sábado, 25 de diciembre de 2021

Qué dura es la calle

Hoy es domingo. El día es claro y luminoso, pero la gelidez del invierno azota las calles desiertas. A primera hora de la mañana, después de dar un paseo matinal, me dirijo hacia la parroquia cuando oigo tras de mí un saludo amable.

Me giro para devolver el saludo y veo a un hombre, un indigente. Le pregunto cómo está, y de manera espontánea exclama: Qué dura es la calle.

Hace frío y con mirada quejosa y persistente, empieza a hablar de cuán duro es vivir a la intemperie: caminar sin saber hacia dónde, en estos días de frío intenso, sin tener lugar donde resguardarse, sin saber dónde comerá, sobre todo los fines de semana. Está solo, perdido, deambulando, quizás esperando que alguien pueda escucharle o tenga algún gesto hacia él.

Estamos cerca de la Navidad y en estas fiestas tendríamos, como mínimo, que dar gracias porque no nos falta nada. No sólo bienes materiales, necesarios para vivir, sino la cercanía, el apoyo y la ternura de alguien que nos quiere.

Esta mañana, durante el breve diálogo que mantuve con ese hombre, noté en él un torrente de carencias, materiales, emocionales, familiares... Se desahogaba ante mí y palpé la enorme fragilidad de alguien anónimo que reclamaba con firmeza el derecho a ser acogido, alimentado, querido y apoyado en su búsqueda de recursos. Pero también en su vida y en su crecimiento social y laboral. Era un grito que reclamaba dignidad. Ese hombre tiene rostro, tiene una identidad propia, anhelos y sueños, quizás rotos por la crueldad de unas estructuras administrativas y sociales que hacen invisibles a los pobres y descartan a los enfermos psiquiátricos.

El hombre se fue caminando, solo, sin rumbo, alejado de unas miradas que no quieren ver porque les incomoda tener delante a alguien que no tiene nada. Ni siquiera sabemos ofrecerles una mirada cálida y comprensiva.

Esta mañana, envuelto en el frío matutino, he sentido la gelidez de unos corazones que miran a otro lado y ni siquiera se paran a pensar un solo instante. Con crudo realismo me pregunté: ¿cómo me sentiría yo si fuera esquivado, apartado, alejado de mi núcleo natural? ¿Qué haría si mi círculo se rompiera?

Si todos hiciéramos un esfuerzo mental, imaginativo, de ponernos en la piel del marginado, quizás de tanto dolor y sobrecogimiento saldría algo que tenemos todos los seres humanos, más allá de nuestras convicciones religiosas. Es una tendencia innata: el deseo natural de hacer el bien, de atender, de acoger al desvalido y al que no tiene hogar, que clama por cubrir sus necesidades más perentorias. Por eso se ven obligados a mendigar, no sólo el pan que necesitan, sino una mano cálida que los sostenga y los saque de ese pozo de miseria en la que tan hondo han caído.

Una sociedad opulenta, enganchada a las redes sociales, que ha caído en el delirio de la compra compulsiva y que es incapaz de mirar más allá de sí misma, está tolerando este infierno social que sólo con el diezmo de lo que consume podría paliarse. Con un poco de voluntad se podría ayudar a muchas personas que están en la calle.

Estamos permitiendo que la distancia sea cada vez mayor, no sólo entre ricos y pobres, sino entre nosotros, la clase social media o baja, y entre los que nada tienen. Esa distancia, aunque no lo parezca, es infinita cuando las personas sin techo pierden su instinto vital para seguir luchando y se rinden frente al mar de la indiferencia. Ahogados y olvidados, cuántos de ellos naufragan. Cuántos sobreviven en el oleaje, caídos, derrotados, arrastrándose en la playa de la existencia.

Lo dramático es que no estamos acostumbrados a esta terrible soledad que acecha a quienes lo han perdido todo.

Sólo nos tienen a nosotros, los cristianos. Nos gritan su SOS y nosotros no lo oímos. Esta mañana, la cara de ese hombre lo decía todo, más que sus propios gritos contenidos. Lo más terrible se quedó en su corazón. No soy nadie, no me oyen, no me ven, no existo. Su dignidad quedó algún día congelada, como el frío que penetra el aire de la mañana.

Era tan temprano que no pude invitarlo a un desayuno calentito. Todo estaba cerrado. Lo miré a los ojos, para que sintiera que, al menos, no perdía su dignidad ante mí. Aunque sólo fueran unos instantes, aunque la soledad siguiera acompañándolo el resto del día. No pude calentar su estómago, pero quizás pude calentar un poco su alma, porque se despidió con una suave sonrisa. Se marchó, agradecido porque alguien lo había escuchado.

2 comentarios:

  1. Algo parecido me ha sucedió a mí en más de una ocasión: "¿Cómo me sentiría yo si me quedara sin trabajo,aunque tuviera una familia que, sin dudarlo, me daría pan y cobijo? Pues ese temor,injustificado, me acompañó siempre. El no poder depender de mí fuerza física y mental para valerme por mí mismo pendía como espada de Damocles. Gracias a Dios, el trabajo nunca me faltó, pues estuba dispuesto a ir a cualquier sitio donde me lo ofrecieran para ejercer aquello que podía desempeñar con tal de ganarme el pan con el sudor de mi frente.

    Es también cierto, como afirmas, que uno de los mayores dramas es la terrible soledad aunque dispongas de un hogar, incluso una familia, donde "pasarla" ya que no es lo mismo estar solo que sentirse solo y abandonado; ambos son estigmas de un mismo conflicto. Sentirse abandonado debe ser terrible para aquellas personas que no sienten a Dios e ignoran que Él nunca abandona a sus criaturas, pues envía a personas caritativas o nobles Instituciones (entre las que te hallas)para paliar o combatir, en cierta medida,al terrible enemigo: la soledad de quienes han perdido la fe y la confianza en Dios Padre.

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