Me
giro para devolver el saludo y veo a un hombre, un indigente. Le pregunto cómo
está, y de manera espontánea exclama: Qué dura es la calle.
Hace
frío y con mirada quejosa y persistente, empieza a hablar de cuán duro es vivir
a la intemperie: caminar sin saber hacia dónde, en estos días de frío intenso,
sin tener lugar donde resguardarse, sin saber dónde comerá, sobre todo los
fines de semana. Está solo, perdido, deambulando, quizás esperando que alguien
pueda escucharle o tenga algún gesto hacia él.
Estamos
cerca de la Navidad y en estas fiestas tendríamos, como mínimo, que dar gracias
porque no nos falta nada. No sólo bienes materiales, necesarios para vivir,
sino la cercanía, el apoyo y la ternura de alguien que nos quiere.
Esta
mañana, durante el breve diálogo que mantuve con ese hombre, noté en él un
torrente de carencias, materiales, emocionales, familiares... Se desahogaba
ante mí y palpé la enorme fragilidad de alguien anónimo que reclamaba con
firmeza el derecho a ser acogido, alimentado, querido y apoyado en su búsqueda
de recursos. Pero también en su vida y en su crecimiento social y laboral. Era
un grito que reclamaba dignidad. Ese hombre tiene rostro, tiene una identidad
propia, anhelos y sueños, quizás rotos por la crueldad de unas estructuras
administrativas y sociales que hacen invisibles a los pobres y descartan a los
enfermos psiquiátricos.
El
hombre se fue caminando, solo, sin rumbo, alejado de unas miradas que no
quieren ver porque les incomoda tener delante a alguien que no tiene nada. Ni
siquiera sabemos ofrecerles una mirada cálida y comprensiva.
Esta
mañana, envuelto en el frío matutino, he sentido la gelidez de unos corazones
que miran a otro lado y ni siquiera se paran a pensar un solo instante. Con
crudo realismo me pregunté: ¿cómo me sentiría yo si fuera esquivado, apartado,
alejado de mi núcleo natural? ¿Qué haría si mi círculo se rompiera?
Si
todos hiciéramos un esfuerzo mental, imaginativo, de ponernos en la piel del
marginado, quizás de tanto dolor y sobrecogimiento saldría algo que tenemos
todos los seres humanos, más allá de nuestras convicciones religiosas. Es una tendencia
innata: el deseo natural de hacer el bien, de atender, de acoger al desvalido y
al que no tiene hogar, que clama por cubrir sus necesidades más perentorias.
Por eso se ven obligados a mendigar, no sólo el pan que necesitan, sino una
mano cálida que los sostenga y los saque de ese pozo de miseria en la que tan
hondo han caído.
Una
sociedad opulenta, enganchada a las redes sociales, que ha caído en el delirio
de la compra compulsiva y que es incapaz de mirar más allá de sí misma, está
tolerando este infierno social que sólo con el diezmo de lo que consume podría
paliarse. Con un poco de voluntad se podría ayudar a muchas personas que están
en la calle.
Estamos
permitiendo que la distancia sea cada vez mayor, no sólo entre ricos y pobres,
sino entre nosotros, la clase social media o baja, y entre los que nada tienen.
Esa distancia, aunque no lo parezca, es infinita cuando las personas sin techo
pierden su instinto vital para seguir luchando y se rinden frente al mar de la
indiferencia. Ahogados y olvidados, cuántos de ellos naufragan. Cuántos
sobreviven en el oleaje, caídos, derrotados, arrastrándose en la playa de la
existencia.
Lo
dramático es que no estamos acostumbrados a esta terrible soledad que acecha a
quienes lo han perdido todo.
Sólo
nos tienen a nosotros, los cristianos. Nos gritan su SOS y nosotros no lo
oímos. Esta mañana, la cara de ese hombre lo decía todo, más que sus propios
gritos contenidos. Lo más terrible se quedó en su corazón. No soy nadie, no me
oyen, no me ven, no existo. Su dignidad quedó algún día congelada, como el frío
que penetra el aire de la mañana.
Era tan temprano que no pude invitarlo a un desayuno calentito. Todo estaba cerrado. Lo miré a los ojos, para que sintiera que, al menos, no perdía su dignidad ante mí. Aunque sólo fueran unos instantes, aunque la soledad siguiera acompañándolo el resto del día. No pude calentar su estómago, pero quizás pude calentar un poco su alma, porque se despidió con una suave sonrisa. Se marchó, agradecido porque alguien lo había escuchado.