Seguros, firmes, serenos, con pasos suaves, se acercan hacia
el altar para renovar el sí que se dieron ante el Señor, hace 50 años.
La música de la marcha nupcial recuerda aquel primer sí que
se dieron Pilar y Adolfo, un sí quizás tembloroso, pero firme. Un sí que la
fuerza de su amor ha consolidado con el tiempo, aunque con la incerteza de un
futuro que se abría ante ellos. Un sí que los llevó a desafiar toda clase de
tormentas, un sí tan fuerte que superó el miedo al compromiso de por vida. Un
sí que logró vencer al tiempo, la apatía, el cansancio y la desesperanza. Un sí
que pronunciaron en un terreno sagrado, donde Dios se convertía en el gran
aliado de su matrimonio.
Este ha sido el fundamento de su relación. 50 años más
tarde, el brillo de sus ojos no se ha apagado y la sonrisa de Pilar sigue
manando, como una fuente de aguas cristalinas. 50 años después se han
convertido en auténticos guerreros del amor. Ni el calor asfixiante del verano
ni el frío del invierno de su existencia, ni el fuego ni el hielo han derribado
la fortaleza de su amor. El corazón de Pilar es rocío del amanecer, y el
corazón de Adolfo es cálido como los rayos de sol en el ocaso. Serenidad,
hondura, calma y pasión. Dos corazones latiendo al unísono mueven más energía
que todo el universo.
50 años más tarde, en un día como hoy, fiesta de santa Rosa
de Lima, ese amor sigue tan vivo como una rosa fresca y lozana. El tiempo ha
dejado su huella en la piel, en los rostros, en algún que otro achaque. El
deterioro físico aparece inevitablemente. Pero hoy, el sí de ellos es un sí
rotundo, seguro, decidido. Sus voces suenan claras y firmes. Sus ojos son
limpios, sus miradas dulces. La piel de su corazón no ha envejecido, por sus
corazones no ha pasado el tiempo. Al dar ese sí, espontáneo y fresco, no solo
es como si no hubiera pasado el tiempo, es como si ambos hubieran rejuvenecido.
Cruzan miradas de complicidad, se sonríen.
En la comunión, Pilar alza la voz para cantar «Si me falta
el amor, nada soy», el himno a la caridad de San Pablo. Sin el amor se apaga la
luz, la vida envejece, la suave brisa da paso a una ráfaga de invierno
flagelador. Solo el amor puede convertir una noche oscura en un día luminoso;
un desierto árido en un vergel, el corazón de piedra en un corazón de carne, el
abismo en claridad, una pesadilla en un canto gozoso, el abatimiento en
libertad y alegría. Con la espontaneidad, que le salía del rostro y del
corazón, Pilar miraba a su esposo con dulzura mientras cantaba. En aquellos
momentos, se estaba convirtiendo en faro luminoso para toda la comunidad
celebrante. La hondura y la solidez de dos esposos que han sabido permanecer
juntos, fuertes como dos palmeras y flexibles como dos bambúes, que ni la
sequía ni los vientos huracanados han podido tumbar. Sus corazones están
elevados y enraizados en Dios.
Su familia ―hijos, hermanos, nietos―, sus amigos y la
comunidad fuimos testigo de un amor impresionante. En la liturgia de la
renovación el cielo se abrió, y el perfume de su nuevo sí, reafirmado con
intensidad, dio un aire de trascendencia al templo. Porque en cada eucaristía
Dios en Jesús nos está diciendo que sí. Se renueva un pacto, una alianza de
Dios con cada uno de nosotros. La eucaristía es el signo más claro de su sí. Su
muerte en cruz selló este sí y lo hizo estallar en la resurrección. Es tan
grande su amor, que ni la muerte puede matar su proyecto.
El profetismo bíblico revela el amor de Dios hacia su pueblo
en alegorías conyugales, como signo de fidelidad. ¡Qué experiencia y qué
lección para todos! Pilar y Adolfo nos enseñan que Dios se vale del matrimonio
para que nunca olvidemos que él es fiel a su comunidad, a su familia, y que la
eucaristía es un memorial en el que se hace presente, de nuevo. La Iglesia es
nuestro hogar; la eucaristía es su gesto sublime de amor.
Ojalá, Pilar y Adolfo, sigáis brillando. No dejéis que el
fuego de vuestras antorchas se apague. Porque hoy, más que nunca, la Iglesia
necesita faros luminosos que orienten a tantos corazones perdidos en el mar de
su existencia. Y que seáis puerto de acogida de muchos que están sufriendo en
la orilla de sus vidas. No os canséis, con vuestras manos firmes, de ayudar a
salir del lodo de la desesperación a otras gentes que han perdido el rumbo.
Toda vocación tiene como fundamento el amor. Gracias por dejarnos saborear la
dulzura de vuestro amor.
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