Eran las tres y media de la tarde. Sonó el teléfono y al
otro lado de la línea, con voz balbuciente, conteniendo el sollozo y el dolor,
Pilar, hija de Julita, me comunicaba el fallecimiento de su madre. Miré al
cielo y pensé: ya estás en el cielo, tu nuevo hogar, aquel que tanto deseabas,
donde ya no te faltará más el aire, porque Dios es brisa que oxigena no solo
tus pulmones, sino toda tu existencia.
Antes de morir, necesitabas oxígeno a borbotones y sufrías.
Ahora, ya no sentirás más la angustia en el pecho. Esa tarde, en la hora
tercia, cogida de la mano de tu querida hija, te fuiste dulcemente, con el
calor de alguien que te cuidaba y te protegía, que siempre estuvo a tu lado.
Firme y delicada, Pilar te atendió a tiempo y a destiempo, siempre corriendo y
solícita. En los últimos días, hasta caer en la extenuación. Ha sido ejemplar,
¡cuánta entrega y cuánto amor!
Como me decía Pilar, tú ya presentías que poco a poco tu
vida se iba apagando. Todos notaban el contraste entre la Julita activa y
dinámica de antes y la que ahora perdía fuerzas, paulatinamente, hasta que
varias crisis, cada vez más fuertes, la fueron consumiendo. Todos veíamos que,
poco a poco, se acercaba el final.
Hace tres años que conocí a Julita. Cuando llegué a esta
parroquia la vi con su cara pilla, un gesto juvenil y dos ojos chispeantes y
alegres. Vivaz, menudita, inquieta, simpática y acogedora, la comunicación con
ella fue fácil. Pese a su dificultad respiratoria, era una mujer expresiva que
vibraba, desbordante de vida. Vi en ella un corazón transparente que vivía con
intensidad. La parroquia era su segundo hogar. La sentía muy suya. Devota y
profundamente religiosa, la eucaristía era central en su vida, así como el rezo
del Rosario. Seguía con respeto las procesiones y la liturgia. Tenía una piedad
profunda y auténtica, y a la vez era expansiva. Amaba los encuentros, las
comidas de hermandad. Para ella eran ocasiones festivas, espacios donde se
encontraba bien y participaba y dialogaba con todos, feliz de vivir la amistad
con los demás feligreses.
Además de ser una mujer religiosa y comunicativa, era
generosa y hospitalaria. Se ofrecía para todo y se implicaba, abriendo las
puertas de su casa a los peregrinos que vienen cada año desde Polonia y
Bielorrusia. Sin conocer su idioma, esto no era ninguna barrera para ella. La
caridad era suficiente para poder entenderse: ella se comunicaba desde el
corazón y todos la adoraban por su simpatía y generosidad. No necesitaba
entender ni hablar; el lenguaje del corazón siempre va más allá del intelecto.
Julita siempre se sintió parte intrínseca de la comunidad, y
me decía que para ella acoger a los peregrinos era un deber, tanto que se hacía
una con ellos, participando de sus actividades. Era la abuela joven del grupo.
¡Cuánto bien hacía, sin entender sus palabras! Con la mirada y la sonrisa
hablaba y comprendía lo más importante.
Este verano las fuerzas le empezaron a fallar. En los paseos
y reuniones se le notaba el cansancio. Se agotaba fácilmente pero, así y todo, acogía
y acompañaba. Julita ha sido la imagen de una Iglesia alegre, acogedora,
entregada. Un testimonio vivo y misionero, la Iglesia que siempre camina, que
siempre abre sus puertas, solícita.
En septiembre y octubre, cuando el sol declinaba, venía
caminando lentamente, buscando el calor para sus pulmones y el aire fresco del
patio. Yo la observaba, sentada junto a César, al sol, en largos ratos de
silencio. Ambos callados, uno al lado del otro, simplemente respirando la
calidez de la mutua presencia. En esos momentos me di cuenta de que el ritmo
pausado delataba su progresivo agotamiento. Le fallaban los pulmones. Las
crisis asmáticas comenzaron a sucederse con más frecuencia, hasta que dejó de
venir al patio. Su ausencia se hizo notar…
―――
Quince días antes de morir hablé con Pilar y vimos que era
el momento de prepararte para el final de tu etapa. Recibiste con mucha
devoción el óleo santo, el bálsamo amoroso de Dios, la caricia divina de la
Santa Unción. Yacías en la cama, plácida y serena, recibiendo el sacramento en
la compañía delicada de tu hija. Aquella mañana lucía el sol, con toda su
belleza. Los ángeles debían estar preparando sitio para ti en el cielo.
Montse te dijo que por la ventana se veía la montaña de
enfrente, y que allí, en la cima, había una hermosa cruz de piedra. Que la
mirases. Esa cruz, desde lo alto del monte, velaba por ti.
Dos días antes de morir le dijiste a tu hija que ya estabas
preparada. Sí, Julita, te faltaba muy poco para el gran salto hacia los brazos
de Dios y de María, a quien tanto rezabas y amabas. El día 19 de febrero, a las
tres de la tarde, te fuiste a la casa del Padre.
Agarrada a tu hija, ella se acercó para sentir tu último
aliento. Así moriste, acompañada. Dios te ha concedido el don de abandonar esta
vida de las manos de tu hija, que te estrechaban con amor. Para ti, que tanto rezabas por los sacerdotes,
que abrías las puertas de tu casa y de tu corazón, las puertas del cielo se
debieron abrir de par en par.
El día de la Santa Unción te dije que te quería ver en la
celebración de mi aniversario sacerdotal, el 9 de marzo. Tenía ganas de
volverte a ver aquí, con la comunidad. Pero sé que estarás presente desde un
lugar privilegiado: desde el cielo. Ese día, los ángeles te vestirán con el
mejor traje, lleno de luz, para poder estar conmigo. Para poder estar con
todos.
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