El Génesis narra que
Dios, al atardecer, solía pasear por el paraíso con Adán. Como dos buenos
amigos, criatura y creador caminan juntos, compartiendo momentos de sosegado
diálogo, silencio, miradas. La amistad se acrecienta entre Dios y el hombre.
Al anochecer me quedo
solo en el patio parroquial. Silencioso y acogedor, es el lugar donde paseo y
miro el cielo, siempre diferente, unos días estrellado, otros nublado, algunas
noches de oscuridad intensa, otras iluminadas por la luna. En el patio me
siento como Adán ante la presencia sigilosa de Dios, paseando entre las acacias, la morera, la fuente…
La brisa sopla entre las ramas de los árboles y las plantas que bordean el
jardín me dan las buenas noches. Ese encuentro diario me ayuda a contemplar con calma las muchas
experiencias que he vivido durante el día. Desde la gratuidad me doy cuenta de
que todo cuanto pasa en mi vida no es indiferente ni en vano, todo tiene un
sentido si lo vivo con este gran aliado amigo que me conoce desde que me formé
en las entrañas maternas. Ese vínculo misterioso me une de una manera
sorprendente con Aquel que exhaló su aliento en el barro y formó al hombre.
Lo moldeó con sus manos,
haciendo su cuerpo, y después le dio su hálito, infundiéndole el alma y la
vida. Por eso la primera relación del hombre, desde el primer momento de su
existencia, es la conexión con aquel que le ha dado vida. Así lo siento en la
soledad de la noche. Anhelo encontrarme con él, aunque sé que ya lo tengo
dentro de mí. De ahí que quiera dedicar unas horas a dejarme envolver por las
manos amorosas de Aquel que además de haberme creado, fruto de su amor, se ha
convertido en un padre y en un amigo cercano y cálido. Aunque a veces parezca callar,
no dejo de sentir su aliento balsámico en mi corazón. Cuando cierro los ojos lo
siento en la oscuridad. Lo veo en la belleza que me rodea y escucho el susurro
de su voz en la delicadeza con que me revela su innegable presencia.
Mi corazón late,
conmovido, y enmudezco, porque ni las palabras, ni el oído ni la vista son ya
necesarios. Cuando la contemplación se convierte en intimidad, todo sobra. Solo
basta la certeza de un amor que desde el día que nacimos no ha dejado de
seducirnos. Dios nos quiere conquistar para que formemos parte de él.
El tiempo se detiene y
los límites del espacio parecen desvanecerse. Ya no son el tiempo ni el espacio
el lugar donde me muevo, sino su corazón. Cuántas noches me he dejado llevar
por ese soplo, que viene a elevarme, poco a poco, hasta que mi alma llega a
fundirse con él en una íntima comunión. Es como si pregustara el cielo. Dios me
regala, cada noche, un anticipo del paraíso en su cita diaria.
Lejos del ruido nos
encontramos como dos amigos, llenos de complicidad, que quedan a esas horas
furtivas para explicarse secretos. Él, lo divino, yo lo humano. Sin prisa, como
niños contándonos nuestras aventuras, disfrutamos de estos momentos de íntima
amistad. Tanto es el gozo y la alegría que el tiempo se para y comienzo a
saborear la eternidad. Son paréntesis de plenitud, oasis en medio de la seca y
ruidosa ciudad.
Respiro profundamente y a
lo lejos suena una campana, que me recuerda que ese momento tan entrañable toca
a su fin, que hay que descansar. Como camarada de una misma historia de amor
con Dios, ella también me llamará a la mañana siguiente, anunciando un nuevo
día para seguir ahondando en esta experiencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario