Estirar el tiempo
Cuántas veces corremos porque queremos llegar a todo y hacer
de todo. Nos apresuramos porque queremos hacer más y más cosas. Llegamos a
creer que, a mayor velocidad, más aprovecharemos el tiempo y más cosas podremos
meter en la agenda. Quisiéramos estirar el tiempo hasta hacerlo eterno porque
las horas se nos quedan cortas. Queremos más velocidad: en el coche, en
Internet, en el avión. Organizamos nuestra vida minuto a minuto y corremos sin
parar, pero ¿adónde vamos? En el fondo estamos dando vueltas sobre nosotros
mismos.
¿Qué le pasa al ser humano que va tan acelerado? Lo peor es
que cuanto más hacemos, más creemos que somos nosotros mismos y que nos
realizamos. Una vida serena se considera una frivolidad o carente de metas.
Estirar el tiempo y su capacidad material es una forma de
sentirnos semidioses, como si tuviéramos la habilidad natural de acortar o
alargar las horas. Así caemos en la terrible espiral de la hiperactividad.
Corremos y corremos, pero no avanzamos ni un milímetro en nuestro proceso de
crecimiento interior. Podemos dar la impresión de que estamos haciendo muchas
cosas, pero en realidad no están añadiendo un valor a nuestra vida. Es un girar
incesante sobre el propio ego. ¿Sabemos hacia dónde vamos, qué queremos, cuáles
son nuestras metas? Muchas veces lo único que conseguimos es huir de la
realidad porque se nos hace demasiado dura. Pero aún podríamos preguntarnos: ¿y
si corremos porque en el fondo estamos huyendo de nosotros mismos?
Jugar a ser dioses
Nos llenamos de tantas cosas porque así tapamos nuestras lagunas,
inseguridades y miedos. ¿Y si en el fondo nos asusta nuestra propia realidad,
vacía, temerosa, dubitativa, y necesitamos aparentar que no pasa nada?
Preferimos vivir en un sueño irreal porque asumir nuestras carencias y agujeros
nos da miedo. Necesitamos vivir con una careta y nos instalamos en la
ambivalencia existencial. Huimos de las enfermedades del ser, emocionales y espirituales.
Y así se produce un desdoblamiento de la personalidad: la profunda, herida y
asustada, y la superficial, que se disfraza aparentando seguridad.
Cuanto más corremos sin rumbo hacia ninguna parte más nos
precipitamos hacia el abismo. Vamos perdiendo la esencia de nuestro ser por el
camino, hasta llegar al agotamiento y la enfermedad. Y nos deslizamos hacia la
nada. ¿Estamos hechos para esto?
¿Es propio de nuestra naturaleza vivir continuamente
estresados, angustiados, acelerados y forzando el ritmo vital? Nos cuesta
aceptar los límites. La peor idolatría es la de uno mismo. Estamos tan inmersos
en la cultura del superhombre que jugamos a ser dioses y no nos damos cuenta de
que somos débiles, necesitamos parar y saborear la vida sin prisas.
De la fragilidad a la plenitud
Nuestra naturaleza está hecha de carne y hueso. Hemos de
aceptar que somos cuerpo, blando, sensible, que necesitamos respirar,
cuidarnos, mimarnos. Somos tan frágiles que necesitamos ternura, delicadeza,
descanso. No estamos hechos para correr sino para deslizarnos como bailarines
sobre el escenario. La sensibilidad de nuestro tacto y la suavidad de nuestra
piel nos hablan de cómo es nuestra naturaleza. No tenemos patas de gacela, ni
zarpas de leopardo, ni la musculatura de un tigre. El hombre es un ser frágil,
hecho para caminar, para danzar, para saborear, respetando el ritmo natural del
universo, con tiempo para jugar y vivir el ocio, para ajardinar la creación con
creatividad y con amor. En definitiva, estamos llamados a vivir la vida con
plenitud, saboreándola despacio, aunque esto suponga hacer menos.
El silencio, la suavidad, el ir despacio, son los grandes
antídotos para la enfermedad de la prisa. Solo cuando nos dejamos llevar por la
brisa del silencio es cuando realmente llegamos a donde queremos ir, sin
correr, sin angustias, porque descubrimos que la meta no es tanto hacer mucho,
sino ser, cada vez más, lo que queremos ser. Y para llegar a esta meta de
crecimiento espiritual es necesario estar quieto e iniciar otra andadura, hacia
ese castillo interior donde se oculta el gran tesoro de la existencia, el alma.
Allí habita lo más sagrado, Dios.
Cuando atravesamos los muros del alma descubrimos una nueva
dimensión. Nos hará ver que la realización personal no es tan importante.
Descubriremos que la auténtica vocación del ser humano es amar, y entonces ya
no necesitaremos demostrar a nadie nuestras habilidades ni aparentar lo que no
somos. Habremos descubierto el valor que tiene aspirar el perfume de una flor,
recibir con emoción una mirada llena de complicidad, sentir unas manos amorosas
o contemplar el nacimiento de un nuevo día. Descubrir nuestra infinita pequeñez
no nos impedirá maravillarnos de lo infinitamente grande y hermoso que es el
mundo que nos rodea. Nos sentiremos más vivos que nunca. Cerrando los ojos,
respirando, oliendo, sintiendo el susurro del viento, nos convertiremos en
parte de ese milagro que contemplamos.
Para llegar tan lejos simplemente tienes que llegar a lo que
tienes más cerca de ti: tu propio corazón.
Mira por donde esta misma tarde hace apenas unas horas, un amigo y gran músico de Galicia, me ha dicho esto mismo, '¿donde vamos tan deprisa? ¿y para que nos sirve?.
ResponderEliminarSiempre tan conectado con el ser humano y con sus vidas, mil bendiciones.
Un saludoi
Una de las bendiciones que tiene envejecer es la de asumir que ya no se puede correr.
ResponderEliminarSi tienes la suerte de darte cuenta de lo importante que es eso debes dar gracias a Dios.
A partir de ese momento, al caminar, empiezas a ver cosas de la vida que no habías percibido, árboles preciosos, el color de la luz del sol...
Ojalá supiéramos aprender a caminar despacio antes de envejecer.¡Cuántas cosas maravillosas que hay en la vida disfrutaríamos!