Antes de ir a dormir paseo por el patio, respiro y medito,
dando gracias a Dios por el día. La brisa es suave, los colores se apagan. Los
rayos de luna que atraviesan las nubes bañan el recinto de una suave luz, gris
y plateada. El patio adquiere una belleza mágica, como de lugar encantado.
Estoy bajo la morera, el árbol custodio de la capilla de la
Virgen de Chestojova. Sus ramas se multiplican, dando un cálido bienestar bajo
la generosa sombra. Allí está, las veinticuatro horas del día, embelleciendo el
patio, protegiéndonos del sol con sus hojas, firme en el suelo con su robusto
tronco bien enraizado, sólido, fiel. Buscamos su sombra en las horas de sol,
nos reunimos a su alrededor, rezamos, charlamos. El perfume de sus hojas hace
de ese lugar un trocito de cielo en medio del patio. Muchas veces se convierte
en cobijo para el calor del día. Su tupido follaje refresca y respirar bajo su
sombra ensancha los pulmones y el alma.
Cada noche me gusta sentirla cerca. Es un trozo de bosque en
medio de la ciudad. Los árboles dan vida a las ciudades, y también a este
patio, remanso de paz que tantos buscamos durante el día. Cuántas personas,
cuántas palabras, cuántos sueños, cuántos proyectos escucha la morera. Es
testigo de una aventura amorosa de Dios con el hombre: la historia de una
parroquia de barrio, con su pasado y sus vaivenes, y con un presente abierto al
futuro, con enorme ilusión.
La contemplo en las diferentes estaciones. En mayo estalla
de alegría con el verdor intenso de sus hojas. En verano, el color pierde
intensidad, pero no el frescor de su sombra, que tanto buscamos. En otoño
empiezan a amarillear las hojas, pero sigue cautivando con su vestido ocre que
se vuelve dorado. En invierno queda totalmente desnuda. El corazón se estremece
al contemplar el tronco y las ramas erectas, que se alargan hacia el cielo
despojadas de sus hojas.
Le pido al jardinero que la pode con delicadeza. Es un
hombre a quien le gustan las plantas, los árboles, la naturaleza. Lo hace con
mimo. Contemplo cada corte de sierra. El árbol queda como desvalido, mutilado
sin sus ramas. Parece que se muere, como si se le secara el corazón. Pero no
está muerto, sino que duerme. La fuerza la tiene adentro. La savia, aunque
lenta, sigue latiendo bajo su corteza, en ese tronco aparentemente seco.
Soportará el frío invierno y sus raíces fuertes esperarán la próxima primavera
para hacer brotar nuevos tallos y hojas. En abril, como un chiquillo que se despierta,
volverá a estar viva y estallará con su máximo esplendor.
Hoy, esta noche, abrazo a la hermana morera, que tanta vida
y tanto frescor me ofrece en mi lucha diaria. Ella contribuye a hacer de este
patio una antesala del cielo. Con su silencio, también ayuda a acercar a Dios a
quienes lo buscan. Su sombra es un espacio de encuentro del hombre con Dios.
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