Lo
he conocido ya anciano. Pese a su fragilidad física, que le afectaba las
piernas y los ojos, él tenía que caminar cada día para venir a la parroquia.
Sentía la necesidad de alimentarse de la eucaristía y pasar un rato de
adoración íntima y cercana con Jesús sacramentado. Siempre me agradecía el
poder encontrar la puerta de la parroquia abierta para ese momento de intimidad
a solas con él.
Tenía
una fe sólida y férrea, a pesar de la penumbra y las dificultades para ver y
caminar. Su trayecto a la parroquia lo hacía con dolor y lentitud, pero no por
ello dejaba de venir. Anhelaba estar con su Señor, la fuente de su existencia y
de su fe. Esta experiencia diaria con el Señor le sostenía y le daba fuerzas,
llenándolo de coraje interior. Allí estaba, fiel, acudiendo al encuentro.
En
sus últimos meses de vida me abrió el tesoro de su corazón, a través de
intensas conversaciones que mantuvimos. Oyendo sus dudas, sufrimientos y
esperanzas, establecimos un diálogo sincero y lleno de confianza. Remigio
siempre quería agradar a Dios y hacer su voluntad. Poco a poco, me fue llevando
de la mano hasta lo más hondo de su alma y descubrí un bello paisaje interior:
el de un hombre lleno de Dios.
Pero
aquel anciano frágil, además, tenía un largo recorrido a sus espaldas. Vivió su
vida intensamente. Científico, escritor, viajero, acumuló vastos conocimientos
y experiencias laborales. Se convirtió en persona de referencia para grandes
empresas en el campo de la química.
Escritor
versátil y prolífico, llegó a publicar más de 64 libros. Viajó por todo el
mundo. Le fascinaban los antiguos mitos y culturas, especialmente las
americanas. Como viajero, se interesaba por todo. También escribió novelas y
relatos, llegando a obtener varios premios literarios y quedar finalista de otros.
En sus escritos se refleja el deseo de descubrir las claves del ser humano, el
origen de las culturas y las civilizaciones.
Cuando
su hija me proporcionó información sobre sus estudios y publicaciones, quedé
abrumado ante tantos conocimientos. En aquel hombre tan humilde y sencillo
descubrí a un intelectual que amaba las ciencias y buscaba la verdad,
explorando los misterios más hondos del ser humano.
En
nuestras conversaciones, después de la adoración, encontré en él perlas
espirituales que iluminaban su rostro cada vez que hablábamos. Tras su
apariencia discreta se escondía una experiencia inagotable y edificante.
¡Cuánto bien me hizo conocerle, escucharle y aprender de él! ¡Cuánta sabiduría
había en sus palabras! Llegamos a tejer una gran complicidad; era de esas
personas que te hacen sentirte bien. Para mí fue un regalo recibir todo lo que
me comentaba.
Por
encima de todo, Remigio se sentía profundamente amado por Dios. Él era el
centro de su vida. Con los años, esta certeza fue cada vez más fuerte, hasta
llevarlo a escribir sus últimos libros, que él firmaba Calamus Dei, la
«pluma de Dios». Desde entonces, cada año nos ha ofrecido una lluvia fresca de
reflexiones personales, citas de grandes santos, comentarios a lecturas y
oraciones espontáneas. Estos libros son reflejo de un salto cuántico en su
vida. Más allá de la ciencia, está el conocimiento de Dios. Si antes le
inquietaba saber de muchas cosas, ahora, con estas Reflexiones espirituales,
sus grandes cuestiones alcanzaron otra dimensión. Como me decía él mismo, «Dios
lo sostiene todo, hasta la ciencia, todo el saber y el universo».
En
su última etapa, fue profundizando en su fe, que daba sentido a toda su vida.
También me confesaba su indigencia: él se sentía nada, pero con Dios lo era
todo. Este giro hacia la trascendencia le hizo cambiar su visión de la vida. Me
recordaba a santo Tomás de Aquino, que después de escribir la Summa
Theologica tuvo una experiencia sublime en una eucaristía y dijo que todo
lo que había escrito era nada al lado de lo que había experimentado en el
sacramento eucarístico. O a san Pablo, cuando decía que «todo lo considero
basura, con tal de ganar a Cristo» (Filipenses 3, 8).
La
cadena de oración que fue creando, con los lectores de sus reflexiones, se
extendió por todo el mundo. Fue su gran aportación a la espiritualidad
cristiana: regar las almas con las perlas de rocío de este Calamus Dei.
El
gran investigador pasó a ser un místico enamorado de Dios. El legado de tantas
reflexiones y lecturas de santos, no cabe duda, supuso un cambio profundo en su
vida. Los últimos días me decía que deseaba estar preparado para que Dios le
abriera las puertas del cielo. Tengo la honda convicción de que lo estaba.
Que bonito, como admiro la fe de algunas personas!! Tan sólida, tan madura...
ResponderEliminarHermoso testimonio estimado M Joaquin! Saludos ! Que Dios te bendiga! Tereza
ResponderEliminarGran testimonio de vida espiritual, hoy en día hace falta darlos a conocer como ejemplo de plenitud. Muchas gracias
ResponderEliminarEs maravilloso y enamorado de Dios: descubrió lo enamorado que está Dios de nosotros, de él.
ResponderEliminarQue bonito y maravilloso es todo lo que ha hecho mi tío abuelo Remigio, espero que esté gozando de la vida eterna, sabiendo que aquí en la Tierra, todos nosotros, su familia, nos acordaremos de él, hasta siempre tio
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