Me quedaba embobado contemplando el cielo durante largo
tiempo. Esa esfera luminosa me hipnotizaba. Me gustaba recrearme admirando el
cuerpo celeste suspendido en el firmamento y me preguntaba cómo podía
sostenerse en medio del universo y su ejército de estrellas. Con mi visión de
niño, alguna noche podía vislumbrar los cráteres y en mi imaginación soñaba,
algún día, volar hacia ella. Había días que la luna no aparecía, o salía por
otro lado, pero siempre la buscaba. En las noches de verano, a veces emergía en
el cielo oscuro como una reina con su traje plateado. El brillo de su rostro
parecía querer penetrar por las ventanas abiertas de mi habitación. Yaciendo en
la cama, su luz caía sobre mí, y yo viajaba hacia ella en un trayecto ficticio
que me hacía sentir un profundo bienestar. Envuelto en su luz clara, saltaba
por su superficie, jugando en medio de la inmensidad del universo. Recuerdo que
alguna noche me dormía mirándola, y me sentía como custodiado por ella. Cuando
despertaba, la luna ya no estaba y me apresuraba a levantarme para mirar por la
ventana, a ver si aún la veía. Pero a la noche siguiente ella volvía, fiel a su
cita. Aparecía resplandeciente y yo sentía algo muy hondo dentro de mí. La
hermana luna se asomaba con su semblante a mi dormitorio e iniciaba un diálogo silencioso
y secreto con ella. «Ven otra vez», le decía antes de dormirme. Y nuestra
amistad crecía con el paso de los días. Esta complicidad me hacía sentir fuera
del tiempo. Cuántas noches de romance pasamos juntos. Allí estábamos los dos,
danzando en un baile invisible. A veces alargaba mi mano para intentar tocarla
con la punta de los dedos. Nunca llegaba, pero sus rayos plateados sí llegaban
hasta mí.
Fue tan honda esta experiencia que he olvidado muchas cosas
de mi infancia, pero este recuerdo jamás se ha borrado de mi memoria. Ahora,
siendo adulto, cuando contemplo la luna, sigo sintiendo la misma emoción que
tanta vida dio a mi mente.
Estos días, que he estado en La Noguera, donde las noches
son oscuras y estrelladas, sigo maravillándome ante la luna. Ya no sueño ni
alargo mis dedos hacia ella, pero sigue tocando mi corazón y me sobrecoge su
belleza. Lejos de la contaminación lumínica, me gusta contemplar con nitidez a
esta amiga de la infancia, que siempre me acompañó y que aún me conmueve cuando
la veo.
Hoy, la luna sigue siendo inspiración para muchos de mis
escritos. Algunos los escribo bajo su luz. Nunca he olvidado su música
silenciosa, que me susurra al oído.
Doy gracias a Dios por haber puesto en la noche esta hermosa luminaria, que simbólicamente ilumina la noche oscura del alma que muchos experimentamos alguna vez en la existencia. En las noches oscuras la tiniebla nos desorienta y nos hace andar temerosos y perdidos. La luna es faro en el firmamento y símbolo de María, esa luz de Dios que nos acompaña en nuestra vida para que nunca nos sintamos totalmente abandonados. Con ella, nuestras noches no son totalmente oscuras. Ese faro que ilumina nuestro caminar en la noche nos ayuda a seguir adelante.
¡Hermoso!
ResponderEliminar¡Hermoso y romántico! porque para los escritores del Romanticismo la luna, la noche, las estrellas y demás cohorte de elementos relacionados con la oscuridad, la nostalgia, los recuerdos... eran sus musas y aliados. Tiene lógica que la luna, estrellas y demás astros que iluminan sin quemar, atraigan a los pequeños por su brillo y el misterio que pudieran encerrar. No eres único en sentirse atraído por todos y todo lo que está en el cielo.
ResponderEliminarPrecioso escrito con el que me siento identificada, porque Dios es tan justo que creó la misma luna para todos, aunque los niños con una infancia materialmente inferior, fuimos y son los que más la disfrutamos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me ha encantado, gracias!
ResponderEliminarQué bella descripción de la luna y de sus recuerdos. Gracias por compartir. Un abrazo y bendiciones
ResponderEliminarAna María