El ser humano no se entiende sin su dimensión relacional.
Desde que los dos gametos se unen para generar la nueva vida, el embrión queda
conectado a su madre a través del cordón umbilical, durante nueve largos meses,
hasta el parto. En el vientre materno se inicia una intensa relación que pasará
por diferentes etapas a lo largo de la vida del nuevo nacido. Es una relación
que ya nunca morirá.
Cuando nace, el pequeño se relaciona no solo con sus
progenitores, sino con todas aquellas personas que tiene a su alrededor. No
nace aislado, sino inmerso en una familia, una sociedad y una cultura que lo
acoge y le inculca sus valores, su lengua y sus conocimientos.
Nuestro cerebro también es un cúmulo de conexiones. La misión
de las neuronas es llevar la información del mundo exterior al cerebro, y de
este a los diferentes órganos de nuestro cuerpo. Su buen funcionamiento depende
de un equilibrio armónico entre sus conexiones. Todo son auténticas redes de
comunicación, dentro y fuera de nosotros. Desde el primer momento estamos
generando redes con los demás. Podríamos afirmar que desde que nacemos hasta
que morimos estamos vitalmente unidos a los otros.
Estamos programados, por así decir, para conectar con los
demás. El aislamiento, por tanto, nos da un vértigo terrible y la tendencia
natural es evitarlo.
Tenemos miedo, más que a la soledad en sí, a sentirnos
solos. La soledad no tiene por qué ser abandono ni aislamiento. Es más, a veces
la soledad es necesaria para reflexionar y darle a las cosas su justa medida.
Un tiempo de soledad nos ayuda a tomar distancia entre nosotros y la realidad
para contemplar nuestra situación de manera más serena y objetiva. Pasar un
tiempo solos incluso nos ayuda a mejorar nuestra relación con los demás.
Por otra parte, cuántas personas viven rodeadas de gente ―familiares, amigos, compañeros― y, sin embargo, se sienten solas.
La soledad no es tanto la ausencia de los otros, sino una forma de vivir
nuestra relación con los demás. No todas las relaciones son sanas y buenas, ni
todas cubren nuestras necesidades de compañía y afecto.
Todos tenemos la necesidad de compartir nuestra vida con
alguien. De aquí el miedo a perder a los seres queridos. La viudez, que sufren
tantas personas, necesita un tiempo de duelo para asumir el nuevo estado. El
cónyuge fallecido, aunque falte, sigue viviendo en el corazón del que continúa.
Pese a su ausencia física, el viudo o viuda lo tiene muy presente. La red
emocional que se ha creado en la pareja es tan intensa que no se rompe
fácilmente, ni siquiera con la muerte.
El miedo que aqueja a muchas personas es la falta de afecto,
de ternura, de complicidad. Se añora una mirada, el soñar juntos, el compartir
momentos de alegría y de dolor. El vacío emocional al que se enfrentan los
viudos necesita de muchos recursos para superarse. En esta etapa de su vida aún
pueden iniciar una nueva y maravillosa aventura. Con su valioso bagaje, fruto
de su experiencia, pueden reconstruir su vida y sus relaciones con los demás.
Trascendiendo de una situación emocional dolorosa pueden iniciar otra época de
plenitud vital. Ahora son oro líquido.
Conozco a personas mayores que han dado este gran salto en su vida: han
abrazado la soledad, aceptándola con paz. Su actitud les ayuda a abrirse a los
demás y a profundizar en su vida interior, sumiéndose en la riqueza del silencio
hecho oración.
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