El Cristo que no se quemó
Lo conocí un verano. Fue un tiempo en que se produjeron
muchos incendios por toda la Península. Montañas y bosques enteros quedaron
arrasados por los fuegos que dejaron desnudos y desolados muchos paisajes.
Él era carpintero, un gran artesano, activo y trabajador,
apasionado por su oficio. De manos fuertes, erosionadas por el trabajo, la
alegría formaba parte de su talante natural. Era un hombre enamorado de la vida.
Recuerdo que una noche calurosa de verano me explicó una curiosa historia.
Una vez, siendo niño, su padre le regaló un crucifijo de
madera que guardaba como una auténtica reliquia. Cuando fue adolescente, el
padre le contó la historia de esa cruz. Había quedado intacta después de haber
sido metida en un horno. El intenso fuego del horno tenía que haber reducido a
cenizas aquella cruz de madera, pero no fue así. El padre quedó tan impactado
ante el hecho que no se lo podía creer. Lo sacó, lo limpió, lo barnizó y lo
guardó durante mucho tiempo, hasta que se lo regaló a su hijo y le explicó la
historia. Como creyente que era, él colgó la cruz en una pared. Pero, además,
la llevaba prendida en su corazón.
Sus ojos se humedecieron mientras me hablaba, lleno de
emoción. Estaba revelando su secreto a un padre,
un hombre en cuyo horizonte siempre está la cruz, como gesto sublime de
donación a los demás.
Aquella noche recé con fervor ante el crucifijo de mi
parroquia. Le dije a Jesús que ni el abismo, ni la noche, ni la muerte, ni el
dolor, podrán impedir que la cruz sobreviva al horno del pecado. La cruz inicia
una vida nueva, libre del fuego del orgullo humano, que nos lleva a unirnos
para siempre en el fuego vivificante de Dios. La cruz no solo no lo mató, sino
que hoy sigue colgando del pecho de millones de personas que esperan en él.
Así empezó mi amistad con Antonio, un hombre de piedad muy
sencilla, pero con una bondad enorme. Nuestras vidas se cruzaron hace casi
quince años. Desde entonces, se ocupó de la carpintería y los apaños de mi
anterior parroquia. Fuimos mejorando y ampliando el equipamiento parroquial:
atriles, mesas, ventanas, puertas… Era mi san José, siempre atento, disponible,
servicial.
Una mirada en la madrugada
Otra historia que me explicó Antonio fue algo que le sucedió
siendo niño. Iba con su padre, de madrugada, a buscar cartones por las calles
de Barcelona. Era una noche de invierno y el aire cortaba la piel. Pero aquel
día tenían que comer, y ni la soledad ni el frío los detenían. De pronto, el
niño vio a alguien que se asomaba a una portería. Se giró y se quedó absorto
mirando a una bella mujer que también se protegía del frío. Sus ojos brillaban
y le dirigió una cálida sonrisa que le iluminó el alma. Era la mirada tierna de
una madre hacia su hijo. En aquel momento, pese al desconcierto, le invadió un
profundo bienestar. Quiso avisar a su padre para que la viera, pero al volverse
de nuevo ya no la encontró en el portal, había desaparecido. Abrumado, se quedó
preguntándose qué había pasado. No la olvidó jamás, y me dijo que era como si
la Virgen María, bella e iluminada, se le hubiera aparecido para darle ánimos
en aquella madrugada gélida.
La cruz sacada del fuego y la mirada dulce en la noche
marcaron toda su vida. La última vez que hablé con él me dijo que seguía
conservando la cruz, y que significaba todo lo que le había pasado.
La pobreza digna
De joven tuvo que marchar de casa para labrarse un futuro.
