domingo, 9 de septiembre de 2012

El precio del orgullo


Paseando por Barcelona aprovecho muchas veces para entrar en algunas librerías y ver las novedades, especialmente todo lo que hace referencia al hombre: filosofía, sociología, antropología, teología y otros temas. Y me sorprende ver la enorme cantidad de libros sobre autoestima y autoayuda. Se pueden ver estanterías repletas de estos manuales. Y me pregunto si este boom no responderá a unas ganas desenfrenadas de vender a toda costa. Valiéndose de los conocimientos sobre la psicología humana, ¿no serán estos libros una forma sutil de enganchar a la gente para sacarles el dinero a cambio de prometerles un bienestar interior que ansían? ¿O responden realmente a un hallazgo psicológico y científico que ayuda a la persona a mantener su equilibrio psíquico y emocional, afrontando con calma y serenidad las dificultades de la vida diaria, con uno mismo y con los demás?

Sea lo que sea en cuanto a verdad científica, creo que se está abusando de este concepto de la autoestima. Es lógico que hemos que tener un autoconocimiento de nuestra propia realidad, modo de ser, sensibilidad, valores, defectos y cualidades. Y también es necesario integrar el propio corazón, la historia familiar y las capacidades propias para dar lo máximo de uno mismo sin llegar a la vanagloria. Es bueno reconocer y potenciar los propios valores, las iniciativas y la creatividad. Esta parte de orgullo sano debe ser combinada con la humildad para reconocer los límites y otros aspectos éticos, filosóficos y religiosos de la persona. Así evitará caer en la autocomplacencia y reconocerá que siempre puede mejorar su vida. Yo llamaría a esto una “autoestima sana”, que consiste en reconocer las virtudes tanto como los límites y los defectos; esto ayuda a la persona a mantenerse en un equilibrio sicológico y social.

Pero cuando en nombre de la autoestima dejo que el orgullo me ensoberbezca, arrastrándome a una absoluta autosuficiencia, puedo llegar a la petulancia y convertirme en un ególatra al que no le importa nada ni nadie, y que vive girando en torno a su gigantesco ombligo. Y este ego es insaciable: siempre pide más reconocimiento y más poder hasta convertirse en un remolino que absorbe todo cuanto se pone a su alcance. Aquí ya podemos hablar del orgullo patológico, que uno deja de controlar para ser dominado por él. Este orgullo tiene la habilidad de aparentar. La persona orgullosa puede parecer educada, cálida, amable y obsequiosa. Incluso puede parecer modesta. Sin embargo, bajo esa capa de cordialidad esconde una gelidez que sobrecoge y asusta si llegamos a atisbarla. Estas personas, en el fondo, son terriblemente inseguras y están heridas en su propio ego; esto las hace protegerse y, sometidas a este ego tirano, van desintegrándose poco a poco. La sumisión a su ego suele proyectarse en su relación con otras personas. En ocasiones, el orgulloso puede ser el dominador; pero en otras, puede ser el dominado. En este último caso, desarrolla una dependencia enfermiza que le obliga a agachar la cabeza. El otro pide, exige y riñe, y la persona orgullosa no tiene más remedio que someterse y obedecer a sus exigencias. Por miedo a perder algo ―quizás su estatus, o su imagen de buena persona― se convierte en esclava del otro. Cuántas familias viven estas terribles situaciones, en las que una personalidad anula a la otra y ambas se necesitan para devorarse mutuamente.

¿De qué ha servido tanto orgullo, tanta autosuficiencia? Llega un momento en el que nada parece tener ya valor. Y es que aquel que era el ombligo del mundo, ahora se ve sometido a otro poder.

El único antídoto para erradicar la patología del orgullo es la humildad: que la persona sepa verse como es, con sus fortalezas y sus debilidades, sus logros y sus carencias, y aceptarse con serenidad. Junto a la humildad, el amor, la aceptación y el profundo respeto a la libertad del otro.

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