He pasado unos días en que he podido disfrutar de largas
caminatas por el corazón de la Noguera, recorriendo distintos itinerarios por
la cresta de los montes y por los valles del Montsec.
Al amanecer
Cada la mañana, temprano, salgo a caminar. La frescura del
rocío atraviesa mi piel y me sumerge en un baño de oxígeno tonificante. El sol
sale, majestuoso, por detrás de la montaña, como un diamante prendido en la
cima. El bienestar invade todo mi cuerpo. Solo, en medio del paisaje, me siento
como un Adán en el paraíso, acompañado por la cálida presencia del Autor de
tanta maravilla.
Todo amanece. Los primeros rayos del Sol dan vida y color a
los árboles, al campo, a las montañas. Los riachuelos cantan entre los juncos y
cientos de pájaros trinan en las arboledas. El día se despliega con toda su
fuerza. A ambos lados del camino, los matorrales desprenden sus fragancias.
Todo es bello, en el despertar. Poco a poco, el rey de las estrellas asciende,
disipando la oscuridad. Respiro, dando gracias, oliendo, saboreando,
acariciando el nuevo día, dejándome llevar por la suave brisa de la mañana. En
esos momentos experimento que la vida es un regalo, y que todo me es dado.
Respiro, miro a mi alrededor: estoy vivo y el perfume de la vida me penetra
hasta el tuétano. Camino y siento el corazón de la tierra bajo los pies: soy
parte de la belleza que me rodea, pero con algo más: la consciencia de saber que
estoy allí, gozando de tanto don.
La fuerza del día
Más tarde, una excursión a la Vall d’Àger me lleva a
serpentear por las cumbres, que se levantan como queriendo besar el azul del
cielo. Desde allí contemplo el valle, un profundo abismo lleno de color. Si al
amanecer el campo respiraba frescura y suavidad, a media mañana el sol se
apodera de todo, bañándolo de luz. Sus rayos generosos tiñen el paisaje de
colores intensos. Mi corazón late con fuerza, admirado ante tanta belleza. Me
siento a descansar, mientras mi mente intenta asimilar lo que estoy
contemplando y mi corazón se ensancha. Mi espíritu se eleva y un bienestar
interior invade todo mi ser.
Al atardecer emprendo otra caminata al pueblo más cercano,
bajo un sol despiadado que azota el camino. En medio del campo siento el crujir
de mis pisadas, el movimiento de los músculos al caminar. A medida que la tarde
declina los animales comienzan a salir de sus guaridas y animan el camino; los
pájaros vuelven a piar. El calor me impide caminar con firmeza pero en mi
interior siento que crece el amor hacia la naturaleza desbordante que me rodea,
y me siento cómplice de un largo día donde he podido beber a sorbos la
grandiosidad de la vida.
Atravesando la noche
Después de una restauradora y merecida cena, me dispongo a
hacer la última caminata del día. Aunque el trayecto es más corto, la experiencia
no es menos densa. Por la mañana el rocío cubre el campo y los pájaros
revolotean saludando al sol naciente. La suave claridad del amanecer lo va
invadiendo todo. Por la noche, en cambio, todo se apaga. De la explosión de
colores pasamos a un juego de sombras. Todo matizado en suaves tonalidades de
negro y gris. El poco resto de luz perfila las siluetas oscuras del paisaje. El
aire nocturno juguetea con el reino vegetal. Pero al mirar al cielo veo un
auténtico espectáculo, un mar de estrellas que vibran suspendidas en el
firmamento, la última sinfonía del día. Distantes, a años luz de mí, danzan
sobre mi cabeza y me desbordan de maravilla. La brisa ya no solo juega con las
plantas, también juega conmigo, haciéndome sentir el latido de un día que se
acaba. Y yo, un minúsculo animal racional frente a tanta belleza, intento ver
con mi delicada retina más allá del cielo.
Adivino la presencia de Aquel que me ha puesto en la cima de su creación
para que convierta la experiencia de la noche en un canto de oración; para que
mis sentidos y mis emociones descubran que el único propósito del Creador hacia
su criatura es que esta florezca, se abra y agradezca su existencia. Lo único
que ha movido a Dios es el amor incondicional a su criatura preferida: el
hombre. Y el propósito de ella, en la cumbre de su existencia, es agradecer a
Dios todo cuanto le ha dado.
Emocionado, escucho mis pisadas por el camino de vuelta. El
retorno me lleva al recogimiento, a la casa. El día se acaba. He de aprender a
morir y sumergirme en el corazón de la noche, arropado en los sueños, hasta el
nuevo amanecer.
Escuchando a mi corazón
Descansando por fin, no quiero cerrar los ojos sin antes
dejar que el gran aliado que siempre me acompaña susurre a mi oído. Sentir su
silencio me da una paz inmensa. Sí, el silencio lo transforma todo, restaurando
las grietas que se abren en el corazón. Es el silencio que revoluciona
pacíficamente la vida. Desde este silencio son muchas las gestas que pueden
acometerse. Cuántas veces, cuando se habla de cambio, de revolución, la
historia nos muestra el precio que los pueblos han pagado: dolor, muerte,
enfrentamientos entre hermanos, violencia, odio, venganza, terror. Es necesario
trabajar por los derechos y las libertades, pero hay una revolución previa que
empieza en uno mismo. ¿Estamos dispuestos a renunciar a todo lo que nos aleja
de nuestra esencia?
Esta es la auténtica revolución, la que se forja desde
dentro de cada cual, la que persigue como meta alcanzar la libertad interior. El
propósito no es el poder ni la ambición; la riqueza no es el valor absoluto. La
auténtica revolución se da cuando convierto al otro en amigo, en hermano;
cuando en mi horizonte, por encima de todo, está el amor incondicional. Pero
esto solo se puede conseguir cuando se abren las puertas del corazón al
silencio.
Desde el silencio veremos que los verdaderos revolucionarios
empiezan dando valor a las pequeñas cosas de cada día. Este paso es el inicio
de un tsunami interior. Sin ruidos, sin destrucción, incluso sin hacer nada,
comenzaremos a conquistar las cotas más altas de la existencia.
¡Ahí va!!!
ResponderEliminarUn poeta-filósofo que ama al Señor con toda la fuerza de su corazón.
¿Qué más podemos pedir? Eso es un regalo que nos hace el Creador.
Gracias.