Se desligó mucho de sus padres y emprendió una vida azarosa sin un rumbo
determinado. Su objetivo era trabajar mucho para ganar dinero y luego poder
disfrutar los fines de semana, apurando hasta la extenuación la búsqueda de
placer. Se casó, tuvo varios hijos y profesionalmente llegó a ser un buen
carpintero, al que no faltaba trabajo ni ingresos. Pero poco a poco la
frivolidad y el alcohol lo arrastraron y su vida se fue derrumbando. Abandonó
su hogar. Cuando el trabajo comenzó a escasear y se hizo mayor, empezó a vivir
precariamente y cayó en la indigencia más absoluta. Cuando lo conocí vivía como
okupa en una chabola de Badalona. Su
única compañía era un perro ciego al que cuidaba. Dormía a su lado, en su tosca
cama, un viejo somier desvencijado. Cuando me llevó a su casa, me dio un vuelco
el corazón. Él me decía: este es mi palacio, y me contaba lo bien que se
encontraba en aquel cuartucho de apenas doce metros cuadrados donde cocinaba,
dormía y se lavaba. Me ofreció, abriendo su pequeña nevera, un poco de cocido
de verduras que se había hecho con legumbres del tiempo y unos huesos de jamón.
El hombre era feliz, en compañía de su perro, y compartía conmigo lo poco que
tenía. Me miraba, con los mismos ojos brillantes de aquel niño que, una noche
fría de invierno, contempló a la mujer luminosa en la portería; los mismos del
adolescente que años después recibiría de su padre un crucifijo que no se quemó
en un horno; los que ahora, con ternura, miraban al viejo perro. No pude evitar
unas lágrimas cuando vi cómo lo acariciaba. Él hacía de lazarillo del animal
que lo acompañó hasta su muerte. Cuando el perro murió, lo cargó a la espalda
para darle digna sepultura en las montañas que rodean Badalona. Hizo una cruz
de madera y la puso sobre la tumba del perro.
Me dije, Dios mío, cuánta dignidad hay, a pesar de todo, en
esta persona. Aquella noche la pasé sin dormir. Dios me había permitido ver que
la pobreza, con toda su crudeza, es igual de digna cuando hay un corazón bueno.
Una cruz, una aparición, un perro ciego y un anciano: forman
parte de la historia de un hombre que llegué a querer con toda mi alma. No
tenía nada, pero tenía una bondad y una generosidad rayando el derroche. De lo
que le daba por sus trabajos, buena parte se la gastaba en regalos para sus
hijos y amigos. Cuando le pedí algunos encargos, él dijo que a partir de
entonces sus manos trabajarían para el Señor. Con sus pocas herramientas hacía
maravillas y siempre se mostraba feliz, porque en su desolada vejez había
encontrado la paz haciéndose útil en una parroquia.
Esta es una de las más bellas perlas que conservo de mi
época de Badalona: un corazón que, no teniendo nada, amaba la vida y hacía el
bien, compartiendo no tanto lo que tenía como lo que sentía.
Pierdo a un amigo
Murió la noche de San Juan en un hospital de Badalona. Su
hijo Jordi me llamó al día siguiente para decirme que su padre había fallecido
y que supiera que me apreciaba mucho. La noticia me golpeó. Desde hace un año
le habían diagnosticado un cáncer de páncreas y, estando enfermo, todavía vino
a verme algunas veces a mi nueva parroquia. Su enfermedad ya estaba haciendo
estragos en su cuerpo y en su rostro. Se volvía lento y en los últimos tiempos
pasó largos periodos en el hospital, donde lo mantenían con tratamientos que
tan solo alargaron su agonía. La última vez que lo vi había perdido mucho. Su
rostro vaticinaba ya el desenlace final. Hace cuatro semanas lo llamé al
hospital. Quería ir a visitarle un día y darle un último abrazo. Pero no pudo
ser. Aquel día se despidió con un enorme afecto.
Cerró sus ojos en una noche festiva, él que era tan amante
de las fiestas. Subió al cielo, para celebrar una verbena eterna junto a Dios.
Ante la llamada del hijo enmudecí, con un nudo en la
garganta. Sentí que un gran amigo se me había muerto sin que pudiera darle un abrazo.
Lo sentí con toda mi alma.
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