persona. Desde la teología se ha intentado dar respuestas al origen de esta realidad: el libre albedrío, la ruptura del hombre con Dios, el orgullo del ser humano, la obstinación y la resistencia a la verdad.

Los frutos del mal son múltiples y bien visibles: la desintegración moral de la persona, el culto desproporcionado al ego, la mentira como eje central de la vida, la calumnia y la difamación como herramientas destructoras, la rabia incontenible, la insensibilidad al dolor. El mal también se manifiesta de forma engañosa: a veces adopta un disfraz de apariencia bondadosa como estrategia para despistar, o se reviste de un discurso victimista y obsesivo para despertar simpatía. Como afirman muchos santos, cuántas veces el mal se aparece como un ángel de luz, cargado de argumentos razonables y aparentemente buenos. La sutilidad del mal puede manifestarse con actitudes de exquisita disponibilidad y aparente servicio desinteresado. Así es como consigue penetrar hasta donde quiere: el servicio se convierte en autocomplacencia y dominio sobre las personas y las cosas. El mal puede crear dependencia y hacerse necesario, pero poco a poco comienza a desprender un olor feo. Cuando la persona pretende que todo gire a su alrededor, convirtiéndose en el centro de todos y de todo es cuando el mal hace estragos. No tardan en surgir divisiones, luchas, celos, críticas, manipulaciones, odio enconado. El mal confunde, enfrenta y crea situaciones absurdas y dolorosas.

Pero cuando te topas frontalmente con el mal, los disfraces caen. Te quedas sin aliento y el alma se encoge ante la fealdad de su verdadero rostro. Impresiona vivir y tocar el mal de cerca, sobrecoge su capacidad mortífera de destrucción. Si uno no está centrado, puede paralizarlo y arrastrarlo por sus oscuros laberintos. Golpea allí donde más duele: en el centro del alma. La rabia se convierte en llamaradas de fuego que salen por la boca, incapaz de contener tanto odio, y abrasa hasta el tuétano. Es una experiencia dura recibir esos dardos envenenados. Hay que aprender a cerrar los ojos. La mejor manera de afrontar cara a cara el mal es no pelear con sus propias armas. A quien te dé una bofetada, muéstrale la otra mejilla. Jesús sabía muy bien lo que decía.

La verdad brilla


Pero los cristianos sabemos que la luz ha disipado la oscuridad; el bien ha vencido al mal. Es necesario templarse por dentro, abandonarse, perdonar y mantener la lucidez, pese a las muchas sombras. El sol siempre es más grande. La verdad acabará desenmascarando a la mentira. Dios protege y sostiene al justo y al que sufre. Él es su escudo y su baluarte. Da seguridad en el peligro y ayuda a afrontar toda experiencia humana.

La vida te moldea como el yunque dobla el hierro al rojo vivo, hasta que el alma aprende a centrarse en su eje. Es aquel espacio donde aprendes a crecer, a sufrir, a amar, a darte y a olvidarte de ti mismo para que los otros puedan emerger. Es el espacio para perdonar, escuchar, trascender y vivir en la frecuencia del Espíritu Santo. En definitiva, es el espacio para ser y culminar tu misión, que te ha sido entregada como don para que, libre, puedas palpar el dolor del abismo y la alegría de la luz. Solo así estarás preparado para el gran combate de la vida, sin dudar que siempre tendrás un gran Aliado.

sábado, 8 de agosto de 2015

La revolución del silencio

He pasado unos días en que he podido disfrutar de largas caminatas por el corazón de la Noguera, recorriendo distintos itinerarios por la cresta de los montes y por los valles del Montsec.

Al amanecer


Cada la mañana, temprano, salgo a caminar. La frescura del rocío atraviesa mi piel y me sumerge en un baño de oxígeno tonificante. El sol sale, majestuoso, por detrás de la montaña, como un diamante prendido en la cima. El bienestar invade todo mi cuerpo. Solo, en medio del paisaje, me siento como un Adán en el paraíso, acompañado por la cálida presencia del Autor de tanta maravilla. 

Todo amanece. Los primeros rayos del Sol dan vida y color a los árboles, al campo, a las montañas. Los riachuelos cantan entre los juncos y cientos de pájaros trinan en las arboledas. El día se despliega con toda su fuerza. A ambos lados del camino, los matorrales desprenden sus fragancias. Todo es bello, en el despertar. Poco a poco, el rey de las estrellas asciende, disipando la oscuridad. Respiro, dando gracias, oliendo, saboreando, acariciando el nuevo día, dejándome llevar por la suave brisa de la mañana. En esos momentos experimento que la vida es un regalo, y que todo me es dado. Respiro, miro a mi alrededor: estoy vivo y el perfume de la vida me penetra hasta el tuétano. Camino y siento el corazón de la tierra bajo los pies: soy parte de la belleza que me rodea, pero con algo más: la consciencia de saber que estoy allí, gozando de tanto don.

