En el cambio estacional hacia el invierno el azul del cielo
se apaga antes. La oscuridad nos invita a recogernos, como si el silencio
tuviera prisa por entrar en el corazón. La tarde ya es noche y nos llama a
parar y a adentrarnos en el pozo interior de nuestra existencia.
Pero a nuestro alrededor las luces de las farolas irrumpen
con fuerza alargando nuestro ritmo vertiginoso. El frenesí de una vida
hiperconectada prolonga el día, ignorando los ciclos de la naturaleza. Así nos
va vaciando hasta dejarnos anoréxicos emocional y espiritualmente. Un vacío
interior se va apoderando de nuestro vigor hasta dejarnos en el esqueleto de
nuestra existencia, con la sensación de que el oxígeno vital se nos agota. El
progreso tecnológico y científico no siempre significa progreso interior y
espiritual. El culto excesivo al mundo digital lleva a la fragmentación de
nuestra identidad; la evolución social nos desarraiga de nuestro yo para
convertirnos en seres flotantes, sin rumbo, perdidos en nuestro propio
laberinto.
Cuando cae la noche el silencio empieza a susurrarme al
oído. Me invita poco a poco a frenar, a detener la inercia de mi trabajo. El
silencio me seduce con su melodía suave hasta que, con el paso de las horas,
todo se desacelera y entro en una fase de quietud y calma.
El silencio me va penetrando por los poros. Nada daña mis
sentidos. El silencio todo lo matiza y lo embellece, dando más intensidad a
cuanto veo y siento. En la penumbra, sin ruidos, todo cobra otra dimensión. Los
sentidos se agudizan. Hay menos luces, menos sonidos, menos cosas que tocar… En
el silencio la realidad tiene otro gusto.
Cuando las aguas del corazón se aquietan, me sumerjo en un
mar infinito con sabor a trascendencia. Nado hacia el interior de algo muy
grande: un corazón infinitamente misericordioso. Chapoteo en los brazos
amorosos de Dios.
El bienestar invade mi alma. Un latido empuja las olas de este
océano interior. Como un bebé en brazos de su madre, sereno, abandonado, en
paz, soy mirado, contemplado, mecido con inmenso amor.
El silencio ha sido el trampolín para lanzarme al interior
del corazón de Dios. Sentimientos de gratitud me llenan y dan un sentido pleno
a esta experiencia. Dios juega con su criatura, feliz, y ambos nos aventuramos
en una comunión plena. El Grande se hace pequeño y el pequeño se hace grande.
Lo divino se humaniza y lo humano, metido en el corazón de Dios, ensancha su
alma y se funde con él. Nos convertimos en uno solo.
En esos momentos de intimidad profunda pregusto ya el sabor
del cielo. Desde el silencio más íntimo, empiezo a rozar la eternidad.
El corazón queda arrebatado ante tanto gozo divino. El aire
que respiro es el aire de Dios. Estoy y no estoy. Una luz interior me atrae
poderosamente. Tocar a Dios: Dios está en mí, y fuera de mí, todo a mi
alrededor huele a Dios. Una dulce quietud desconocida se apodera de mí. En
soledad, en silencio, me dejo llevar hasta el misterio. Es tanta la belleza y
el gozo que siento que mi corazón se sobrecoge. Me hago más consciente de que
ser, vivir, sentir, amar, todo es un regalo que Dios nos hace para que nuestra
vida tenga un sentido trascendente.
Cada cristiano, desde su vocación laica o sacerdotal, está
llamado a vivir una vida íntima con Dios. Nuestra vocación de servicio a los
demás, cuanto más arraigada esté en la mística, más plena y fecunda será.
No olvidemos nunca nuestra cita diaria con el Amigo que nos
invita a salir del tiempo y a descubrir los tesoros de su corazón. Dios es tan
cercano como misterioso. Su corazón es insondable como las profundidades del
océano, en cada recoveco encontramos hermosas perlas que revelan su gloria.
Cuando buceamos en él, un chorro de gracia nos invade y una cascada de secretos
amorosos se nos desvela. Dios se hace transparente y nos invita a entrar en su
tiempo, allí donde el reloj se detiene porque todo es eterno.
Al regresar a la orilla, tengo la impresión de que solo ha
pasado un instante. En realidad, ha pasado mucho tiempo, pero las horas se han
condensado. No hice nada, permanecí inmóvil, con los ojos cerrados. Blindado
para que nada ni nadie interrumpiera la delicia de ese encuentro. Una vez más,
Dios me ha permitido llegar a la cumbre de su monte y saborear los placeres de
su banquete.
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