domingo, 17 de octubre de 2021

La pluma de Dios

He tenido la oportunidad especial, en los últimos años, de conocer en profundidad a Remigio Benito.

Lo he conocido ya anciano. Pese a su fragilidad física, que le afectaba las piernas y los ojos, él tenía que caminar cada día para venir a la parroquia. Sentía la necesidad de alimentarse de la eucaristía y pasar un rato de adoración íntima y cercana con Jesús sacramentado. Siempre me agradecía el poder encontrar la puerta de la parroquia abierta para ese momento de intimidad a solas con él.

Tenía una fe sólida y férrea, a pesar de la penumbra y las dificultades para ver y caminar. Su trayecto a la parroquia lo hacía con dolor y lentitud, pero no por ello dejaba de venir. Anhelaba estar con su Señor, la fuente de su existencia y de su fe. Esta experiencia diaria con el Señor le sostenía y le daba fuerzas, llenándolo de coraje interior. Allí estaba, fiel, acudiendo al encuentro.

En sus últimos meses de vida me abrió el tesoro de su corazón, a través de intensas conversaciones que mantuvimos. Oyendo sus dudas, sufrimientos y esperanzas, establecimos un diálogo sincero y lleno de confianza. Remigio siempre quería agradar a Dios y hacer su voluntad. Poco a poco, me fue llevando de la mano hasta lo más hondo de su alma y descubrí un bello paisaje interior: el de un hombre lleno de Dios.

Pero aquel anciano frágil, además, tenía un largo recorrido a sus espaldas. Vivió su vida intensamente. Científico, escritor, viajero, acumuló vastos conocimientos y experiencias laborales. Se convirtió en persona de referencia para grandes empresas en el campo de la química.

Escritor versátil y prolífico, llegó a publicar más de 64 libros. Viajó por todo el mundo. Le fascinaban los antiguos mitos y culturas, especialmente las americanas. Como viajero, se interesaba por todo. También escribió novelas y relatos, llegando a obtener varios premios literarios y quedar finalista de otros. En sus escritos se refleja el deseo de descubrir las claves del ser humano, el origen de las culturas y las civilizaciones.

Cuando su hija me proporcionó información sobre sus estudios y publicaciones, quedé abrumado ante tantos conocimientos. En aquel hombre tan humilde y sencillo descubrí a un intelectual que amaba las ciencias y buscaba la verdad, explorando los misterios más hondos del ser humano.

En nuestras conversaciones, después de la adoración, encontré en él perlas espirituales que iluminaban su rostro cada vez que hablábamos. Tras su apariencia discreta se escondía una experiencia inagotable y edificante. ¡Cuánto bien me hizo conocerle, escucharle y aprender de él! ¡Cuánta sabiduría había en sus palabras! Llegamos a tejer una gran complicidad; era de esas personas que te hacen sentirte bien. Para mí fue un regalo recibir todo lo que me comentaba.

Por encima de todo, Remigio se sentía profundamente amado por Dios. Él era el centro de su vida. Con los años, esta certeza fue cada vez más fuerte, hasta llevarlo a escribir sus últimos libros, que él firmaba Calamus Dei, la «pluma de Dios». Desde entonces, cada año nos ha ofrecido una lluvia fresca de reflexiones personales, citas de grandes santos, comentarios a lecturas y oraciones espontáneas. Estos libros son reflejo de un salto cuántico en su vida. Más allá de la ciencia, está el conocimiento de Dios. Si antes le inquietaba saber de muchas cosas, ahora, con estas Reflexiones espirituales, sus grandes cuestiones alcanzaron otra dimensión. Como me decía él mismo, «Dios lo sostiene todo, hasta la ciencia, todo el saber y el universo».

En su última etapa, fue profundizando en su fe, que daba sentido a toda su vida. También me confesaba su indigencia: él se sentía nada, pero con Dios lo era todo. Este giro hacia la trascendencia le hizo cambiar su visión de la vida. Me recordaba a santo Tomás de Aquino, que después de escribir la Summa Theologica tuvo una experiencia sublime en una eucaristía y dijo que todo lo que había escrito era nada al lado de lo que había experimentado en el sacramento eucarístico. O a san Pablo, cuando decía que «todo lo considero basura, con tal de ganar a Cristo» (Filipenses 3, 8).

La cadena de oración que fue creando, con los lectores de sus reflexiones, se extendió por todo el mundo. Fue su gran aportación a la espiritualidad cristiana: regar las almas con las perlas de rocío de este Calamus Dei.

El gran investigador pasó a ser un místico enamorado de Dios. El legado de tantas reflexiones y lecturas de santos, no cabe duda, supuso un cambio profundo en su vida. Los últimos días me decía que deseaba estar preparado para que Dios le abriera las puertas del cielo. Tengo la honda convicción de que lo estaba.

5 comentarios:

  1. Que bonito, como admiro la fe de algunas personas!! Tan sólida, tan madura...

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  2. Hermoso testimonio estimado M Joaquin! Saludos ! Que Dios te bendiga! Tereza

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  3. Gran testimonio de vida espiritual, hoy en día hace falta darlos a conocer como ejemplo de plenitud. Muchas gracias

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  4. Es maravilloso y enamorado de Dios: descubrió lo enamorado que está Dios de nosotros, de él.

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  5. Que bonito y maravilloso es todo lo que ha hecho mi tío abuelo Remigio, espero que esté gozando de la vida eterna, sabiendo que aquí en la Tierra, todos nosotros, su familia, nos acordaremos de él, hasta siempre tio

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