La fuerza del día


Más tarde, una excursión a la Vall d’Àger me lleva a serpentear por las cumbres, que se levantan como queriendo besar el azul del cielo. Desde allí contemplo el valle, un profundo abismo lleno de color. Si al amanecer el campo respiraba frescura y suavidad, a media mañana el sol se apodera de todo, bañándolo de luz. Sus rayos generosos tiñen el paisaje de colores intensos. Mi corazón late con fuerza, admirado ante tanta belleza. Me siento a descansar, mientras mi mente intenta asimilar lo que estoy contemplando y mi corazón se ensancha. Mi espíritu se eleva y un bienestar interior invade todo mi ser.

Al atardecer emprendo otra caminata al pueblo más cercano, bajo un sol despiadado que azota el camino. En medio del campo siento el crujir de mis pisadas, el movimiento de los músculos al caminar. A medida que la tarde declina los animales comienzan a salir de sus guaridas y animan el camino; los pájaros vuelven a piar. El calor me impide caminar con firmeza pero en mi interior siento que crece el amor hacia la naturaleza desbordante que me rodea, y me siento cómplice de un largo día donde he podido beber a sorbos la grandiosidad de la vida.

Atravesando la noche


Después de una restauradora y merecida cena, me dispongo a hacer la última caminata del día. Aunque el trayecto es más corto, la experiencia no es menos densa. Por la mañana el rocío cubre el campo y los pájaros revolotean saludando al sol naciente. La suave claridad del amanecer lo va invadiendo todo. Por la noche, en cambio, todo se apaga. De la explosión de colores pasamos a un juego de sombras. Todo matizado en suaves tonalidades de negro y gris. El poco resto de luz perfila las siluetas oscuras del paisaje. El aire nocturno juguetea con el reino vegetal. Pero al mirar al cielo veo un auténtico espectáculo, un mar de estrellas que vibran suspendidas en el firmamento, la última sinfonía del día. Distantes, a años luz de mí, danzan sobre mi cabeza y me desbordan de maravilla. La brisa ya no solo juega con las plantas, también juega conmigo, haciéndome sentir el latido de un día que se acaba. Y yo, un minúsculo animal racional frente a tanta belleza, intento ver con mi delicada retina más allá del cielo.  Adivino la presencia de Aquel que me ha puesto en la cima de su creación para que convierta la experiencia de la noche en un canto de oración; para que mis sentidos y mis emociones descubran que el único propósito del Creador hacia su criatura es que esta florezca, se abra y agradezca su existencia. Lo único que ha movido a Dios es el amor incondicional a su criatura preferida: el hombre. Y el propósito de ella, en la cumbre de su existencia, es agradecer a Dios todo cuanto le ha dado.

Emocionado, escucho mis pisadas por el camino de vuelta. El retorno me lleva al recogimiento, a la casa. El día se acaba. He de aprender a morir y sumergirme en el corazón de la noche, arropado en los sueños, hasta el nuevo amanecer.

Escuchando a mi corazón


Descansando por fin, no quiero cerrar los ojos sin antes dejar que el gran aliado que siempre me acompaña susurre a mi oído. Sentir su silencio me da una paz inmensa. Sí, el silencio lo transforma todo, restaurando las grietas que se abren en el corazón. Es el silencio que revoluciona pacíficamente la vida. Desde este silencio son muchas las gestas que pueden acometerse. Cuántas veces, cuando se habla de cambio, de revolución, la historia nos muestra el precio que los pueblos han pagado: dolor, muerte, enfrentamientos entre hermanos, violencia, odio, venganza, terror. Es necesario trabajar por los derechos y las libertades, pero hay una revolución previa que empieza en uno mismo. ¿Estamos dispuestos a renunciar a todo lo que nos aleja de nuestra esencia?

Esta es la auténtica revolución, la que se forja desde dentro de cada cual, la que persigue como meta alcanzar la libertad interior. El propósito no es el poder ni la ambición; la riqueza no es el valor absoluto. La auténtica revolución se da cuando convierto al otro en amigo, en hermano; cuando en mi horizonte, por encima de todo, está el amor incondicional. Pero esto solo se puede conseguir cuando se abren las puertas del corazón al silencio.

Desde el silencio veremos que los verdaderos revolucionarios empiezan dando valor a las pequeñas cosas de cada día. Este paso es el inicio de un tsunami interior. Sin ruidos, sin destrucción, incluso sin hacer nada, comenzaremos a conquistar las cotas más altas de la existencia.