Cruzó el charco hace doce años. De manos habilidosas y
creativo, antes del boom informático trabajó como
técnico reparador de máquinas de escribir. Hábil en su desempeño, de talante
amable y con facilidad para las relaciones sociales, se fue labrando un camino
en su país y logró reunir un pequeño capital. Pero todo esto se volatilizó
cuando la informática desbancó las máquinas de escribir y perdió su trabajo.
Los bancos de su país hicieron un “corralito” y se quedó sin nada: sus sueños,
sus metas y la alegría se desvanecieron con sus ahorros. Acostumbrado a disfrutar de una buena
posición económica, no se había preparado para los cambios tecnológicos y la
revolución de Internet, y se quedó al margen en su proyección laboral. Desde
entonces comenzó un doloroso declive, un largo vía crucis que ha durado hasta
hoy.
Sin empleo y sin dinero, sin horizontes de futuro, se ha ido
arrastrando con una fractura interna que le ha impedido sobreponerse y le ha
hecho caer en una situación de casi indigencia.
Las relaciones con su familia siempre fueron difíciles. Su
madre murió cuando era niño y su madrastra no lo trató bien. Con seis años,
empezó a ir de casa en casa, con diversos familiares, porque en el hogar de sus
padres molestaba. Por parte de sus hermanos recibió un trato agresivo, incluso
violento, en algunas ocasiones. De adulto, tampoco llegó a casarse ni a formar
una familia.
Cuando se quedó solo, sin dinero y sin trabajo, un sobrino
suyo le buscó empleo en un carguero. Pasó cinco años en el barco, siguiendo la
ruta del Pacífico y navegando de costa a costa, transportando fruta a países
como Japón, China y Estados Unidos. Cinco años navegando, quizás deseando que
el mar se tragara sus angustias. A veces pasaba más de un mes sin anclar en
puerto. Al principio le costó habituarse a la vida mar adentro, sobre todo
cuando soplaban fuertes vientos y se agitaba el oleaje. Llegó a ser ayudante
del timonel y ocupaba su lugar al timón en los días de mar calma.
Cuando atracaban en puerto, se dejaba tragar por la vorágine
de una sociedad consumista, sobre todo en Estados Unidos y Japón. La frivolidad
y la diversión fácil lo dejaban extenuado; él buscaba cómo ahogar sus penas y
su soledad. Aquellos intervalos de frenesí lo anestesiaban
emocionalmente, pero no conseguían calmar su angustia. De nuevo lanzado a la
soledad del mar, volvía a navegar. Hasta que se le hizo insoportable vivir
lejos de tierra firme, constantemente zarandeado por las olas.
Aunque le pagaban poco, logró reunir algunos ahorros que le
permitieron, una vez que dejó el barco, terminar la carrera de Derecho en
horario nocturno. Combinaba sus estudios con algunos trabajos temporales, pero
seguía sin rumbo, mientras su país se hundía en una crisis económica y
política: revueltas estudiantiles, conflictos sociales, abusos de poder… Volvió
a sentir una inseguridad enorme y decidió tomar otro rumbo, esta vez no hacia
Oriente, sino hacia Europa. Y, concretamente, a España.
Inició otra travesía que sería tan dura como nunca pudo
imaginar. En Europa se convirtió en una persona sin documentación que le
permitiera desplazarse libremente de un sitio a otro. Tenía ya 60 años y un
profundo desarraigo de su país, de su cultura y de su propia identidad. El paro
y las dificultades para encontrar trabajo embistieron contra él como las olas
del Pacífico cuando navegaba en el carguero. Aquí volvió a sentir otro tipo de
soledad, quizás más angustiosa, por estar lejos de sus raíces, en un país que
al cabo de unos años también se sumió en una profunda crisis.
Finalmente, encontró empleo en la recogida de la fruta, en
Murcia. Pero al poco tiempo sufrió un ataque de corazón mientras trabajaba en
la huerta. Se desplomó en el suelo y tuvieron que hospitalizarlo. Empezaba a
rendirse, solo y abatido; iniciaba otra etapa de su vía crucis, marcada por la
enfermedad coronaria que iría debilitando su vitalidad.
Un sobrino suyo, que estaba en Barcelona, lo llamó para
vivir con él. Aquí encontró alojamiento en casa de otros familiares. Tenía un techo y una mesa, pero continuaba sin encontrar trabajo
fijo y algo que diera aliciente a sus días. Se refugió en la lectura, de
periódicos y de libros que le daban o tomaba prestados. Y en su gran pasión, la
única que, durante unas horas, cada semana, lo hace vibrar ante un televisor:
el fútbol.
Un buen día, vino a mi parroquia de Badalona y se ofreció
para ayudar en lo que hiciera falta. Así comenzó nuestra amistad. Cuando me
trasladé a Barcelona, a mi nuevo destino parroquial, él también vino a
colaborar. Al menos, tiene un lugar donde comer y dormir, un espacio donde proyectarse
y relacionarse con los demás, un trabajo con el que distraerse y llenar sus
horas.
Hace poco su salud sufrió otro bajón. Las venas que
irrigan su cerebro y su corazón, gravemente obturadas, le impedían la
circulación de la sangre y la consiguiente falta de oxígeno lo entorpeció y lo
hizo lento e inseguro. La ansiedad lo llevó a comer sin control, sobre todo
muchos alimentos grasos y dulces, quizás para compensar la amargura de su vida.
Empeoró y de nuevo tuvo que ser intervenido, en una delicada
operación para desbloquear sus venas troncales. Ahora se encuentra mejor. Le
quitaron un peso del pecho, pero no del alma. Sueña con regresar a su país,
aunque no quiere perder su independencia, y tampoco quiere cortar sus vínculos
con España, esta tierra que le ha acogido y que ha empezado a amar.
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