Paseando por Barcelona
aprovecho muchas veces para entrar en algunas librerías y ver las novedades,
especialmente todo lo que hace referencia al hombre: filosofía, sociología,
antropología, teología y otros temas. Y me sorprende ver la enorme cantidad de
libros sobre autoestima y autoayuda. Se pueden ver estanterías repletas de
estos manuales. Y me pregunto si este boom no responderá a unas ganas
desenfrenadas de vender a toda costa. Valiéndose de los conocimientos sobre la
psicología humana, ¿no serán estos libros una forma sutil de enganchar a la
gente para sacarles el dinero a cambio de prometerles un bienestar interior que
ansían? ¿O responden realmente a un hallazgo psicológico y científico que ayuda
a la persona a mantener su equilibrio psíquico y emocional, afrontando con
calma y serenidad las dificultades de la vida diaria, con uno mismo y con los
demás?
Sea lo que sea en cuanto
a verdad científica, creo que se está abusando de este concepto de la
autoestima. Es lógico que hemos que tener un autoconocimiento de nuestra propia
realidad, modo de ser, sensibilidad, valores, defectos y cualidades. Y también
es necesario integrar el propio corazón, la historia familiar y las capacidades
propias para dar lo máximo de uno mismo sin llegar a la vanagloria. Es bueno
reconocer y potenciar los propios valores, las iniciativas y la creatividad. Esta
parte de orgullo sano debe ser combinada con la humildad para reconocer los
límites y otros aspectos éticos, filosóficos y religiosos de la persona. Así
evitará caer en la autocomplacencia y reconocerá que siempre puede mejorar su
vida. Yo llamaría a esto una
“autoestima sana”, que consiste en reconocer las virtudes tanto como los
límites y los defectos; esto ayuda a la persona a mantenerse en un equilibrio
sicológico y social.
Pero cuando en nombre de
la autoestima dejo que el orgullo me ensoberbezca, arrastrándome a una absoluta
autosuficiencia, puedo llegar a la petulancia y convertirme en un ególatra al
que no le importa nada ni nadie, y que vive girando en torno a su gigantesco
ombligo. Y este ego es insaciable: siempre pide más reconocimiento y más poder
hasta convertirse en un remolino que absorbe todo cuanto se pone a su alcance.
Aquí ya podemos hablar del orgullo patológico, que uno deja de controlar para
ser dominado por él. Este orgullo tiene la habilidad de aparentar. La persona
orgullosa puede parecer educada, cálida, amable y obsequiosa. Incluso puede parecer
modesta. Sin embargo, bajo esa capa de cordialidad esconde una gelidez que sobrecoge
y asusta si llegamos a atisbarla. Estas personas, en el fondo, son
terriblemente inseguras y están heridas en su propio ego; esto las hace
protegerse y, sometidas a este ego tirano, van desintegrándose poco a poco. La
sumisión a su ego suele proyectarse en su relación con otras personas. En
ocasiones, el orgulloso puede ser el dominador; pero en otras, puede ser el dominado.
En este último caso, desarrolla una dependencia enfermiza que le obliga a
agachar la cabeza. El otro pide, exige y riñe, y la persona orgullosa no tiene
más remedio que someterse y obedecer a sus exigencias. Por miedo a perder algo
―quizás su estatus, o su imagen de buena persona― se convierte en esclava del
otro. Cuántas familias viven estas terribles situaciones, en las que una
personalidad anula a la otra y ambas se necesitan para devorarse mutuamente.
¿De qué ha servido tanto
orgullo, tanta autosuficiencia? Llega un momento en el que nada parece tener ya
valor. Y es que aquel que era el ombligo del mundo, ahora se ve sometido a otro
poder.
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