Camino de los ochenta años, vive la última etapa de su vida
plena, serena y abandonada, con una paz inquebrantable. Cada día abraza la
realidad y contempla su vida de manera trascendida. Pese a sus dolores y
achaques tiene una fuerte certeza: el encuentro con su Creador. Maestra, madre, esposa y viuda de vocación, vive ya con la mirada
puesta en el cielo. Mantiene su piel fina y se muestra elegante y exquisita en
el trato. Su conversación desvela poco a poco los profundos secretos de su
corazón. La belleza de su interior se transluce en su rostro y va más allá de
lo físico: su elegancia espiritual expresa la hondura y el sólido fundamento de
sus valores. Los leves surcos de su frente esconden una intensa experiencia
vital.
Vivió una viudez temprana, con un duelo sereno y contenido.
Ha superado una larga y dolorosa enfermedad con paciencia y una absoluta
confianza en Dios. Reconoce que ha atravesado amargas noches oscuras, llenas de
sufrimiento. Pero ahí estaba, fuerte en su fragilidad.
Mujer de profundas convicciones, toda ella es hermosa. Sus
ojos, su semblante, su sonrisa, sus palabras, sus gestos de caridad hacia otros
enfermos, la elegancia y el gusto de sus vestidos. Es un alma bella, limpia,
dulce, amorosa y tierna, de una exquisita espiritualidad.
Recientemente me comentaba que ha amado mucho a los suyos,
con todos sus errores, pero que con los años ha descubierto que nada hay igual
que un amor sublime: el amor a Dios. Siente en él un gozo que culmina todo amor
humano; por muy bello e intenso que este haya sido, no es nada comparable al
éxtasis de un amor que no tiene barreras, que todo lo eleva y lo plenifica. Toda
ella ya es para Dios.
Su finura y su capacidad de penetrar en los corazones de los
demás la hacen vivir una experiencia mística en su ancianidad. Percibo en ella
que respira, huele, ve y toca a Dios como una realidad cotidiana, tan
misteriosa y tan cercana a la vez, tan visible y tan invisible, tan cerca y tan
lejos, tan íntima como inabarcable, tan tocable como intangible, tan presente
como ausente.
Su alma no deja de rezar, con la total certeza de que
incluso la aparente ausencia de Dios es presencia absoluta. Y pese a las
enormes cargas familiares que soporta a su edad, tiene la frescura del rocío al
amanecer. Delicada como una flor, fuerte en sus convicciones, así es como
desafía el progresivo desgaste del tiempo y de su enfermedad. En su corazón aún
vive la niña que nunca abandonó, la joven que se ha mantenido viva, la adulta
que nunca se resquebrajó por la fuerza de su amor, que ha sido capaz de abrirse
a la niña interior que tenía dentro. Ahora las tres convergen en una anciana de
singular atractivo que encara la etapa más bella de su vida: la espera con
dulce impaciencia de la fusión última con su Amado.
Con esperanza serena se prepara para el salto definitivo
mientras saborea la brisa que va anticipando ese encuentro. Y mientras tanto,
deja que el brillo de ese gran Amor poco a poco la vaya transformando,
deslizándose en sus momentos de oración íntima, donde puede sintonizar con él.
En esto consiste la mística de la ancianidad: en seducir al
Amor de los amores hasta las puertas de la eternidad. Una historia vibrante,
llena de luz, que termina en el umbral del corazón de Dios.
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